Marina Tsvietáieva es considerada una de las grandes poetas rusas, dueña de una sensibilidad exquisita que además volcó su experiencia autobiográfica en la escritura. Su figura fue agigantada por un cúmulo de pasiones amorosas y tragedias políticas. Había nacido en Moscú en 1892 y se suicidó el 31 de agosto de 1941 en un lejano pueblo tártaro adonde había sido deportada. Entre el 15 y el 18 de noviembre se llevará a cabo en la Biblioteca Nacional la Semana Tsvietáieva, que contará con la presencia de varios especialistas y traductores de su obra al castellano.
› Por Susana Cella
A fin de agosto de 1941, en la localidad de Yelábuga (Tartaritstán) adonde había sido evacuada, se suicidó Marina Ivánovna Tsvietáieva. Pocos meses antes los nazis ponían en marcha la Operación Barbarossa: la Biltzkrieg rompió del día a la noche el ruinoso pacto Molotov-Ribbentrop (precaria alianza concebida por los rusos como una impasse para fortificarse contra los que sabían sus enemigos insoslayables) e invadió el territorio soviético, que hubo de implementar una política inicialmente defensiva hasta concretar un avance sólido que les permitió arribar al centro mismo de Berlín luego de más de dos años de heroicas resistencias y sobrehumanos avances. Entretanto, Tsvietáieva dejaba tras de sí una historia de intrincados amores, viajes, exilios, padeceres y lecturas, concentrados en una obra en la que prevalece la subjetividad expresada sutilmente en un singular estilo imposible de asimilar a una corriente literaria.
Había nacido en Moscú el 8 de octubre de 1892 (26 de septiembre según el calendario juliano, usado entonces). Provenía de una familia acomodada de intelectuales –Iván Vladimirovich Tsvetaev, profesor de Bellas Artes en Moscú, fundador del actual Museo Pushkin, y Maria Alexandrovna Meyn, segunda esposa de Iván, pianista de ascendencia alemana y polaca, quien deseaba para su hija un destino musical, que esta rechazó–. “Con una madre como ella, sólo tenía una elección, convertirme en poeta” sostuvo y efectivamente comenzaba a partir de la década de 1910 la publicación de sus obras, entre ellas Album vespertino, La linterna mágica, Verstas, Versos a Blok.
La Revolución de 1917 significó para ella un hecho trágico y negativo, inclusive dedicó versos al ejército blanco, que luchaba contra los bolcheviques, y se sumó al contingente de los diversos exiliados que buscaban en Occidente un refugio ante esos vertiginosos días que conmovieron al mundo. Entre el inicio de la Revolución y la fecha de su exilio, en 1922, escribió un ciclo titulado El campamento de los cisnes, cuyo tema es la Guerra Civil (1918-1920), que culmina con la victoria de los rojos sobre sus elogiados “cisnes” blancos.
Ya antes de emigrar de su país había tenido oportunidad de conocer Occidente en el curso de travesías anteriores, donde aprendió italiano, francés, inglés y alemán. Praga, París, sucesivamente, fueron lugares donde vivir luego de la experiencia del hambre –uno de los graves problemas que debió enfrentar la incipiente Revolución–, que para ella significó perder a una de sus hijas, Irina, a la que había colocado, para salvarla, en un asilo gubernamental. El marido de Tsvietáieva, Serguéi Efrom, comprometido inicialmente con los blancos, había emigrado, lo mismo que la otra hija, Ariadna. Ambos viraron de sus posiciones iniciales para inclinarse luego a los bolcheviques. Entretanto, Marina no sólo continuaba su obra literaria sino que simultáneamente, y aun sin separarse de lo que llegó a considerar un matrimonio apresurado, protagonizaba fervientes romances. Así su relación con la poeta Sofía Parnok, o con Konstantin Rodzevich, testimoniados en los poemas.
Serguéi y Ariadna, comprometidos con la política, volverían a la Unión Soviética. Marina se les unió –junto con el hijo menor– en 1939, precisamente el año en que se iniciaba la Segunda Guerra, en pleno dominio de Stalin, quien se había impuesto por sobre toda la dirección revolucionaria inicial (a la que asesinó o desterró). Cuestiones ligadas a sospechas de espionaje llevaron a que el marido de Tsvietáieva y la hija fueran acusados de traición. Estos hechos, sumados a las dificultades de trabajo y en medio de una guerra, derivaron en una desesperación que culminó en suicidio.
