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Sábado, 24 de diciembre de 2011

El revés de la trama

Rescates > Cuando murió, en 2008, había publicado una novela de extrema originalidad, Capsicum, y cultivado un aura de autor maldito, de fantasma dandy que supo deambular y espantar a más de un ordenanza en la ciudad de La Plata. Es más: puede afirmarse que Gustavo “Tavie” Mariani es una de las leyendas de la ciudad de las diagonales. En su novela se narra la iniciación de un hombre de 90 años, un desandar la vida que lleva a un vitalismo existencial a contrapelo. Juan Bautista Duizeide recupera la historia de vida y la obra de Tavie.

 Por Juan Bautista Duizeide

En sus últimos años se hacía llamar Tavie. Andaba con un perro plebeyo como escudero. Su figura de hidalgo caído en desgracia, pero nunca en resignación, desbordaba la cuadrícula de la ciudad donde nació y murió: La Plata. A muchos escandalizaban su ropa desastrada, su melena revuelta, su mirada imposible de sostener. Paraba con estudiantes décadas más jóvenes. Se ausentaba por semanas en viajes al fondo de la marginalidad. Volvía sucio hasta el hedor, físicamente más deteriorado pero indemne, si no acrecentada, su capacidad verbal. Con su voz de oro le gustaba recordar a todos que su nombre de guerra había sido puma. Bastante de esa fiera sigilosa y acosada tenía. Pero por sobre todo –el símil es una tentación– parecía un Cristo hereje que seleccionaba concienzudamente a los apóstoles merecedores de divulgar su verdad, que era una sarta de mentiras.

Nacido en 1948, Gustavo Mariani murió el 26 de julio de 2008 a causa de las complicaciones del HIV. Había dejado de tomar el cóctel de drogas que lo mantenía en pie. Pero su historia no deja de andar. Según el testigo que la narre, varía drásticamente. El lo hacía como nadie. Y jamás de idéntica manera. Se dijo (fue) actor y director de teatro, genetista, neurocirujano, sociólogo, kinesiólogo, antropólogo, montonero, experto en comunicación social, musulmán politizado, judío en la ruina sobreviviendo merced a la caridad de sus paisanos, místico cristiano exasperado por el fracaso y la maldad de dios, marido de una desaparecida en busca de su hijo apropiado, amante de Rodolfo Walsh y hasta de Perón.

Llamarlo mitómano sería desmerecerlo. El no se limitaba a fabular: experimentaba vidas alternativas. Como cuenta el fotógrafo y diseñador Martín Barrios, quien trató a Mariani desde que éste regresara, en los ’80 de su exilio español, “lo más loco es que al final siempre algo era cierto”. Una vez, desahuciado, Barrios acudió a él para que lo ayudara a tramitar una visa y fue recibido en la Legislatura bonaerense, donde le había asegurado que era asesor. Desde allí Mariani habló por teléfono a una embajada y le solucionó inmediatamente el problema. La fotógrafa Helen Zout recuerda a Mariani de esa época: vestido como un dandy con trajes italianos, camisas impecables y gemelos de oro. Se cuenta que anduvo de gira por Francia con el vicegobernador, que atendió en un despacho de la Cancillería custodiado por granaderos, que fue gerente de Aerolíneas Argentinas, que se desempeñó como alto funcionario en Minoridad y renunció “por escándalo moral”.

Entre tantísimas versiones en lucha lo único fehaciente es una ficción. Porque la penúltima de las encarnaciones de Mariani fue la de autor maldito de una novela tan magistral como ignorada: Capsicum. La narradora María Laura Fernández Berro, quien trabajaba en la editorial La Comuna, que la publicó en 2002, recuerda los originales maltrechos, el contraste entre el aspecto de Mariani y la excelencia de su prosa, el revuelo de los empleados de seguridad ante su presencia. Pero por sobre todo, la impresión de encontrarse ante una obra extraordinaria.

