Una búsqueda intensa y persistente de la propia identidad conduce a una niña hacia el aprendizaje del verdadero sentido de la experiencia y el rol de la memoria. Una notable novela de la brasileña Adriana Lisboa, escritora que actualmente reside en los Estados Unidos.
› Por Alicia Plante
Respecto de ciertas cuestiones, en mayor o menor grado todos somos buscadores. De la identidad, por ejemplo. Y una pauta indefectible en ese camino, que para muchas personas (¿la mayoría?) viene felizmente resuelta desde el principio, es la filiación. Para esa mayoría que no vivió a la sombra de un eje tal, es difícil imaginar a qué extremos está dispuesta a llegar la persona que se pregunta por su origen en el mundo, que no sabe quién es o quiénes fueron su madre o su padre, los paréntesis y el relleno de su historia, si su llegada fue algo que se buscó, si la desearon o si fue concebida por accidente, si trajo alegría o vergüenza o desesperación a la madre, orgullo o rabia al padre. Si fue amada. Y en la cabeza de esas personas hay preguntas que no desaparecen nunca: ¿es la imagen que le devuelven los espejos su cara, es su cara semejante a otra cara que no conoce, que no recuerda? ¿Es el color de sus ojos, de su piel, un desprendimiento de otros ojos, de otra piel que no registra su memoria?
Esa búsqueda de las claves en la forma de las manos, de las uñas, en lo que descubre su sonrisa, en la longitud del cuerpo, en la forma de moverlo... de dónde le vienen esos impulsos tan indudables de la personalidad, esos ardores, esas indiferencias. Quizá su padre... o su madre, quizá la tristeza empezó en ellos, o el humor sutil, o la risa dispuesta. Esta conmovedora historia de Adriana Lisboa, una escritora brasileña que actualmente reside en los Estados Unidos y que ha visto sus novelas traducidas y publicadas en seis países, nos llega prenunciada por un premio importante, el José Saramago. La trama, cargada de juegos y giros poéticos, nos pone en contacto con Vanya, una niña de trece años, cuando Suzana, la madre, una mujer vehemente, producto indudable de su época, muere y la deja casi sola. Sola pero con la arena de Copacabana y el olor del mar aún presentes en la piel, con la voz de Suzana todavía cantando a coro con Janis Joplin mientras el viento de la ventanilla la despeina locamente, con la levedad del eterno verano que parece seguir a su disposición, los recuerdos girando alrededor de su cabeza como un halo persistente.
Pero no, ya nada será lo mismo. Las últimas confidencias maternas orientan el largo viaje que Vanya hará a los Estados Unidos en busca del otro polo de sentido: el padre, un norteamericano del que no sabe nada y que allá quedó once años antes, en alguna parte. Y ese par de ojos jóvenes y muy abiertos, esa mente despierta, lo incorpora todo: Denver, Colorado, donde vive y trabaja el hombre que la recibirá, Fernando, el que estuvo casado con Suzana durante seis años y que le dio su nombre a la recién nacida cuando ya no vivía con la madre y él todavía la deseaba, el que no la concibió pero siempre estuvo. Fernando, el guerrillero comunista formado en Pekín por los maoístas a comienzos de los años ‘70, metido desde el primer día en la lucha por la libertad que empezó en la selva amazónica, en la región del río Araguaia, un medio inhóspito y cruel que la guerrilla armada volvió famosa, donde fueron acosados por los insectos y las alimañas, y donde los persiguieron y atacaron los militares de la dictadura, mientras la falta de medicamentos y de alimentación adecuada los menguaba, acorralados en sucesivos operativos y finalmente destrozados en bombardeos al estilo de Vietnam, que Fernando no aguantó quedarse para ver hasta el final.
Nueve años la acompaña el relato en su estilo transparente y emotivo, mientras el vaivén temporal con que la autora nos envuelve va cerrando eficazmente la trama círculo a círculo. Durante ese tiempo, Vanya se ha convertido en una mujer que descubre que lo averiguado, la abuela, las amigas de la madre y hasta el padre finalmente localizado, en realidad no tienen importancia. Porque lo que importa estuvo siempre ahí. “¿Tú qué eres mío?”, pregunta a Fernando la niña a poco de llegar. “Lo que tú quieras”, es la respuesta que años más tarde pondrá el sello final a una búsqueda necesaria, pero equivocada.
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