Domingo, 18 de septiembre de 2011 | Hoy
Contar la vida de Leonora Carrington parecía un desafío desmesurado que sólo una escritora con talla de gran cronista como Elena Poniatowska podía llevar a cabo. Y así fue, aunque también hay que señalar los riesgos y recaídas de esta aventura biográfico-ficcional. Dos mujeres, una narrada y otra narradora, avanzan en espejo en Leonora, que obtuvo el Premio Seix Barral y que quedará sin dudas como una obra de referencia sobre las vanguardias históricas y sobre la situación de las mujeres en el arte y el amor del siglo XX.
Por Luciana De Mello
Sentada en la cocina de su casa en el DF, Leonora Carrington está contestando las preguntas a una de las pocas entrevistas que concede a sus ochenta años. El pelo blanco y recogido, el acento inglés con el que pronuncia “chingada” y “Quetzalcoatl”, su largura desparramada en una silla. Está evocando a su nanny irlandesa, la educación entre las monjas que se cansaron de expulsarla por hablar de alquimia y escribir de atrás para adelante con ambas manos. La periodista le pregunta si fue con las monjas que aprendió a dibujar. “Todos los niños dibujan, nada más que yo no me paré de dibujar.” Leonora se sonríe, la respuesta le parece obvia, aunque sin saberlo acaba de retratarse en palabras.
Su mundo nunca se alejó de la infancia, los sueños, los sidhes –esos pequeños seres que según la mitología celta viven bajo la tierra, cerca de los bosques– le siguen hablando cuando se queda sola. Los animales salvajes no le temen, comparten el mismo lenguaje. Pero los adultos, excepto su nanny que le contó desde muy chica todo lo que sabía sobre el mundo mágico, le tuvieron miedo. Su padre la desheredó, los surrealistas intentaron volverla otra musa inspiradora; en España su padre la mandó internar en un neuropsiquiátrico. No, nunca paró de dibujar ni de escribir todo lo que se le aparecía desde las tierras de Hazelwood.
Elena Poniatowska escribió su vida en forma de novela, la tituló Leonora y con ella ganó el premio Biblioteca Breve de Seix Barral gracias a haberla entrevistado a lo largo de más de treinta años. La Carrington murió tres meses después de publicada la novela que nunca leyó, así como no leyó nunca nada de lo que se escribió sobre ella.
A pesar de que Elena llegó a México a los ocho años, compartía con Leonora no sólo la marca de un pasado de exilio sino también la huella de la infancia imperial. Su padre era el príncipe heredero de Polonia y su madre pertenecía a una familia porfiriana que había huido a Francia luego de la revolución mexicana. Elena nació en París y la Segunda Guerra Mundial hizo que la familia migrara a México, donde tan pronto como pudo aprendió la lengua y comenzó a rebelarse contra lo que el mandato de esa estirpe monárquica reivindicaba para una adolescente aristocrática. Así fue como aprovechando los contactos que el apellido le proveía, comenzó a entrevistar a gente importante dentro del círculo intelectual, político y artístico de su país adoptivo, despuntando desde muy joven el oficio del periodismo. Al igual que Leonora, Elena fue criada por una institutriz y apenas si conoció de cerca a sus padres. La soledad de la niñez desarrolló en ella una capacidad para observar el mundo con la agudeza de quienes saben que deberán aprender solos. En esa misma soledad, en los corredores oscuros de la mansión de Crookhey Hall, Leonora afiló su oído y abismó la mirada.
Al escribir Leonora, Elena escribió un poco su propia vida, lo que compartió con la inglesa: la realeza, la soledad y el autoexilio del trono. Y lo que no. Lo que no se atrevió a ser, a hacer, esa falta de respeto total a los mandatos vinieran de donde vineran, esa manera de vivir de quien es tan violentamente libre que termina por caerse del mundo. Y así Elena sigue hablando de Leonora: “¿Fue feliz Leonora? Quién sabe. ¿Somos felices nosotros? Ustedes dirán. Alguna vez, Leonora declaró que no tenía nombre para la felicidad pero sí lo tuvo para la rebeldía y se levantó contra la Iglesia, el Estado, la familia. Su imaginación fue más allá de las leyes, de los cartabones, del qué dirán. Su único rito fue tomar el pincel o tomar la pluma o guisar”.
