Domingo, 26 de junio de 2011 | Hoy
Una reedición de La patria fusilada, de Francisco Urondo, pone el foco en uno de los acontecimientos más feroces de la represión que antecedió al golpe de 1976 y vuelve a contextualizarlo en la actual revisión de los años ’70.
Por Fernando Bogado
Hay números que son importantes, números que sin necesidad de establecer una referencia ya evocan, en sí mismos, tal o cual hecho, tal o cual persona: ningún 24 del 3 puede quedar ausente, en nuestros días, de una reflexión obligada, tanto política como histórica, pero por sobre todo, ética. La reedición de La patria fusilada, de Francisco “Paco” Urondo, no es otra cosa que un evento que repite, en su magnitud, en sus guarismos, en su insistencia, la necesidad de pensar, de recordar y de actuar sobre el presente a partir de los hechos del 22 del 8 de 1972, día de la Masacre de Trelew.
Basta revisar datos para ir armando el recorrido numérico, si se quiere: de los diversos miembros tanto del ERP como de la FAR y Montoneros sólo muy pocos lograrían llevar el plan hasta sus últimas instancias: los únicos 6 miembros de estas fuerzas militantes que llegarían con éxito a Puerto Montt, la cúpula de cada una de estas organizaciones que se encontraban detenidas en el penal de Rawson. 19 de los participantes de la fuga serían llevados del aeropuerto copado hasta la base Almirante Zar de Trelew. El intento de asegurar ciertas condiciones que funcionarían como garantía de una rendición total a las fuerzas del Ejército que ya habían ocupado el territorio (quienes, vale la pena aclarar, consideraban necesario sorprender tanto a los responsables de la ocupación como a los rehenes de los negocios dentro del aeropuerto en un operativo especial que no descartaba las bajas civiles, principal preocupación de los allí reunidos) se ve rápidamente frustrado: los 19 reclusos son vejados y torturados no mucho después de que se los coloque en la base. De esos 19, el ya citado 22 de agosto, sobrevivirían 3: los otros 16 cayeron en un fusilamiento sorpresivo que, a partir de un fuego cruzado organizado desde el pasillo que daba a las celdas, arrasó en varias ráfagas de metralleta con cada uno de los prisioneros para después, lentamente, ir rematándolos a medida que se planteaba la ficción de un nuevo intento de fuga, una excusa para justificar un asesinato ilegal que se venía planeando desde las sombras.
Las recientes apariciones y reediciones de material vinculado con sucesos significativos de la década del 70 vuelve a poner la atención sobre una serie de hechos que aún en la actualidad no poseen el cierre lógico y esperable: ni la Masacre de Trelew ni el asesinato de Urondo tienen en la actualidad la correspondiente sentencia de sus ejecutores, pese a que este último caso tenga iniciado el proceso judicial por estos días. La pertinencia de pensar el núcleo duro de esta época, el hecho de que sigue siendo el insistente objeto de reflexión al cual vuelven más de una novela, más de un trabajo del género que sea, funciona también en el sentido de recuperación y puesta en vigencia de obras que en ese mismo tiempo ya denunciaban los horrores que tomarían forma en 1976: no hay que descartar el hecho de que la entrevista a los 3 sobrevivientes de la Masacre se haya hecho el día anterior a su liberación en 1973, una vez asegurado el regreso de Perón.
Acompañado por un prólogo de Daniel Riera, dos poemas de Juan Gelman y un anexo que contextualiza la situación de los respectivos juicios, esta reedición de La patria fusilada vuelve a mostrar el complejo lugar que varios escritores tuvieron que ocupar frente a un panorama político que se les mostraba cerrado, oscuro. Hay que volver a pensar en más de un problema en torno de este compromiso militante que encuentra en Urondo, en Walsh, en varios otros escritores su más clara manifestación.
Ninguno de los 3 sobrevivientes de la Masacre de Trelew llegaron a nuestros días para poder dar nuevamente su testimonio: sucumbieron o fueron secuestrados durante la última dictadura, como si administrativamente –por eso de los números– hubiera que hacer cuentas y cerrar las cosas que quedaban sin terminar. No hay nada peor para este recorrido numérico que notar que ya van 39 años de impunidad en un ilícito que ni siquiera tiene el proceso judicial abierto.
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