Quedó el legado previsto en su poema “A mis versos”, los cuales serían “como los nobles vinos” degustados en su momento de sazón, y podría decirse que ese momento no era sólo el de una futuridad sino también el de reconocimientos que tuvo desde el inicio su carrera literaria, aun cuando con frecuencia le resultaba dificultosa la vinculación con ciertos ámbitos, como los de los emigrados en Occidente. Admiradora de los simbolistas rusos (Aleksandr Blok, Andrei Bieli), de poetas como Anna Ajmátova, de una tradición que había tenido su Edad de Oro (cimentada en Alexander Pushkin) y su Edad de Plata con los poetas que transitaron el cambio de siglo cuando, al despuntar el XX, surgían las propuestas de los vanguardistas, también quiso reconocer al más famoso de éstos, Vladimir Maiakovski, quien recibió una carta de encomio. Mucho mayor fue la amorosa afinidad con Ossip Maldenshtam. La intensidad de los afectos parecen dominados por la tensión entre el par inmediatez (deseo de cercanía) y lejanía; entre la necesidad de proximidad y el aislamiento, como sucedería con Boris Pasternak.
Sus poemarios, teatro y escritos en prosa (El cazador de ratas, El poeta y su tiempo, El diablo, Un espíritu prisionero, Carta a la Amazona, Mi Pushkin, entre otros) se difundieron en Occidente en traducciones que comenzaron desde que ella estaba viviendo fuera de Rusia y fueron, sucesivamente, incrementándose, en cantidad y lenguas. En lo que respecta al castellano, la figura fundamental en cuanto a esta difusión fue la especialista española en literatura rusa Selma Ancira, la cual, hasta el presente, continúa una tarea iniciada con la traducción de esas cartas que mucho hablan de la personalidad y preocupaciones literarias de Tsvietáieva, así como ofrecen valiosas opiniones acerca de la poesía, en la especie de conversación a tres voces que despliega con Boris Pasternak y Rainier Maria Rilke en Cartas del verano de 1926. De ahí que Ancira participe en el homenaje a realizarse en Buenos Aires, a los setenta años de su muerte, en la Biblioteca Nacional.
La presencia de algunos de sus traductores –también Irina Bogdachevsky, residente en Argentina desde hace varias décadas, y Fulvio Franchi– es imprescindible para dar cuenta de una escritura sustentada en un trabajo muy arduo con ritmos, guiones, fragmentaciones y formas poéticas. De esto da cuenta Ancira en su prólogo a Indicios terrestres: “su extraordinaria capacidad de síntesis, la concisión de sus frases, su natural manejo de la ironía, el acento característico de su prosa (siempre poética) y su deslumbrante subjetividad”, un estilo ya admirado tempranamente por poetas como Valery Briúsov, Nikolái Gumiliov o Boris Pasternak.
A propósito del poema que escribiera Tsvietáieva. Novogódneie (Carta de Año Nuevo) en 1927 –evocando a Rilke–, otro poeta ruso, Joseph Brodsky, parece remarcar el sesgo autobiográfico que permea toda la obra de la autora: “Cualquier poema ‘a la muerte de’ sirve, generalmente, no sólo como medio por el cual el autor expresa sus sentimientos ante una pérdida, sino también como pretexto para especulaciones más o menos generales sobre la muerte misma... Acaso el único inconveniente de estos sentimientos absolutamente naturales y, por lo demás, respetables, estriba en que nos ofrecen más datos acerca del autor y de su actitud respecto de su posible muerte, que acerca de lo realmente sucedido con la otra persona... Novogódneie es ante todo una confesión. Con respecto a esto uno se siente inclinado a decir que Tsvietáieva es una poeta extremadamente ingenua, posiblemente la más ingenua de la historia de la poesía rusa. No guarda nada en secreto, y más que nada su credo estético y filosófico, que disemina en su verso y en su prosa con la misma frecuencia que el pronombre de la primera persona en singular”.
Para ver la lista completa de las mesas y los participantes: www.bn.gov.ar
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