Domingo, 28 de noviembre de 2010 | Hoy
Posmodernos, líquidos y ahora fluidos. La pregunta por la identidad que se formula Zygmunt Bauman logra superar la valla del relativismo y cobra espesor político.
Por Jorge Pinedo
Consultado acerca de qué himno nacional poner en el momento en que se le otorgaba un doctorado Honoris Causa, el sociólogo Zygmunt Bauman (Poznan, 1925) dejó de lado tanto el polaco de su tierra natal como el británico de su nación adoptiva y optó por el de la Comunidad Europea. Toda una definición para quien se ha empeñado en trazar la distinción entre origen, pertenencia e identidad. Más para alguien que debe acarrear un ramillete de rasgos identitarios: judío nacido en una ciudad alemana que después fue polaca; que luchó en el Ejército Rojo, se hizo súbdito británico, sociólogo matriculado aunque antropólogos sociales y filósofos lo reivindiquen como del propio palo. Es precisamente el interrogante sobre la identidad el que desarrolla a lo largo de una extensa conversación sostenida con Benedetto Vecchi, director del periódico italiano Il Manifesto. Diálogo concretado por e-mail, conserva el tono descontracturado del estilo coloquial, matizado con la sesuda escritura de quien se detiene a reflexionar, trazar referencias históricas, consultar bibliografía y revisar anteriores aseveraciones, incluso cambiar de opinión.
Polémico desde mucho antes de que opusiera al posmodernismo cool de Gilles Lipovetsky su idea de la Modernidad Líquida, Bauman postula la identidad “sólo como algo que hay que inventar en lugar de descubrir”, torsión con la que se diferencia tanto del determinismo poscolonial como del relativismo cultural y su secuela, el multiculturalismo. Posición que, desempeñada desde el corazón intelectual de la vieja Europa, cuenta con facilidades y beneficios muy disímiles a los capaces de ocurrir en otras latitudes, como el extremo sur de otro continente, por caso. Salvando tales distancias, surgen un puñado de caracterizaciones ecuménicas a la hora de resituar el problema: por lo pronto la nunca tan obvia mutación de la función de las masas, cuando nuestros ancestros y nosotros mismos fuimos “formados y entrenados, sobre todo, como productores”, en tanto las generaciones siguientes han sido iniciadas “como consumidores y luego todo lo demás. Los atributos que se consideran ventajas de un productor (la adquisición y retención de hábitos, lealtad a las costumbres establecidas, prontitud para demorar la gratificación, estabilidad de las necesidades) se convierten en los vicios más impresionantes de un consumidor”.
Giro radical en la identificación del lugar de clase, ya deja de definirse por el lugar en la cadena del mercado para configurarse según cada ecuación ideológica. Con lo cual los interrogantes acerca de quién es qué pasan de la fase “sólida” moderna (con clases definidas, propietarios, proletarios y lúmpenes), ya no a la “líquida” que se instala según las depresiones del terreno, sino a la “modernidad fluida”, incapaz de “conservar la forma por mucho tiempo a menos que se la vierta en un contenedor ceñido”. No obstante, la propuesta de Bauman dista de tal contrición al propugnar “poner bajo control democrático popular” las fuerzas globales desatadas, obligándoles así “a respetar y observar los principios éticos de cohabitación humana y justicia social”. Y agrega: “Es demasiado pronto para hacer conjeturas sobre las formas institucionales que dicha transformación producirá: no se puede vaciar de antemano la historia”.
Paradoja tercermundista: eso que resulta apresurado en aquella metrópoli puede ser actual en las ex colonias.
Fue el artista plástico Jackson Pollok quien aseguraba que se pintan naturalezas muertas cuando no se sabe qué pintar. Algo parecido sucede con la pregunta sobre la identidad: Sartre, Lévi-Strauss, Zizek, Heller, Chomsky y tantos otros alguna vez saltaron dentro de ese aro. Sin embargo el tema adopta dimensiones renovadas cuando no sólo pregunta por la identidad aquel que ignora quién es.
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