Domingo, 28 de agosto de 2011 | Hoy
Con apenas 39 años –de los que pasó la última década casi postrada por el lupus–, Flannery O’Connor se convirtió en la más religiosa e impiadosa de las grandes damas sureñas (Eudora Welty, Carson McCullers y Katherine Anne Porter) que poblaron de literatura ese territorio en el que reinó William Faulkner. Hace un par de años, la edición de sus Cuentos Completos, con su prosa límpida y sus tramas de una humanidad tenebrosa, se convirtió en un pequeño e inesperado fenómeno de ventas. Ahora, vuelven a las librerías por primera vez en treinta años y en un solo volumen las dos únicas novelas que escribió: Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan (Lumen), dos caras de una misma fe pagana y arrebatada.
Por Esther Cross
El mapa de Estados Unidos puede dividirse en cinturones. Hay un Cinturón del Maíz, otro del Algodón y otro del Tabaco, pero ninguno es tan famoso como el Cinturón Bíblico, que cosecha fanáticos y narradores, gente de Biblia en mano, ojos febriles y cruentas predicciones. Región inmensa, Sur histórico, reino evangelista, hostil al forastero, el Cinturón Bíblico comprende Arkansas, Mississippi, Virginia, Carolina del Norte y Carolina del Sur, Maryland, Alabama, Georgia, Texas y Tennessee. Es una zona de miles de kilómetros donde “puede ser que Cristo no sea el centro, pero sí que lo atormenta”.
Lo dijo Mary Flannery O’Connor en un ensayo escrito desde allí, en Milledgville, a orillas del río Oconee. Desde ese sur de protestantes rurales, ese “lugar donde es creíble creer”, hablaba esta escritora católica, soltera, madrugadora, que iba a misa con su madre todos los días antes de sentarse a escribir, que sabía que iba a morir joven y recibía visitas a la tarde, sentada en el porche, rodeada de pavos reales.
Escribió dos libros de cuentos –Un hombre bueno es difícil de encontrar, Todo lo que asciende tiene que converger– y dos novelas –Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan–. William Goyen la calificó de “escritora fuerte”, con una fórmula, difícil de traducir, que en inglés da cuenta del impacto que produce su lectura. Miss O’Connor is a writer of power, escribió en una crítica de Sangre sabia del The New York Times. Fue una crítica temerosa, adversa, desconfiada, de la que luego se arrepintió. Pero aun en ese momento la potencia de O’Connor le pareció notable: “uno no puede tomarse este libro a la ligera o cerrarlo y seguir como si nada”, escribió Goyen, con razón.
O’Connor no escribía historias de ambientación lenta y gradual, de sutilezas urbanas, a la New Yorker. Tampoco estaba en sintonía con los modelos de gran novela americana de su tiempo, porque no pintaba personajes de ambiciones épicas, ni quería escribir narraciones de corte sociológico porque la literatura no era, para ella, un asunto de “problemas o estadísticas”. Escribía sobre “los detalles concretos de la vida que hacen real el misterio de nuestra posición en la tierra”, con (la palabra es importante) personajes y acciones y no sobre ellos.
Sus historias eran fuertes porque ella veía la vida así y porque estaba convencida de que una escritora católica, en un mundo protestante, tenía que ponerse un poco violenta y hablar a los gritos para que la atendieran. Además, “la literatura trata de lo humano y estamos hechos de polvo, y si desprecian mancharse de polvo, entonces no tendrían que escribir. No es un trabajo lo bastante grande para ustedes”.
