libros

Domingo, 24 de febrero de 2002

El que susurra en la oscuridad

Nació en Montevideo en 1940. Vivió en Buenos Aires entre 1985 y 1989 (“una vitalidad asombrosa, la de la gente de allá: que me empujaran por la calle era algo nuevo para mí”). Mario Levrero es su seudónimo (“alguien mejor que yo, más bueno”). Cada tanto, el periodismo cultural de ambas orillas decide redescubrirlo. Éste es la versión 2002 de esa costumbre, con las novedades de rigor: la edición de Ya que estamos y del inminente Irrupciones, dos colecciones de textos inclasificables escritos en los últimos tiempos.

Por Juan Bautista Duizeide, desde Montevideo

El montevideano Mario Levrero resulta una paradoja: ajeno a círculos literarios y exposiciones mediáticas, su obra –de difícil acceso– es considerada un hito por los críticos y una referencia ineludible para las nuevas generaciones. Editoriales tan pequeñas como ignotas que se sabotean a sí mismas y se funden, volúmenes que se autodestruyen en una leída, tiradas ínfimas, distribución errática, stocks reconvertidos en pulpa de papel, ¿una conjura para que no se extienda el virus Levrero? Él dice: “Y a mí qué me importa”. Dice que lo suyo es escribir. Que su literatura es “el intento de comunicar una experiencia espiritual”. Sola salta la pregunta: ¿no hay contradicción entre ese intento y la despreocupación por lo que suceda con la obra ya escrita?
“Si mis libros llegaran a mucha gente, caerían con seguridad en manos en las que no deben caer. Gente que no se contacta con ellos, que no dialoga. Prefiero considerar a mis lectores como amigos que se toman todo un trabajo para dar con mis libros. No me gusta para nada la idea de un público indiferenciado y extendido.”
Acercarse al departamento –¿escondite?– de Levrero puede ser como estar perdido dentro de un relato de Levrero: la garúa, la oscuridad de la Ciudad Vieja, los portales derruidos, las subidas, las bajadas, las curvas que desorientan al caminante (como Philip Dick, Levrero es un escritor bastante plagiado por la realidad y, últimamente, hasta por Hollywood, como permite suponer la película The Cube). Rosa, la portera con el aspecto ambiguo de los personajes sospechables en un clase B, señala un ascensor jaula y dice que es por ahí. Levrero atiende sin preguntar quién es. Adentro no está mucho más iluminado que por las calles. Alcanza para ver, a la pasada, una foto de Kafka junto a otra de Gardel. El ventilador, en vano, gira contra los restos de agobio de la jornada. Levrero ofrece café, no para de fumar, contesta a todo lentamente y en voz muy baja.
Asegura, por ejemplo, que no lee literatura fantástica. Que no lee prácticamente literatura uruguaya. Que no tiene sus clásicos personales. Dice releer –sin ilusiones ni culpa– policiales de toda laya. Y ofrece pasar a otra habitación, interrogar directamente a sus bibliotecas. En una descansan volúmenes visiblemente trajinados de Chandler, Simenon, Dickson Carr, Chester Himes y otros menos egregios o presentables (la palabra descansan no es arbitraria: la mayoría de los libros están acostados en los estantes, y no parados, tal como se acostumbra). En otra, está todo lo que, pese a no ser policial, Levrero relee. Brillan dos títulos que por sí solos bastan para hacer de un mueble apto para soportar libros una genuina biblioteca: El estafador y sus disfraces, una novela poco frecuentada de Herman Melville, y El Circo del Dr. Lao, de Charles G. Finney (¿no era que no leía literatura fantástica?).
Levrero comenta que no se le debe conceder ni exclusividad ni demasiado peso a las influencias que puedan deducirse de esas frecuentaciones. Que más lo han influido algunas personas, algunos paisajes, la música. Y el cine sobre todo: innumerables veces vio algunas películas con los Beatles; persiguió a Buster Keaton por los veranos de la cinemateca; y, ya en épocas de video, llegó a las tres películas diarias (los Coen, Tarantino, Raimi). Como tantos connacionales, confiesa: “Me dediqué a escribir porque en Uruguay no se puede hacer cine”.
