Domingo, 18 de septiembre de 2011 | Hoy
Aquejado de una enfermedad que le ha dejado los huesos frágiles y el cuerpo de niño, Franco Rinaldi cuenta y reinventa su vida en un libro fluido y atractivo.
Por Damián Huergo
Lo anormal, según Foucault, no es sinónimo de malo, sino que –simplemente– hace referencia a algo que está fuera de la norma. Esto es lo que le quiere explicar (¿el personaje?) Franco Rinaldi a Mirtha Legrand, para que La Señora no tensione la cara cada vez que ese joven –de un metro cero nueve de altura, con lengua lúcida y huesos frágiles como “fideos secos”– se asuma como tal durante uno de sus almuerzos televisados. La anormalidad de Rinaldi, la diferencia, lo que le impide encajar en esa norma producida por múltiples relaciones de poder, tiene nombre, osteogénesis imperfecta según la literatura médica, y consiste de un trastorno genético que se caracteriza por la fragilidad de los huesos. Franco Rinaldi (1980), escritor, politólogo y periodista, la tiene desde antes de respirar por sí mismo, cuando pateaba y se rompía en el vientre materno. El niño del año es su primer libro editado y, con sinceridad y un humor para nada complaciente ni inútilmente corrosivo, logra armar una autobiografía que importa, sobre todo, por lo que cuenta de los otros.
El niño del año está dividido en tres partes, en tres puntos de inflexión, en tres entradas a la construcción de un yo –literario y real–. La vida que se narra es la suya, la de Franco Rinaldi. Desde las primeras páginas el lector acepta el pacto tácito que le ofrece el autor: no interesa si es verdad o ficticio lo que acontece; en todo caso debe ser tomado como cierto porque es lo que el autor eligió decir.
El primer apartado del libro gira en torno del recuerdo de la obtención del Premio Persona en 1992, en el rubro “Niño del Año”, en su Salta natal. Los méritos por los cuales se lo premió los hizo en el programa radial Hola Salta, donde con sólo doce años denunciaba “lo que veía en la calle”, los muchos puntos flojos de la intendencia local. De este modo, como los escritores que presentan fotos de la infancia con bibliotecas de fondo, Rinaldi marca el inicio de su profesión, periodista, en aquellas primeras horas de emisión donde repetía “palabras de adulto”. A la vez, en esa escena originaria y narrativamente acertada, se insinúa uno de los futuros karmas a los que lo someterá la enfermedad: el confinamiento, a los ojos del otro, del ser adulto en el cuerpo de un chico, que se representa semánticamente en cada Franquito que escucha al ser nombrado pese a que “casi nadie me quiere discriminar”.
En el libro siempre hay un otro, un tercero, un satélite del personaje principal que se refleja y se descubre en el vínculo que genera con Rinaldi. Puede ser un hermano celoso por la excesiva atención que recibe, un médico habituado a lidiar con sus fracturas por insistir en jugar al fútbol, una amiga que se borra, otras que se van felices de su departamento, un conductor de televisión que le pregunta si alguna vez pensó en matarse. Rinaldi, con su sola presencia, tensa al extremo uno de los problemas de todas las relaciones humanas: convivir con lo diferente. En silencio y con palabras empuja a los otros a pensar sobre sus torpezas, a ser jueces de sus propias subjetividades, a reconocer –en el mejor de los casos– el material del que estamos hechos.
Sobre el final, en la tercera parte del libro, Rinaldi viaja a EE.UU. por el placer de viajar y –de paso– a visitar familiares. Lo hace solo, tal como deben disfrutarse algunos gustos personales. En este caso Rinaldi enlaza dos: ver las piernas de las azafatas y volar.
Rodeado de sol, buena compañía y otras yerbas, la prosa ágil y sutilmente rabiosa de los anteriores capítulos se vuelve excitante, emotiva, ligeramente feliz. El niño del año, con sus debilidades y miedos, queda atrás; es exorcizado por el adulto, por la literatura que lo iguala al resto, por la sensación de haber estado pasando el tiempo con alguien que entiende que esto, la vida, vale el esfuerzo de todos los días.
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