Después de una trilogía que le valió el reconocimiento de la crítica, el español Menéndez Salmón aborda en su nueva novela una vieja pregunta del hombre: ¿qué es el arte? Y para hacerlo se remonta a una Europa de pintores religiosos y azotada por la peste bubónica, para abordar luego la figura del pintor Mark Rothko.
› Por Fernando Bogado
La luz es más antigua que el amor
Ricardo Menéndez Salmón
Seix Barral
176 páginas
Filósofos, artistas, críticos, meros comentaristas de su tiempo: todos, de una u otra forma, piensan y debaten en torno del problema de esa cosa tan rara, inútil y sin embargo tan medular a la existencia misma del hombre que conocemos como “arte”. Desde la idea de belleza clásica de la antigüedad que aún observa repercusiones en el Renacimiento o en nuestros mismos días (aunque, claro está, con otra idea acerca de “lo bello”) hasta el arte del siglo XX, del cual aún todavía formamos parte, más cercano al problema de la realidad, de transferir al lienzo, a la página o a la partitura lo que “realmente” está pasando, la forma de pensar el arte y las categorías que se utilizan para abordarlo cambian en cada época en un intento radical para tratar de controlar aquello que nace de quién sabe dónde, quién sabe por qué, para atormentar, o mejor, para acompañar al atormentado hombre en su existencia. Esa es la pregunta radical que flota de un capítulo a otro, de un párrafo al siguiente en la última novela del gijonés Ricardo Menéndez Salmón, novela que carga el provocativo título de La luz es más antigua que el amor.
La historia comienza en 1350 con Adriano de Robertis, pintor que recibe la visita del futuro papa Gregorio XI. De Robertis acaba de terminar la que considera su obra fundamental, verdadera apuesta artística que supera a cualquier trabajo encargado por la jerarquía eclesiástica y que muestra la purulencia, el horror de una Europa azotada por la peste bubónica que se ha llevado la vida de su hijo: el nombre del cuadro blasfemo que nunca pasará las barreras del taller del pintor lo dice casi todo en el nombre: La virgen barbuda. Hay algo en esa molesta barba, en ese toque de incorrección, que manifiesta el horrible paisaje de Europa en ese tiempo.
De esta blasfemia pasamos a otras, a otros nombres, otros “paisajes”: dos pintores, Mark Rothko y Vsévold Semiasin, ambos hijos del siglo XX, de sus eventos, de sus profundas pesadillas. Rothko, el único de esta lista de pintores que no es producto de la imaginación, se obsesiona con la América que el tren le devuelve apenas venido de Europa en su juventud: la línea del horizonte, la profundidad del color que se convierte en su estilo de pintura. Semiasin no olvida otra imagen, la de la URSS, en el momento en que, a sus 22 años, viaja por primera vez en avión para asistir a una audiencia con el mismísimo Stalin. Lo que ve desde la ventanilla es la Rusia repleta de cicatrices por el reciente encuentro bélico con Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, la inmensidad de un territorio inabarcable, el alma rusa hecha espacio y tormenta.
La novela (casi “de tesis”) de Ricardo Menéndez Salmón, nacido en 1971, quien ha logrado un notable nombre dentro de las letras españolas luego de su “Trilogía del mal”, compuesta por los libros La ofensa (2007), Derrumbe (2008) y El corrector (2009), logra en esta nueva novela plantear un problema: el lugar del arte, la obligada meditación en torno a la muerte, la decrepitud humana, la belleza como problema estético pero también como momento del cuerpo, a partir de revisar con una prosa exacta e hipnotizante la historia de tres pintores que anuncian o forman parte de esa obsesión por la realidad, por intentar comprenderla, retratarla, organizarla. La organización misma de la novela sigue un poco el juego de espejos que el arte ha pretendido ser, siempre y cuando se entienda cuál es el tipo de “realidad” reflejada: luego de cada mínimo intento biográfico aparece un extracto de la vida de Bocanegra, escritor que recuerda al propio Menéndez Salmón, quien no hace otra cosa que buscar en esos pintores no sólo un momento de calma frente al horror, desde la belleza que legaron al mundo, sino también un obligado momento del problema de toda su vida: el problema del lenguaje. Ya sea desde la pintura, desde la literatura o desde cualquier otra práctica artística, lo que queda a lo largo de la historia armada con retrocesos, anécdotas, vueltas sobre lo narrado es la sensación de la singularidad del arte como verdadera muralla de lo humano frente a la incomprensión y voluptuosidad de ese mundo que encanta y obsesiona en partes iguales. La luz es más antigua que el amor: desde un título que en sí mismo es una peligrosa afirmación (acerca de la pobreza de la humano y la insistencia de lo físico, tal vez) arroja por momento conclusiones desesperantes, otra vez, preguntas: ¿no es el artista alguien que se ha animado a tomar las armas a su disposición para enfrentarse cara a cara a esa naturaleza hechizante o a los poderes sofocantes de cada época? ¿No es el arte la herida por donde sangra el mundo?
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