Domingo, 29 de mayo de 2011 | Hoy
Mengele y una niña con problemas de crecimiento se cruzan de forma tan singular como magnética en Wakolda de Lucía Puenzo, una novela donde el saber del lector juega un rol protagónico.
Por Angel Berlanga
El gesto cortés, la tierna imagen de la mano del hombre maduro que da, que acaricia la cabeza de una niña y le sacude un poco, cariñoso, el pelo: en ese papel, Adolf Hitler ha sido enunciado como emblema de la perversión. El rasgo amoroso del genocida: filo acerado, escalofrío. Eso late a lo largo de las páginas de Wakolda, con el agravante de que su protagonista, José, un hombre que dice ser veterinario y científico, es ni más ni menos que Josef Mengele ya prófugo, y entonces ahí están el resentimiento por haber perdido poder y laboratorio del horror, la frialdad para camuflarse y calcular, y la pasión irrefrenable por experimentar con lo biológico y lo antropométrico en pos de aquella idea de la pureza racial. Y está, en un motel de Chacharramendi que es parada en el camino hacia Bariloche, una nena inquieta y curiosa llamada Lilith, que parece de ocho o nueve años, pero tiene doce. “Hubiera sido un espécimen perfecto (rubia, blanca y de ojos claros) de no ser por su altura”, observa cuando la ve por primera vez. “Visiblemente pequeña en tamaño para su edad, pero con miembros de medidas normales para ser llamada una enana y demasiado grandes para ser incluida en los parámetros liliputienses, la nena que daba saltos cada vez más veloces frente a sus ojos era un ejemplo que desafiaba uno de sus campos de investigación predilectos: el enanismo, entendido como expresión ejemplar de lo anormal. Había logrado absorber algunos genes arios, pero no lo suficiente como para perder sus rasgos animales. Eran las ratas de laboratorio que más lo fascinaban: perfecta, de no ser por un defecto imposible de tolerar.”
Desde ese punto el lector asiste al doble despliegue simultáneo de José: camuflarse en Bariloche, porque los cazadores de nazis ya le pisan los talones, y trazar estrategias para mantenerse cerca de su propia presa, Lilith. José: así nombra Lucía Puenzo, en su texto, a Mengele, que irá trabajando sobre la nena y su familia como una hiedra persistente. Y aunque el extraño personaje les genere siempre algún recelo, progresivamente serán seducidos por sus modales, su distinción, sus ofertas de saber científico y de dinero; así, Mengele consigue instalarse en la hostería que la familia ha ido a administrar allí, financia y comparte un proyecto para fabricar muñecas junto al padre de la nena, se gana la aprobación de la madre embarazada de mellizas y obtiene de ambos el permiso para aplicarle a Lilith un tratamiento a base de inyecciones con hormona de crecimiento, que ya le venía dando buenos resultados en unas vacas. La fascinación de la nena por Mengele es bastante espeluznante: el lector sabe quién es y qué piensa el nazi, y ve cómo ella (entre otras cosas, lastimada por las burlas de sus compañeros en el colegio, por recién llegada y por petisa) torna a sucumbir a una apariencia, y cómo roza los elementos de lo siniestro sin alcanzar a descifrarlos, y cómo accede a compartir secretos con él.
La novela de Puenzo transcurre durante 1960 y se nutre de elementos históricos reales y de mitos: la información sobre el acecho y el secuestro de Adolf Eichmann en San Fernando a cargo del Mossad, por ejemplo, escuchada por radio en Bariloche por un grupo de amigos de Mengele; o los restos de una construcción de hormigón en Villa Tacul, hipotético refugio nazi; o la aparición de Nora Eldoc, víctima de los experimentos de Mengele en Auschwitz, ahora tras sus pasos. En el último tramo de Wakolda, la vertiente de información real amenaza con interferir –datos que parecen provenir de Los asesinos entre nosotros, de Simon Wiesenthal, por ejemplo–, sin que diluya, sin embargo, el resplandor abominable que ronda a Lilith y a su familia. Porque se sabe que Mengele murió muchos años después.
En un alto del camino a Bariloche, en medio de una tormenta, Lilith se cruza con una adolescente embarazada, muy oprimida, y entre ambas harán un cambio de muñecas: Lilith dejará la suya, Herlitzka, rubia y delicada, y se llevará otra mapuche, rústica, que se llama Wakolda. El periplo de las muñecas, las concepciones y los mandatos de los mayores hacia ellas –y por extensión, hacia las niñas– y su fabricación, artesanal en el caso del padre, como santo y seña y clave del paso de Mengele por Bariloche, dan cuenta en la novela de otra preconfiguración, también imperceptible, inquietante. Muñecas, al fin y al cabo, marcadas aquí por la mano de Mengele.
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