O’Connor se hizo escuchar. Sus cuentos y novelas son más que una lectura para el lector: son, como ella quería, una experiencia o, como ella también dijo, lecturas después de las cuales algo ha cambiado en una. Decía que al leer un buen libro el lector siente que la ficción se despliega a su alrededor y eso es lo que pasa, literalmente, al leer sus cuentos y novelas. O’Connor citó unas palabras de Conrad para explicar sus intenciones cuando contaba una historia: “Mediante el poder de la palabra escrita quiero hacerlos oír, sentir y, ante todo, hacerlos ver. Nada más y todo eso. Si lo logro, ahí encontrarán, según sus propios méritos, ánimo, consuelo, miedo, hechizo, todo lo que exigen –y quizá también ese atisbo de verdad que se olvidaron de pedir–”. ¿Qué es, entonces, eso que se ve en lo que escribe? Sus dos novelas son historias de pasiones, religión, redención y violencia –ustedes deciden cuál es cuál–. Son historias en las que, como en la vida, en todas partes, “el bien y el mal están unidos por la columna vertebral”.
También son historias de coches y sombreros. Hay que ver la importancia que tienen los sombreros y los coches en estas dos novelas. ¿Quieren saber cómo es un personaje, quieren seguir su historia en la historia que cuenta la novela? Sigan su sombrero. De ala ancha o corta, ladeado o Panamá, puede ser una gorra de cuero; un día el personaje lo aplasta para darle un toque personal o pasar inadvertido, depende. A veces, personaje y sombrero se suben a un coche. Entonces pasan cosas.
En Sangre sabia, Hazel Motes, que reniega de Cristo, descubre, a su pesar, que el hábito puede hacer desgraciadamente al monje. Por culpa del sombrero que tiene en la cabeza, y pese a sus continuas desmentidas, lo toman por un predicador en todos lados. Pero hay algo peor que el sombrero. “No es sólo el sombrero –le dijo el taxista–, es también algo que se le nota en la cara.” Hazel Motes recorre la ciudad manejando un Essex color rata destartalado que, como dijo la misma O’Connor mucho después, “es su púlpito y su ataúd, así como un medio de fuga”. Hazel Motes no derrota la religión con la indiferencia, simplemente no puede, y permanece bajo su influjo. Estaciona el Essex a la salida de los cines, se sube al techo y grita que Cristo era un mentiroso, que los ciegos no ven, los lisiados no andan y “lo que está muerto, muerto se queda”. Aunque lo haga contra Cristo, él también predica. Después, el Essex se convierte en algo más. Y en algo más todavía.
En Los violentos lo arrebatan, Tarwater, el adolescente indomable e iluminado, también entabla una relación importante con su sombrero. Es de lo poco que se lleva puesto de la granja donde creció y acaba de morir su tío abuelo, el viejo exaltado que le hizo creer que es un profeta y que tiene una misión. Tarwater no puede enterrar al tío abuelo, que se quedó duro en la mesa del desayuno, y entonces se emborracha, incendia la casa con el viejo adentro en una cremación masiva formidable y se va con su sombrero a la ciudad a cumplir con su misión. En las últimas páginas de la historia aparece un coche color crema y lavanda. Es todo lo que puede decirse sin contar el final.
Coches y sombreros son elecciones de una narradora de primera. Para O’Connor, la literatura era el arte de la encarnación. A esa encarnación de las buenas historias atribuía el hecho de que el Cinturón Bíblico fuera una tierra de narradores. Los protestantes, lectores de la Biblia, aprendían de los hebreos la genialidad de contar, por medio de historias concretas, nociones abstractas. “Nuestra respuesta ante la vida será distinta si nos han enseñado sólo la definición de la fe o hemos temblado con Abraham mientras suspendía el cuchillo sobre Isaac”, escribió en un ensayo, y una tiembla con el cuchillo suspendido de sus historias al leerla. Creía que en una historia hablar de las zapatillas que usa el personaje es más importante que decir qué pensaba. Lo suyo no era, sin embargo, acopio indiscriminado de detalles: “en el naturalismo estricto, el detalle está ahí porque es connatural a la vida y no porque sea connatural a la obra”. El buen escritor elige detalles connaturales a la obra. En sus novelas, esos detalles connaturales a la historia son, en gran parte, coches y sombreros.
