Domingo, 20 de noviembre de 2011 | Hoy
María Mascheroni entrega una poesía donde el paisaje, la naturaleza y en especial los animales se alejan de la mirada romántica para hundir al lenguaje en la fatalidad de lo inevitable.
Por Laura Klein
En Tiempo Cero hay un cuento de Calvino donde los pájaros son un error en la evolución, una irrupción a destiempo, un lapsus en medio de la causalidad. El cansancio de los hijos bordea e investiga con perplejidad ese misterio de la vida que, al final del libro, encuentra su origen en un olvido, una distracción: “Los depredadores se olvidaron en la cima/ un error de mecanismo suspende en picada el descenso... Así fuimos despreciados/ elegidos para no morir durante dos inviernos”. Azorada, la voz confirma que seguimos vivos y que nada justifica ese error. Del cansancio al desconcierto.
Hay una empecinada vigilancia sobre el detalle de la vida. La vida que se apaga. La vida que no se quiere apagar. La vida indiferente a la mirada que vela. Un árbol no construye sus ramas y hojas, ni un pájaro, sus plumas y pico. Empero, María Mascheroni inquiere en esas lejanas formas de la vida para descubrir el mecanismo de la nuestra.
El cansancio de los hijos no es un encuentro romántico con el animal. No es un encuentro. No son los pájaros, sino lo pájaro –el viaje, el cruce, el pasaje–: lo único que aparece de estos pájaros es morir. No son objeto de interés y afecto. Excepto por la observación de la agonía. Pájaros como cuerpo propio, en la agonía de una vida que no se puede enterrar.
“Y las flores muestran su obligada manera de nacer.” Ciclos o naturaleza, cada cual obligado a hacer lo único que sabe hacer, que puede hacer: envejecer, unos; florecer, otras.
María Mascheroni nos empuja a los lectores, hijos, a observar a ese que a veces es llamado padre como a un ser aún vivo que se trata de reconocer. Nos conmina al esfuerzo de conocer aun aquello que quería abandonarse, y seguir en este refugio cruel de albergar el contacto.
Como un detective que persigue las pistas que ha dejado el criminal en su huida, así el ojo del poema detecta lugares donde hubo vida y ahora están vacíos, el cuerpo donde hubo alguien y ahora sólo vida, las partes donde el pájaro que muere se escondería si pudiese vivir un minuto más.
Pero lejos de ser pistas falsas que desvían del camino, aquí las mismas nos devuelven al camino del que escribe. Los hijos no pueden abandonar el juego; los lectores encuentran, sobre cada declaración de pista falsa, que la investigación no es si algo o alguien está vivo o muerto sino sobre la propia mirada que quiere discernir lo que sabe que es indiscernible. La mano que escribe hace un rodeo fantasmal alrededor de la materia: cuando parece que va a decir lo que siente, describe lo que ve.
El lenguaje no nos deja decir todo junto, pero a veces, bajo la presión empeñosa de la escritura poética, permite avizorar una Babilonia más orgánica que este gran caos de significaciones hacinadas una al lado de otra, exteriores entre sí, obligadas a precipitarse en explicaciones.
La mirada que persigue los signos de la vida se convierte en un nosotros infuso. ¿Cómo vigilar la agonía cuando no es el cuerpo individual el que está en peligro? ¿Cómo observar la respiración enjundiosa del cuerpo social que no se aviene a morir ni a vivir? ¿Cómo mantener esa impiedad, sí, esa amorosa vista impiadosa, cuando el organismo agónico ya no es alguien, allá, muy querido, sino nosotros, aquí, orfanados por la historia que se cortó por la mitad, la que ahora no se puede contar? La primavera de todos modos llegará, porque no es cosa nuestra.
El sobreviviente no pregunta, es la mano que escribe, el ojo que arroja el futuro en la flecha de un pájaro que vuela porque no sabe qué otra cosa hacer con las plumas. Si lo supiera, escribiría El cansancio de los hijos.
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