Domingo, 5 de junio de 2011 | Hoy
En 1969, Guillermo Saccomanno hizo el servicio militar en Neuquén. Entre sus compañeros se encontraba un joven militante de base llamado Orlando Balbo. Cuarenta años después, y sin saber nada de su destino, volvieron a encontrarse. La vida de Balbo, marcada por el secuestro, la tortura, el exilio, las heridas físicas y la pérdida de sus seres queridos, llevó a Saccomanno a emprender la escritura de su primer libro de no ficción. Un maestro (Planeta) es la reconstrucción no sólo de una historia de vida sino del sentido de la justicia y el compromiso con los oprimidos a lo largo del tiempo.
Por Fernando Bogado
La historia del non-fiction argentino es larga, densa, pero sobre todo estremecedora. Si bien hay algo dentro de la naturaleza misma del género que busca sorprender al lector a través del relato de un hecho periodístico que conmocionó a la opinión pública en un determinado momento –pensar en A sangre fría de Truman Capote, en términos oficiales, padre del género; en líneas cronológicas, no tanto–, en su variante nacional se ha acercado mucho más a la acción contingente del ahora, antes que a una suerte de recuperación a los fines narrativos de un hecho, si se quiere abusar del término, de la “vida real”. Mientras que en la línea anglosajona ese “real” pasa por un material más dentro de un relato determinado, en la literatura argentina el así llamado “género de no ficción” buscó accionar políticamente en el presente, haciendo muchas veces de estrategia de denuncia y desenmascaramiento.
Capote se ocupó de lo pasado para hacerlo narrativamente interesante, Walsh se ocupó del horror de los hechos presentes para suscitar una acción, una justicia aplicada, en el futuro; no por nada el propio escritor anota en el prólogo a Operación masacre, de 1957: “Escribí este libro para que fuese publicado, para que actuara, no para que se incorporase al vasto número de las ensoñaciones de ideólogos”. El último libro de Guillermo Saccomanno, Un maestro, es, en este sentido, una obra de no-ficción argentina.
El texto se ocupa casi a título de mínima autobiografía –en ese tono– de la vida de Orlando Balbo, mejor conocido como “El Nano”, un compañero de la colimba del propio Saccomanno en el año 1969 (colimba también narrada en los cuentos de Bajo bandera), a quien dio por desaparecido luego de no recibir ninguna noticia de su persona durante mucho tiempo. Enterado de que se encuentra vivo, Saccomanno decide ubicarlo para que le cuente su historia: a partir de este relato estrictamente personal, el autor se ocupa de transcribir todo lo narrado con el objetivo de contar la historia de “El Nano”, tal como lo llama una y otra vez, estableciendo nuevamente el vínculo que creía perdido por la tortura y la presunta muerte.
Así vamos desde la infancia de Orlando, su vida en el campo junto a su padre, quien se encargaba de visitar a los peones para convencerlos de que no voten como sus patrones y apoyen la iniciativa del peronismo, pasando por su vinculación con la educación popular, su contacto con las enseñanzas de Paulo Freire y con la militancia peronista: ambas acciones, en cierto punto, terminarán anudadas, como si militancia y educación fueran términos complementarios, tautológicos.
El 24 de marzo de 1976, el mismo día del golpe, Orlando Balbo es secuestrado por las fuerzas policiales en su domicilio en el centro de Neuquén, lugar a donde había terminado de instalarse con el objetivo de seguir sus aspiraciones pedagógicas. ¿Es el golpe algo que irrumpe en la vida de esta comunidad? Para nada: el germen de lo que se avecinaba era totalmente palpable, nadie podía (puede) decir que los (nos) tomó por sorpresa.
La violencia, esa misma violencia que Walsh no se cansaba de destacar, que en alguna medida atraviesa la historia de toda Latinoamérica, se hace terriblemente palpable en el relato de las torturas de Orlando: golpes, picana –una de estas terribles sesiones sería la responsable de una sordera que con el tiempo fue creciendo–, traslados a centros clandestinos de tortura (de Neuquén a Rawson), etcétera. Y en cada momento del relato no hay una sola línea en que no se abandone cierto afán reflexivo para plantear una distancia con respecto a cada hecho recuperado: Orlando hablando de la importancia de mantener el cuerpo, de su conciencia, la insistencia en que había otros que habían padecido el mismo tipo de torturas, de encierro... Tal como lo entiende el propio narrador, la posibilidad de poner todas estas cosas en un relato nace de la urgencia de darles un sentido y extraer de ello una enseñanza, también una denuncia, en la misma línea en que Primo Levi entendió su deber como sobreviviente del campo de concentración.
Saccomanno ha escrito, sí; y Orlando Balbo, sordo, ha relatado: la ventaja con la que corre el texto es que al mismo tiempo que funciona perfectamente entre la (auto)biografía y la crónica, puede levantar una primera persona cercana a la que podemos encontrar en cualquier obra de las “literaturas del yo”, que hasta no hace mucho constituían el panorama de los nuevos trabajos a tener en cuenta dentro del ámbito local, para hacerla funcionar en otro sentido; estamos frente a un yo construido entre dos, la responsabilidad del escritor que presta oídos para hacer de la historia del otro una denuncia: viaja, se traslada, investiga, motivado por la urgencia de una injusticia antes que por la apuesta al artificio literario.
Por la historia de Orlando Balbo, por su cuerpo, corren también otras violencias, otras denuncias: luego de su exilio en Italia, “El Nano” regresa al país y tiene una participación fundamental en la reconstrucción de una comunidad mapuche, haciendo de la educación la herramienta con la cual los locales podían defenderse tanto de los ventajeros que vendían alcohol y compraban sus productos a muy escaso precio hasta la revitalización de su cultura autóctona: ahí está la posibilidad de hacer de “lo mapuche” no parte del patrimonio de lo privado sino que incumba también la vida pública, generando el contagio, tanto de un lado (la aparición de las costumbres democráticas en la elección de un cacique) como del otro (la incorporación de clases en mapuche dentro de la escuela), un logro de este afán educador que tiene su correspondencia en las acciones de varios grupos de nuestros días.
El cuerpo es, en verdad, el territorio político de lucha por excelencia: en el de “El Nano” se cifra no sólo la tortura sino también el cuerpo que da un testimonio implacable en cada manifestación a la que se suma en cada discusión en la que participa: si el cuerpo ha sido precisamente el gran tema de cualquier “literatura del yo”, en este relato sin pretensiones literarias –o, mejor, con las justas para hacer del relato algo coherente, estructurado, pero claro: sobrio como los paisajes de la Patagonia– es la puesta en presencia radical de un momento que sigue operando políticamente en nuestros días; por eso el afán de insertar al final del libro detalles con respecto a los procesos de cada uno de los responsables de la sustracción de Balbo.
Un maestro de Saccomanno es un relato que cuesta leerlo como literatura o, mejor, que cuesta pensarlo bajo la idea de la literatura como reflejo mimético o institución burguesa tranquilizadora, en la medida en que se plantea desde la más absoluta literalidad (movimiento que, en efecto, es propio de más de una obra de los últimos años); como Walsh, como tantos escritores latinoamericanos que no dejan de trabajar con lo sucedido en nuestro territorio en los últimos años, les caben muy bien las primeras líneas de aquel cuento de Roberto Bolaño, “El ojo Silva”, relato cargado del mismo afán testimonial, si se quiere, de la misma urgencia: “... de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar”.
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