Pero sus personajes también tienen, como los escritores, una visión. Para O’Connor, un buen escritor tiene siempre una visión y los personajes de Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan también tienen, por propiedad transitiva, la suya. Esa visión no suena como una suave música de fondo mientras giran con el mundo. Está, en cambio, en primer plano, es lo que pone en marcha a estas personas que se dan cuenta de que tienen que hacer algo y lo hacen. En Sangre sabia, Hazel Motes despacha su mensaje de liberación y escepticismo. El joven Enoch Emery roba una momia en pro de su causa en la misma novela, donde la patrona de una pensión emprende, por su parte, una campaña para casarse con Motes. En Los violentos lo arrebatan, Tarwater debe bautizar a un primito retardado y llevará la imagen que guarda de esa visión –el niño en el agua bautismal– hasta sus últimas consecuencias. Esa misión que tienen que cumplir los mete en problemas terribles, los hace pasar por pruebas de alto riesgo, pero al mismo tiempo los mantiene en pie, los salva.
Son personajes que la escritora somete a presiones descomunales. Ponen de manifiesto lo que llamaba la imperfección de la naturaleza humana. A veces son personajes grotescos, porque “el personaje monstruoso representa nuestro exilio existencial”, pero siempre, como ella también decía, tienen algo admirable. Hazel Motes, en Sangre sabia, puede parecer sólo un loco al principio, pero su voluntad misteriosa, su fe –en la Iglesia Sin Cristo y en su Essex– y la decisión de “pagar” lo convierten en un personaje inolvidable, único. En Los violentos lo arrebatan, Rayber, el tío bienintencionado de Tarwater, mira a su hijo retrasado y dice que está hecho a imagen y semejanza de Dios. Los violentos lo arrebatan es una historia de chicos “condenados a creer”, una historia de gente que quiere salvar a los demás sin darse cuenta de que todos los redentores terminan en la cruz. Al mismo tiempo, Flannery
O’Connor no escribía sobre estos seres “fieros” de una manera impasible. Se medía con la misma vara y se sometía a la misma presión. “El escritor tiene que juzgarse a sí mismo con los ojos de un extraño y con la severidad de un extraño: el profeta que hay en él tiene que reconocer al monstruo”, escribió en un ensayo sobre la naturaleza y el fin de la literatura.
Las profecías no están tendidas sólo al futuro de la humanidad, vislumbrado por estos personajes que a veces, como Tarwater, se dan cuenta de que sus obras proféticas “nunca serían extraordinarias”, de que el sacrificio que implican quedará reducido, para siempre, al ámbito secreto de una historia personal. Hay otras profecías en Sangre sabia y Los violentos lo arrebatan. Hay profecías dentro de las mismas novelas, lanzadas como olas que llevan la historia hacia adelante y que se cumplen a medida que avanza la historia porque el escritor, al contarla, la profetiza todo el tiempo. “Más te vale ir con cuidado cuando trates con desconocidos.” “No se trata de Jesús o el Diablo, se trata de Jesús o tú.” “Pensó que ya se encargarían de rebajarle al muchacho la confianza en su propio juicio.” He ahí algunas de las profecías pronunciadas –y cumplidas– en Los violentos lo arrebatan.
“La visión propia del escritor es de orden profético –dijo O’Connor–. La profecía, que depende de la imaginación y no de la moral, no es necesariamente una cuestión de adivinar el futuro. El profeta es un realista de distancias y ése es el realismo que da lugar a las grandes novelas.”
Muchas veces aclaró que su intención no fue retratar el sur pintoresco de Estados Unidos. Si reportaba desde su tierra era porque sabía que cuanto más se mira algo, “más mundo se ve en él y es bueno recordar que el escritor serio siempre escribe del mundo entero, por muy limitado que sea su escenario particular”. Trabajaba en una mesa grande, gastada, con una depresión en el centro, donde iba la máquina de escribir. Desde la ventana veía la granja, que se llamaba Andalusia, los árboles, los caminos, los pavos reales. “Para el escritor, la bomba que se arrojó sobre Hiroshima afecta la vida en el Oconee, quiera o no”, escribió porque era una profeta, una realista de distancias.
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