Domingo, 26 de junio de 2011 | Hoy
En su madurez poética, Juan Gelman vuelve al lenguaje y los trajines de la infancia, la libertad, el amor, la palabra y los objetos de la vida cotidiana. En El emperrado corazón amora, título que remite a un verso de Cólera Buey, uno de sus más grandes libros, Gelman vuelve hacia atrás, pero también proyecta un futuro que no se termina para la poesía. Diana Bellessi, Susana Cella, Daniel Freidemberg, Jorge Boccanera y Sergio Kisielewsky le rinden homenaje y analizan su nueva producción.
Por Juan Pablo Bertazza
Entre todos los neologismos, juegos de palabras y cultismos que brillan como afiladas gemas en el último libro de Juan Gelman, El emperrado corazón amora, hay una palabra que se destaca entre las demás, no sólo por su frecuencia en el texto sino, sobre todo, por su contundente potencia, que la convierte en algo parecido a un hallazgo: “aujero”, palabra que recupera, entre otras cosas, la sonoridad del diptongo, la unión de vocal fuerte con vocal débil.
En el poema “qué” –a diferencia de lo que sucede últimamente con los libros de poesía, acá cada poema tiene un título, un nombre–, Gelman la inaugura, la saca de su fábrica de léxica magia: “los que son/ en un pedazo de silencio y/ tienen madres perdidas/ ésos palabran de verdad./ No hablan, dicen, la noche/ pasa por el aujero de su aguja/ rápida como un golpe”.
Interesante, porque podemos llegar a encontrarnos con una de esas palabras clave que sintetizan al mismo tiempo que despliegan toda una obra, una trayectoria poética que aun laureada, aun consagrada –sobre todo a partir del Premio Cervantes en 2007– todavía continúa experimentando. Aujero remite y vislumbra todos los tópicos y recovecos por los que se metió la poesía de Gelman; lo popular de Violín y otras cuestiones (1956) y Gotán (1956), pero también la descalabrada precisión de Cólera Buey (1964) y Los poemas de Sidney West (1969): un aujero que habla de ese hueco generacional ocasionado por la dictadura, una ausencia que demuestra –como si hiciera falta– que los delitos de lesa humanidad nunca pueden ser considerados cosa del pasado porque azotan no sólo al presente sino también al futuro.
El aujero también remite a esa potencia original y auténtica del rock que, tal como establece Diana Bellesi comparándolo con Dylan y Hendrix, debería relacionarse con mayor frecuencia a la estética e impronta de Juan Gelman: su poesía también es un gran paso a la hora de salir –Virus dixit– del agujero interior, largar la piña en otra dirección, y sobre todo una demostración cabal de que todavía a la vida se le puede hacer el amor, algo que se destaca especialmente en los últimos libros de Gelman: Valer la pena (2001), Mundar (2007), De atrásalante en su porfía (2009) y ahora más que nunca con El emperrado corazón amora, tal vez el primer libro en que Gelman habla lisa y llanamente acerca del amor en toda su complejidad.
Pero el último libro de Gelman también ahonda en otro de los sentidos de esa constelación creada por la palabra aujero: la imposibilidad del decir, la insuficiencia de la palabra ante los extremos tanto de la angustia como de la alegría. Rara batalla, entonces, la que libran los poetas; una batalla que, en cierta forma, aparece perdida antes de tiempo, antes de empezar a decir, antes de empezar a jugar: si lo real carece de nombre y de forma para llamarlo, cómo hace la poesía para desear, cómo hace para decir: la poesía de Gelman es, en ese sentido, un ejemplo de lo que significa llegar hasta el borde de un abismo sin caer en él.
En el poema “Mil”, Gelman le habla a su madre, justamente, desde los bordes del discurso: “Qué hermosa eras en tu desolación,/ te parecías a/ la palabra que no alcanzo a decir,/ la línea negra de la pureza/ que nadie sabe cruzar”.
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