Domingo, 12 de diciembre de 2010 | Hoy
En su tercer libro (y segunda novela, después de los relatos de Fantasmas), el hijo de Stephen King reclama con pergaminos propios el lugar de príncipe heredero.
Por Rodrigo Fresán
La segunda novela de Joe Hill comienza con un inequívoco perfume a primitivismo norteamericano (el de Washington Irving, Nathaniel Hawthorne, Ambrose Bierce y Mark Twain), pronto recuerda a las sintéticas pero contundentes micro-tramas de la serie televisiva The Twilight Zone (las firmadas por Rod Serling, Richard Matheson, Charles Beaumont & Co. donde el humor negro no estaba reñido con el escalofrío) y concluye, inevitablemente, en los territorios de aquel que más y mejor ha aprendido de ambos antecedentes: el rey Stephen King quien, además, es el padre biológico y artístico del príncipe heredero y autor de Cuernos quien, bajo ese alias, no demoró en ser identificado como Joseph Hillstrom King, hijo del padre de Carrie, nacido en 1972.
Pero –más allá de linaje y genética– lo importante aquí es que Cuernos es muy superior a la sobrevalorada El traje del muerto, ofrece la fluidez y la sensibilidad de los mejores relatos de Fantasmas y hacen de Hill un nombre a respetar y agradecer en un género que, de un tiempo a esta parte, parece más dedicado a vampiros que van al colegio y a hombres lobos más preocupados por sus pectorales que por sus garras y colmillos.
Y lo más atractivo de Cuernos acaso pase por el humor negro iluminando a su inverosímil pero al mismo tiempo enseguida irresistible argumento: el joven de veintiséis años Ignatius “Ig” Perrish, hijo díscolo de una adinerada familia de Nueva Inglaterra, se despierta una mañana con resaca y un par de cuernos en su cabeza (primitivismo americano); descubre que, además, se ha convertido en una suerte de cloaca psicológica a la que todos se ven obligados a confesarle sus más oscuros secretos y deseos (The Twilight Zone) y, con un mínimo empujoncito de Ig, a realizarlos; e Ig se lanza sin demora a investigar la verdad tras la violación y asesinato de su adorada novia Merrin un año atrás. Hecho del que todos lo acusan aunque que no haya pruebas que le señalen (Stephen King). Pero, ahora, nadie puede mentirle a Ig. Y con la verdad llega, siempre, el espanto. En resumen, Hill escribe muy bien y con mucha naturalidad sobre la siempre ambigua naturaleza del mal.
Y –de acuerdo, marca de fábrica– Cuernos se habría beneficiado de contar con unas cuantas páginas menos (por fortuna, Papá King ya se quitó las ganas con la más pesada que colosal La cúpula retornando al cuarteto de oscurísimas nouvelles con su flamante y muy elogiable Full Dark, No Stars) y de un final menos pirotécnico y más sutil, cercano a los perfectamente construidos varios tramos de romanticismo epifánico que, a lo largo del libro, a modo de flashbacks, conmueven al lector cada vez que Ig y Merril trepan a su casa en el árbol de ensueño. Después de todo, detrás de toda historia fantástica se esconde, apenas, un relato moral donde se miden la luz y la oscuridad. Y, entre una y otra, el amor siempre metiendo la cola.
Cuernos –que también hace guiños a E. T. A. Hoffmann, Franz Kafka y al imaginario espectral centroeuropeo– tiene un valor añadido: nos enseña a querer a un pobre diablo aprendiendo a ser un buen demonio mientras, a su alrededor, los nunca libres pecadores no dejan de arrojarle piedras.
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