Domingo, 27 de marzo de 2011 | Hoy
Ian McEwan sigue en la línea de su obsesión en los últimos años: la ciencia. Esta vez, con una sátira sobre un científico consagrado, rampante, cornudo, infiel y ladrón de ideas. Y aunque la novela tal vez les debe demasiado a otros grandes libros parecidos, su prosa entrega a sus lectores el tipo de satisfacción a la que los acostumbró en los últimos quince años.
Por Rodrigo Fresán
El caso de Ian McEwan (Aldershot, 1948) es curioso. Quien alguna vez arrancó como chico macabro y punky (recordar su Primer amor, últimos ritos, de 1975 o thrillers psicologistas como El jardín de cemento, El placer del viajero, El inocente o Amor perdurable) y casi furgón de cola de una camada brillante (Martin Amis, Julian Barnes, Salman Rushdie) es hoy el más respetado y más vendedor de todos ellos. Semejante metamorfosis tiene que ver, desde ya, con su particular talento y, también, con la estela del astro rey que decidió se convertiría en ejemplo a orbitar. Algo podía detectarse en la pesadilla filio-matrimonial Niños en el tiempo o en la novela política de ideas que fue la admirable Los perros negros; pero la transformación no fue completa hasta luego de posmo/refundar la ficción moderna y modernista británica con su brillante y astuta (y acaso demasiado enamorada de su propia mecánica) Expiación, despachando, de paso, más de dos millones de ejemplares sólo en el Reino Unido. Luego, el epígrafe saliendo de Herzog para abrir Sábado lo confesaba abiertamente. El sol –En Chesil Beach, fundiéndolo con el espeso y raro licor de Henry Green, lo confirmaba– era Saul Bellow.
Y Martin Amis ya lo había reclamado mucho antes como maestro y mentor. Pero no importa. Si en títulos anteriores McEwan parecía apoyarse sobre lo más oscuro del canadiense-norteamericano (Carpe Diem o El planeta de Mr. Sammler o El diciembre del decano), en Solar parece más cerca de la seria gracia y la fúnebre sátira de inflamables y rabiosos y flamígeros y robustos cuerpos celestes como El legado de Humboldt o Son más los que mueren de desamor o Henderson, el rey de la lluvia.
Sí: Michael Beard, cincuentón Premio Nobel de Física, infiel marido en serie y cornudo falstaffiano, ladrón de ideas y plagiario de teorías, perdiendo el pelo pero sin un pelo de tonto y protagonista de Solar, lunática comedia negra que bien podría haberse titulado La conjura de un necio.
Perfecta criatura a ser interpretada por Bill Murray o Paul Giamatti cuando se ponen deliciosamente cretinos. Alguien siempre en movimiento y a punto de descarrilar al que –marca inconfundible de su creador– un inesperado y descripto al detalle accidente alterará para siempre su vida y obra. Y todo en su sitio, todo bien aceitado. El único problema es que –en un escritor tan calculador en el buen sentido de la palabra como McEwan– Solar recuerda por momentos a demasiados experimentos de éxito anteriores en laboratorios de otros. Al Henry Bech de John Updike o al John Self de Martin Amis o al Mickey Sabbath de Philip Roth. Y, digámoslo, las largas parrafadas cientificistas no aparecen aquí con la elegancia y fluidez con que las dispuso Updike en su magistral La versión de Roger o John Banville en su Revolutions Trilogy (Doctor Copérnico, Keppler o La carta de Newton) o, más recientemente, en la formidable Los infinitos. El humor de Beard también tiende demasiado al turístico y escatológico trazo grueso sin nada de la jugarreta filosófica de la que supieron hacer Aldous Huxley, Anthony Burgess o Iris Murdoch. Y los personajes secundarios a menudo se recitan como fórmulas incompletas en la pizarra de un aula vacía.
Más allá del reflejo, influencia y mezcla, se acaba imponiendo la prosa impecable de McEwan para diseccionar en vivo ese ardiente y a la vez gélido instante en que un egoísta amateur y privado se transforma –es eclipsado– en el más profesional y público de los villanos. Y, se sabe, pocas cosas hay más divertidas y terribles que el saber que si hay una especie que no corre ningún peligro de extinción en nuestros tiempos ésa es la especie a la que pertenece el siempre caliente y global y catastrófico y ambiental Michael Beard. Especie que, sí, acabará matándonos o, por lo menos, sobreviviéndonos a todos.
Ya saben: la ley del más fuerte, la selección natural, y todo eso.
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