Domingo, 28 de agosto de 2011 | Hoy
En La sirvienta y el luchador, Horacio Castellanos Moya retoma y clausura la saga de la familia Aragón de El Salvador, a la que ya había dedicado tres novelas, para cerrar una visión desencantada donde la violencia aparece vaciada de toda ideología.
Por Diego Peller
Hay algo inquietante en La sirvienta y el luchador, de Horacio Castellanos Moya, hondureño criado en El Salvador y devenido profesor de la Universidad de Pittsburgh, y es el modo casi programático en que ofrece todos los condimentos necesarios para ser considerada una nueva novela latinoamericana (una de las buenas, por cierto). ¿Querían como escenario la capital de un pequeño y empobrecido país centroamericano asolado por una violencia sin sentido? Ahí lo tienen: San Salvador, capital de El Salvador, a fines de 1980, en los días previos al inicio de la “guerra civil” que diezmó el país hasta 1992. ¿Querían una saga familiar que se entrelazara de maneras inesperadas con la historia de ese mísero país? Ahí están los Aragón, familia acomodada, con contactos en las altas esferas y al mismo tiempo con una larga tradición de militancia en el Partido Comunista salvadoreño, cuya historia el autor ya había abordado en novelas anteriores Donde no estén ustedes, Desmoronamiento, Tirana memoria), y a la que ahora regresa para darle una culminación trágica.
Es cierto que ya el patriarca de la familia, Don Pericles, y su hijo Don Betío, habían sido perseguidos y obligados a expatriarse por razones políticas, pero –en tanto miembros de la elite ilustrada– siempre habían sido tratados con respeto incluso por sus más encarnizados enemigos. Es que ¡claro!, “antes había códigos”, mientras que ahora, en el escenario de degradación de los valores tradicionales de fines del siglo XX en que se sitúa esta novela, el heredero de esa tradición, el joven Albertico, descubrirá que todo ha cambiado, lo pagará caro y en su cuerpo.
Alguien podría objetar que la violencia como destino y la historia trágica de las familias patricias como metáfora de la historia nacional son rasgos que definen hace tiempo a la novela latinoamericana. ¿Qué habría entonces de “nuevo” en esta nueva novela? En principio, dos rasgos importantes: el primero es que la violencia aparezca vaciada de toda ideología. Se trata de una violencia desquiciada, que no parece orientada por ningún ideal. Es la violencia de los carteles de la droga, de los sicarios, de los milicianos desmovilizados (paramilitares, revolucionarios, lo mismo da) que ahora, desocupados, se transforman en mercenarios. El segundo rasgo novedoso es que esa sociedad en crisis sea narrada desde una perspectiva menor, desde la mirada de un subalterno. En la literatura argentina de las últimas décadas, se han realizado experiencias similares: Luis Gusman, en Villa, y Martín Kohan, en Dos veces junio, supieron hallar en la perspectiva de un asistente (personaje kafkiano por antonomasia) una posición novedosa para el relato.
En La sirvienta y el luchador, los subalternos son los dos personajes que dan título al libro. El Vikingo, ex luchador profesional de catch, integrante de un grupo de tareas de la policía salvadoreña, realiza con otros compañeros el operativo de secuestro de unos jóvenes sospechosos. El destino de los presuntos militantes será previsiblemente la tortura y la muerte, en los sótanos del Palacio Negro, siniestro cuartel de policía. Mientras lleva adelante su trabajo, el Vikingo se debate en silencio con una úlcera que le corroe las entrañas y que él trata de ocultar para que sus compañeros y superiores no descubran lo obvio, que está viejo y enfermo, y ya no resulta confiable para los encargos que constituyen su rutina. Al día siguiente, María Elena, empleada doméstica, se dirige bien temprano a casa de Albertico Aragón, nieto de sus antiguos patrones, recién llegado del exterior junto a Brita, su flamante esposa. Al llegar descubre, consternada, que no hay nadie para recibirla. Poco a poco, María Elena reconstruye lo ocurrido y sospecha lo peor. Los hilos de la tragedia la conducen hacia el Vikingo, quien la había cortejado años antes. Cuando ella decide ir a buscarlo y pedirle ayuda para encontrar a la joven pareja desaparecida no lo sabe, pero está sacando boleto en un viaje vertiginoso al corazón de las tinieblas.
María Elena es buena como el pan; el Vikingo malo como la peste; Albertico Aragón es rico, culto, y se ha casado con una bella y rubia danesa (su único error parece haber sido regresar). Pese a las diferencias, todos terminan hermanados por la desgracia. Una visión pesimista y reconciliadora a la vez, que lleva a pensar que si un escritor tiene la desgracia de nacer en las zonas más calientes de Latinoamérica, lo mejor que puede hacer es evocar sus recuerdos latinos lejos de la tierra peligrosa, tratando de equilibrar lo nuevo y lo clásico de la propuesta.
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