Domingo, 27 de marzo de 2011 | Hoy
Una novela que recrea la mirada aparentemente distanciada del artista sobre la belleza, en el afán de recuperar la memoria del pasado.
Por Fernando Bogado
Si hay algo que vuelve una y otra vez a la literatura es la idea de la forma negativa. ¿A qué nos referimos? A aquel momento de cualquier obra en donde hay una apuesta efectiva por lo que consideramos negativo, malo, causante de dolor: la enfermedad, la vejez, la distancia, la muerte. Basta nombrar trabajos medulares de la literatura occidental para entenderlo: Muerte en Venecia, de Thomas Mann, es precisamente eso, la formalización de esta perspectiva del hombre probado en las prácticas artísticas, el narrador mismo, que admira el mundo de lo inocente, de lo no tocado por el arte, desde la distancia, encerrado en este círculo de negatividad que constituyen los elementos ya nombrados. Así también sucede en la última novela de Gabriel Bellomo, El médano, en donde el protagonista y también narrador no hace otra cosa que sumergirse en una miseria en la que despierta como nuevo, como recién venido al mundo.
Esa es la sensación, al menos, que lentamente va formándose en Roberto Ballestrero, un cineasta dedicado a la docencia que cuenta con 69 años: la novela comienza con él atravesando la calle como puede, de la mano de una chica que recién conoce u olvidó, Angela, espantado por una serie de camiones militares un 24 de marzo. No recuerda nada, no sabe lo que pasó, no entiende mucho qué está pasando ahora: los únicos datos que conserva en la cabeza son los que le acaban de dar: que se levantó luego de estar varios días postrado en la cama, inconsciente, y que es la única persona en la historia de la “fiebre nómada” en contraerla en un lugar alejado del norte de Africa. Con el correr de los días, se da cuenta de que no recuerda nada desde su último cumpleaños, por lo que el olvido se despliega sobre varios meses.
Con estos datos iniciales, el texto se va moviendo del presente al pasado para recuperar núcleos de la historia del protagonista: la muerte de su mujer, Ana Clara, que aún lo persigue, la ausencia de su hijo, Bruno, quien está a kilómetros de su casa, un aparente guión que comenzó en su último viaje a Valizas, Uruguay, una suerte de paraíso perdido al cual regresará con el objetivo de forzar el recuerdo. Ballestrero meditará, precisamente, sobre el olvido, sobre las distancias, al mismo tiempo que reflexiona en torno de esa sensación de sentirse intimidado por la figura de Angela, una chica por demás servicial que aparentemente lo cuidó durante todo este tiempo.
Gabriel Bellomo –autor de trabajos como los relatos de Historias con nombre propio (1994) o la más reciente novela El informe de Egan (2007)– plantea en esta obra toda una serie de tópicos que afectan a un personaje adherido a ciertas costumbres detalladas obsesivamente; alguien de miras estrechas que, como Lucida –la extraña lagartija que trajo de su último viaje a la costa uruguaya–, está encerrado en una pecera, esperando algo: o la memoria o la muerte. Trabajando con esta serie de temas medulares para la literatura occidental, casi organizándolos de la misma manera con una prosa prolija –el viejo artista que contempla la belleza de su objeto deseado, perseguido por el olvido y la decrepitud–, el verdadero crédito del trabajo narrativo de Bellomo aparece precisamente cuando se aleja un poco de esta suerte de trampa para enfrentarlo a otros personajes tan malheridos como él, sacándolo un poco de ese dolor solipsista que raya por momentos el tedio.
El médano de Dios que va a buscar a Valizas, ese punto geográfico que representa cierta altura en un director de cine preocupado por llevar adelante su último, gran guión, pero también de padecer una ceguera como consecuencia de su reciente enfermedad, es también el punto más alto de la historia, como si hubiera sido necesario el cambio de ambiente para que aflore todo lo que en el resto del texto aparecía como latente. Esta serie de instancias negativas que constituyen, muchas veces, el meollo de nuestra existencia, las preguntas que nos movilizan a vivir, terminan siendo para Ballestrero una cárcel de la que parece no querer salir, de la que sólo puede alejarse por algunos momentos. Le puede pasar a cualquiera que haya sufrido terribles pérdidas y queda enfrascado en su pasado: no se encuentra precisamente sobre un médano sino sobre arenas movedizas.
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