En La academia de Piatock, Alberto Szpunberg logra un punto de máxima fusión entre la plegaria y el manifiesto. Borges, el desierto, el Antiguo Testamento y el tango se reúnen para alumbrar una insólita forma del compromiso poético y político.
› Por Enrique Foffani
La definición de Marina Tsvietáieva acerca de que todos los poetas son judíos (que Paul Celan elige como epígrafe de uno de sus poemas y a cuyo sentido Alberto Szpunberg sin dudas adheriría), bien podría confrontarse con la conocida observación de Borges en El escritor argentino y la tradición: los judíos se sienten dentro y fuera, al mismo tiempo, de la cultura occidental. El propósito borgeano –recordémoslo– es la indagación del derecho a acceder a la cultura universal que tiene el escritor argentino a quien, proveniente de una nación joven, le pasa lo mismo que a los judíos o a los irlandeses: un nomadismo o cierto carácter exiliar le permite sentirse menos cohibido, más libre en definitiva, aunque Borges eufemiza de un modo más cauteloso la descripción: “Menos atado(s)”, a la hora de los préstamos culturales. Y de eso se trata en el fondo, ya que con La academia de Piatock, Alberto Szpunberg se mueve con más libertad que en cualquiera de sus libros anteriores, y lo hace transitando con lucidez pero también con intenso goce por el vasto universo de citas, versos y fragmentos de cultura. Lucidez y goce no es una ecuación imposible, pero su dificultad reside en que la experiencia poética corre el riesgo de desmentirla apenas haga uso de lo que no le es dado eliminar: la subjetividad de su enunciación.
La academia de Piatock equidista entre la tercera y la primera persona gramatical, pero sobre todo contrapesa, con el uso del versículo entre lo poético y lo prosaico y una entonación por momentos bíblica, todo resabio de idealización que, en sus primeros libros, se hallaba más apegado a posiciones existenciales del autor. Ahora, la poesía de Szpunberg ha encontrado su nueva coartada que es como decir ahora ha entendido que los caminos de lo nuevo llevan indefectiblemente a la tradición y que, sólo en el interior de ésta, en ese infinito de citas, es posible escribir un libro. Y la noción de libro se vuelve, como veremos, fundamental.
Como el Kafka de Informe para una academia, este libro quiere dar testimonio. Y lo hace a través de una figura llamada Piatock, inseparable de su caballo y de los sueños de éste (la actividad onírica del animal hace pensar en una veta surrealista, además de su espesor alegórico). Pero se trata más bien de un desafío para un poeta que venía buceando en esta dirección, sobre todo a partir de Apuntes (1987), aunque cabría decir que ya lo había hecho en Su fuego en la tibieza, el libro que fue escribiendo durante más de una década y que, publicado en España en 1981, representa, de algún modo, la ardua y dolorosa escritura del exilio. Con La academia de Piatock, de pronto, hay el hallazgo de formas poéticas tradicionales, como el tono versicular y, con él, el gesto que conlleva, propicios para renovar el decir de la poesía. Hay cierta inflexión borgeana en este libro que sabiamente Szpunberg sabe traducir y llevar hacia cuestiones líricas: si la cultura judía es la cultura del libro, preguntarse por el derecho a apelar a la cultura universal no lo hace al verso más, pero tampoco menos argentino: cuando escuchamos, por un lado, otras de las voces del libro, la del Obrero del vidrio, decir “según me hundo o emerjo, pero siempre con el desierto a cuestas”, no podemos dejar de remitirnos al judaísmo de Szpunberg, cuyas resonancias de un poeta como Edmond Jabés son más que evidentes; pero cuando leemos, por otro lado, a través de la voz del caballo de Piatock, reflexiones como éstas: “Olí de golpe la pampa húmeda y vi todo el trigo hasta juntarse con el cielo y sacudí las crines”, sabemos que ese desierto es, también, la Argentina. En esta libertad se mueve ahora Szpunberg: el desierto argentino no es solamente ese paisaje que funda nuestro imaginario desde el siglo XIX, sino la alegoría del libro, de un pueblo que se comió el libro para ser ese libro.
Uno podría decir que el origen de esta visión de la que proviene La academia de Piatock es, en efecto, la experiencia de exilio, señalado ya por la crítica. Pero no menos acuciante y medular para la obra de Szpunberg es el modo como interioriza esa vivencia del vacío en términos de dimensión simbólica, como si de pronto la fina lectura del Antiguo Testamento y los acordes siempre aprovechables de un tango abandoneonado (abandonado) hicieran una alianza poética. La de Szpunberg es una poesía que ya no puede pensarse desligada de una teología política: la Tierra Prometida, que toda poesía vuelve judía, tiene tantas resonancias aquí que enumerarlas se tornaría imposible.
Este es el punto luminoso de la experiencia que inaugura La academia de Piatock: la plegaria y el manifiesto político es la misma oración, “la misma única mirada”, “todo el mismo grito de corazón”, “todo momento, el momento justo”. Los versos versiculares se han vuelto salmos políticos, una forma nueva de entender el arte de la poesía y el compromiso.
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