Domingo, 20 de noviembre de 2011 | Hoy
La recordada escritora española Carmen Martín Gaite supo reescribir el cuento de Caperucita, en la gran ciudad donde las mujeres se enfrentan a hombres voraces de dinero y donde se reivindica la vejez de la abuelita como un tesoro de experiencia.
Por Sebastian Basualdo
“Las gentes que tienen miedo a lo maravilloso deben verse continuamente en callejones sin salida. Nada podrá descubrir quien pretenda negar lo inexplicable. La realidad es un pozo de enigmas. Y si no, pregúnteselo a los sabios”, dice uno de los personajes de Caperucita en Manhattan, esta fascinante novela de la prestigiosa y siempre recordada escritora española Carmen Martín Gaite (1925-2000), que desde su aparición en 1990 no ha dejado de publicarse y dar vueltas alrededor del mundo, enriqueciendo mediante una técnica nueva, el arte detenido y rudimentario de la lectura, diría Borges en su Pierre Menard. Porque más que una versión moderna y libre del clásico relato medieval que recogiera por primera vez Charles Perrault, Caperucita en Manhattan dialoga inteligentemente con la historia mundialmente conocida a través de los hermanos Grimm; sólo que ahora no hay moraleja destinada a prevenir a las jovencitas de los peligros que conlleva el encuentro con desconocidos o la desobediencia, ni mucho menos se impone la presencia de un leñador como única figura masculina que viene a poner orden frente a tanto caos desatado por tres generaciones de mujeres que oscilan entre la ingenuidad y la inconsciencia.
La Caperucita que imaginó Carmen Martín Gaite está ávida de experiencia y literatura, no parte del miedo ni de los prejuicios ni mucho menos está aturdida por los discursos dominantes de una sociedad de consumo: se trata de una Caperucita moderna en el más cabal y nada metafórico sentido de la palabra; se llama Sara, vive en Brooklyn y ha decidido viajar a Manhattan para visitar a su abuela, una mujer entrañable y de carácter complejo, madre desaprensiva y suegra imposible, que supo ser muy admirada en su época de cantante de music-hall. A partir de entonces se hacen presentes todos los componentes de un viaje iniciático, el camino de Caperucita no estará minado de peligros y tentaciones, sino de todo aquello que permite la contingencia: la curiosidad como único medio posible para el conocimiento.
Y ahora son las mujeres las que tienen acceso a un grado de sabiduría que parece estar vedado al hombre; hombres que, situados en el ombligo mismo del capitalismo, no pueden estar sino cegados por una sola cosa: el dinero. “Para mí la única fortuna, ya le digo, es la de saber vivir, la de ser libre. Y el dinero no libera. Mire usted a su alrededor, lea los periódicos. Piense en todos los crímenes y guerras y mentiras que acarrea el dinero. Libertad y dinero son conceptos opuestos. Como lo son también libertad y miedo”, dicho esto en pleno Manhattan, permite hacerse una idea de la mirada que tiene el lobo en esta versión de Caperucita donde, por otra parte, la vejez tampoco está representada de manera negativa (recordemos la representación ideológica que se hace de la vejez con una abuelita vilmente engañada) sino todo lo contrario: se alcanza la sabiduría a través de los recuerdos acumulados. A esto se le llama experiencia. Quizá por eso Caperucita tendrá que cruzarse, poco antes de llegar a la casa de su abuela, con miss Lunatic, una especie de hada que duerme debajo de la Estatua de la Libertad y que confesaba tener ciento setenta y cinco años.
“De no ser verdad, habría que admirarla cuando menos por su conocimiento de la historia universal a partir de la muerte de Napoleón, y por la familiaridad con la que hablaba de artistas y políticos del siglo XIX.” Acompañada con trece ilustraciones de la autora, Caperucita en Manhattan es un libro divertido y de múltiple abordaje que rompe con esas convenciones que buscan colocar la etiqueta –literatura juvenil, por ejemplo– donde simplemente hay literatura.
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