Hay en el recorrido literario de Elena Poniatowska un rescate de las historias de mujeres aguerridas, figuras reconocidas como la misma Leonora o la fotógrafa italiana Tina Modotti, como también de mujeres anónimas. El caso de la lavandera Josefina Bórquez, quien luchó en la revolución mexicana junto a Pancho Villa y con quien Elena conversó y entrevistó en varias ocasiones para luego escribir la novela testimonial Hasta no verte Jesus mío que junto con La noche de Tlatelolco le dieron a Poniatowska el reconocimiento internacional.
En Leonora, el recorrido de la historia es lineal y comienza con la infancia alrededor de los caballos que le estaban prohibidos montar y que sin embargo Leonora aprendió a cabalgar gracias a las escapadas junto al hijo del cuidador del establo. Luego se pasa rápidamente a los sucesivos internados de monjas hasta que su madre la lleva de viaje por Europa para domarla antes de presentarla en la corte ante los reyes de Inglaterra. Pero todo es en vano, el encuentro con las pinturas del Bosco, Brueghel, Simone Martini no hacen más que reafirmar su llamado al arte. Una vez en París, Leonora conoce a los surrealistas junto a Max Ernst, con quien vive un amor-pasión que termina en la locura.
La tortura, el aislamiento y la despersonalización que sufrió en ese tiempo fueron escritos por la propia Carrington en Memorias de abajo, y es Breton, compañero de exilio en México, quien primero trata de persuadirla a escribir esas memorias. Pero Leonora se resiste, él le habla desde la mirada clínica interesada en la histeria femenina: “Breton no se ofrece para amanecer desnudo embarrado en sus heces. El lo que quiere es que la mujer regrese del abismo para analizarla y completar su visión del inconsciente”.
En la novela, la lista de nombres y renombres que pasan por la vida o el ambiente de Leonora es interminable, casi agobiante. Hay personajes que aparecen sólo para pronunciar una frase. Lo que pasa un poco con Leonora es que el personaje se come la novela. Es tan grande, tan inabarcable en su hondura psíquica, artística, e histórica que la empresa de contarla se vuelve por momentos inasible. Entonces se relata anécdota tras anécdota, nombres y momentos tan privados como históricos y se deja de lado eso que en otras novelas Poniatowska ha hecho tan bien: el rescate de voces, de los tonos, de lo sutil. Sin embargo la novela, al pegarse a la biografía, logra conservar el encanto que la vida de Leonora Carrington le puede dar. “En mi opinión, no es bueno admirar por completo a alguien, incluido al propio Dios, porque al hacerlo se excluye una de las facetas más importantes del ser humano: su lado oscuro, que no debe despreciarse” dijo una vez Leonora, y este es el punto donde Elena quizás olvidó hacer pie. Ella misma aseguró que esta novela era un homenaje: “Pretendí rendirle con Leonora un tributo amoroso. Leonora nunca sacrificó su ser verdadero a lo que la sociedad convencional esperaba de ella, nunca aceptó el molde en el que nos cuelan a todos, nunca dejó de ser ella, escogió vivir en un estado creativo que hoy nos exalta y nos llena de admiración. Leonora Carrington nunca cedió, jamás le importaron las apariencias, nunca guardó la fachada”.
Esta buena intención es la que en la novela se lee como falta de distancia, una exaltación en lugares donde la propia Carrington no se hubiese perdonado. Sin embargo, Leonora permanecerá más allá de su valor literario. Será una novela de referencia, un relato de reflexión, no sólo sobre las vanguardias históricas sino sobre la situación de la mujer dentro del campo del arte, la guerra, el amor.
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