Dice que no escribe nada sin pensar en una carta a determinada persona. Que escribe sobre cosas vividas, pero no vividas en el plano al que habitualmente se restringen las biografías: “Si el hombre pasa semejante parte de su vida durmiendo o llevado por ensoñaciones diurnas, ¿cómo no ocuparse de eso?”. Sin embargo, su método no es la escritura automática de los surrealistas sino una especie de sueño lúcido, controlado. Una autohipnosis que permitiría a la escritura (al “espíritu”) manifestarse y luego, a su vez, hipnotizar al lector. En una época estudió parapsicología (“uno de los riesgos de la literatura es la incontrolable liberación del inconsciente. Yo he padecido fenómenos de telepatía muy perturbadores”).En otra época escribía arrebatado por la música. Una para cada libro, que envolvía todo el proceso de creación. “Pero ya no puedo escribir así”, se lamenta.
“No cultivo las letras sino las imágenes”, dice al rato. Pero, entre sus imágenes, no guarda ningún retrato del artista adolescente: “Mi padre no quería que escribiera; le parecía cosa de homosexuales”. El único estímulo creativo que recuerda fue el soplo al corazón que lo postró en cama durante su infancia. A los quince años escribió y destruyó una novela policial. Su primera novela, La ciudad (1970), terminada cuando Levrero tenía 26 años, comenzó siendo unas pocas líneas sin destino. El pintor Tola Invernizzi la fue haciendo avanzar a fuerza de decirle: “Está bien; seguí”, cada vez que él le mostraba algo. Tras ser premiada en un concurso de la revista Marcha, apareció en una colección dirigida por Marcial Souto, experto traductor y editor de ciencia ficción (género en el que Levrero, aunque se lo edite en series del palo, niega haber incursionado). Pese a existir una considerable tradición de “literatura rara” en Uruguay –según el término empleado por Angel Rama en aquella famosa antología que se remontaba a Lautréamont–, la urgencia política de los tiempos fue adversa a ese debut. “Tuvo cero recepción. Un librero conocido pidió mis libros y el corredor dijo que no existían”, recuerda Levrero.
La ciudad forma, según su autor, una “trilogía involuntaria” junto a las novelas París (1979) y El lugar (1982). Una búsqueda, persecución o huida –siempre postergada– a través de espacios cerrados que parecen multiplicarse al infinito. Un merodeo de protagonistas a su pesar entre la inasibilidad e ingobernabilidad de los objetos, en el que humor y siniestro desdibujan sus presuntas fronteras. Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975, escrita bajo el influjo de los valses de Strauss) y Dejen todo en mis manos (1994) son muestras de lo que Levrero puede hacer de los géneros populares sin traicionar su tensión narrativa ni resignar un primer plano de legibilidad ingenua. Completan la lista de sus novelas El discurso vacío (1996) y El alma de Gardel (1996).
Sus libros de cuentos son, tal vez –por la riqueza de temas, texturas y procedimientos–, los que mejor representan la totalidad de la obra: La máquina de pensar en Gladys (1971), Espacios libres (1987), El portero y el otro (1992). Sus incursiones en la historieta –firmando como Jorge Varlotta– fueron dos: Santo Varón y Los profesionales. “Con el dibujante Lizán teníamos una sintonía de equipo excepcional. Formábamos una especie de mente única.” Y Ya que estamos, una colección de textos inclasificables, es cosecha 2001. Lo que se viene es Irrupciones I: una recopilación de textos publicados a ambos lados del Plata (algunos de ellos francamente “hiperrealistas”), que se convertirá en el volumen inicial de una colección cooperativa llamada “De los Flexes Terpines”, que unirá a narradores de distintas estéticas unidos por el rechazo que les propinó el mercado editorial. “Han sido elegidos todos por mí”, dice Levrero (¿pero no era que no leía literatura uruguaya?). “Son auténticos escritores: de alma. No escriben para; escriben por. Por necesidad de escribir, que para mí es la única fuente de la que surge auténtica literatura.”

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