Escritor secreto y cultor de varios oficios anteriores a la literatura, Walter Schvartz entrega un policial de casos marginales y entrañables.
› Por Juan Pablo Bertazza
A veces el transcurrir y, por ende, el desgaste hacen que un determinado género termine sufriendo exactamente los efectos contrarios a las características que, antes, lo volvieron atractivo y sustentaron su crecimiento. Muchos escritores motivados por el hecho de escribirlas parecen copiar fórmulas y recetas probadas. En ese sentido, El ojo de La Culebra de Walter Schvartz es una grata excepción. En primer lugar porque respeta –pero no calca– diversos mandatos de la novela policial, como por ejemplo la compleja y completa construcción del detective privado: en este caso, el inspector Joaquín Santa Fortuna, cuya infancia estuvo marcada por el abandono de su madre y su madurez por el bautismo que le dieran durante una extraña estadía en la cárcel: “La Culebra”, en alusión al tamaño de su miembro.
Pero la mayor novedad y la gran noticia de esta obra radica en verdad en la voz de Walter Schvartz, extraño escritor, si se quiere, que en cierta forma comparte con su personaje la diversidad de trabajos que experimentó antes de entrarle de lleno a la literatura –además de participar en dos antologías de relatos, publicó la novela El legado de Ts’ui Pen (2006) y la colección de relatos Una puta verdad (2008)–: durante más de veinte años trabajó como químico y también contó con algunas actuaciones en el teatro off. Al igual que aquellos complejos compuestos a partir de la tabla periódica de los elementos, el resultado de esas experiencias se vislumbra en una gran riqueza narrativa. En este libro, Walter Schvartz suele recuperar de manera notable una estrategia literaria clásica que escasea en la actualidad: la intervención del autor con interesantes reflexiones acerca de, por ejemplo, la Ciudad de Buenos Aires y los porteños: “y ese destino azaroso de estar abajo, en el lugar señalado para el infierno, sumado a la indiscutible potencionalidad de sus virtudes, hace que los habitantes de sus tierras cultiven como ninguna otra la flor de la nostalgia, cuya sombra marchita, que aparece cuando el fruto se reseca por la impotencia, es la ironía”.
Además de ofrecer un lenguaje rico y poético pero también preciso, estas digresiones sirven de marco ideal para una serie de casos absurdos y marginales que llegan de manera no siempre clara a su oficina ubicada en el barrio de Once. Para resolverlos, La Culebra, que vendría a representar el sentido de la vista, contará con la ayuda de su colaborador, el Orejas, y también de una prostituta de la que se enamora no tan platónicamente. Los casos más emblemáticos tienen que ver con la infidelidad de un hombre que gusta de dar clases de literatura a un grupo de prostitutas, un supuesto tesoro enterrado en un geriátrico de Luján que tiene alguna relación con Bram Stoker y, siguiendo con la literatura, el caso de unas extrañas pintadas en la estatua del Cid Campeador de Caballito realizada por la escultora estadounidense Anna Hyatt Huntington. Otro de los atractivos de este libro tiene que ver con las sinuosas y misteriosas relaciones entre caso y caso, que van a desembocar poco a poco en la resolución del enigma más importante, el caso siempre latente que, en cierta forma, es el único caso que persigue este detective tan patético como entrañable: averiguar por qué lo abandonó su madre.
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