En Capsicum, Mariani combina el uso de arcaísmos y expresiones latinas con formas gramaticales inventadas que suenan a viejo. Pero no son esos elementos los que hacen a su originalidad escritural, sino la forma de combinarlos entre sí y con otros provenientes de la poesía del Siglo de Oro, las crónicas de Indias, la gauchesca, la narrativa latinoamericana desde el criollismo y el indigenismo hasta el boom. Así logra una especie de barroco atenuado, levemente anacrónico y extranjero. Ambos rasgos convienen a la índole del protagonista: un expatriado que ha ido olvidando y confundiendo su castellano rioplatense de los años treinta, pero no logró dominar el holandés sin los sobresaltos de la acentuación foránea.

Capsicum es varias novelas a la vez. Una novela de peripecias leves pero hondas y a la vez una novela acerca de la acción misma de relatar. Todos cuentan historias en ella, como en el Decameron o los Cuentos de Canterbury. En Capsicum, ser es contarse. También es una novela de ideas: acerca del capitalismo y las relaciones que impone, acerca del valor de verdad de las mitologías y lo que hay de mitología en toda verdad. Y otra novela de discusión político-teológica entre las religiones monoteístas. Y aun otra que critica radicalmente la empresa humana. Por último, conteniéndola a todas, lo que hace de Capsicum algo único: la novela de la vejez como aventura existencial.

Capsicum es la historia de Santiago Del Rey, un argentino nacido en 1900. Descendiente de judíos sefaradíes, hijo de un ácrata muerto por la policía y una mujer ultracatólica que pretende borrar todo recuerdo de ese réprobo, se va antes de la Segunda Guerra Mundial a vivir a Amsterdam (como el mismo Mariani, es un exiliado por razones íntimamente políticas). Después de trabajar dickensianamente durante veinticinco años logra con sus ahorros instalar un negocio: el Almacén de Todos los Alimentos del Mundo (metáfora de la misma novela y guiño a la obra más famosa de Gide). De allí que Capsicum, además de ser notable por la sensualidad del lenguaje, lo sea también por la presencia constante y diversa de los aromas. La existencia de Santiago Del Rey ha sido egoísta y sin rumbo. Pero en el último año se abre al mundo, hace nuevos amigos, fundamentalmente el joven Floris, que podría ser nieto suyo, y guiado por él se anima a cosas a las que nunca se animó, vive mucho más que en décadas de cerrazones y rencores. Durante ese otoño descorchó vinos que ni sabía tener, escribe Mariani.

La novela, si bien aborda mediante racconto el pasado de su protagonista –que se enfrenta al dragón de los recuerdos–, está centrada en el año noventa y uno de su edad. Es una novela de aprendizaje que tiene la originalidad de no ver el mundo desde los ojos de un joven que se adentra en la vida sino desde la mirada de un viejo que se va despidiendo de ella. Por supuesto, de poco serviría la originalidad de su planteo de no ser por la capacidad de Mariani para otorgarles carnadura a personajes y situaciones. Lo que narra no es sólo ni principalmente el camino hacia la muerte, sino cómo los últimos días pueden brillar. Y llegado el momento, narra el fin del protagonista de modo comparable, por sutileza, intensidad y poesía, al del escritor Aschenbach en La muerte en Venecia de Thomas Mann.

Fernández Berro, quien compartió tardes enteras con Mariani cuando corregía las galeras, arriesga: “Capsicum es la historia del viejo que le hubiera gustado ser”. Puede complementarse tal definición acudiendo a palabras de la propia novela: es un testamento de náufrago. Pone a sus lectores en el lugar de los sobrevivientes que asoman no sólo a una historia (a un puñado de historias que divergen, confluyen, chocan), sino a la expresión de un deseo póstumo. Y como la misma novela afirma, poco importaba ya la verdad o mentira que ese viejo extraño decía, lo cierto era que ni a su pastor había escuchado contar de esa manera, le creía con la pasión de la necesidad y si el viejo no había sido lo que contaba, sin duda merecía serlo sólo para que él lo escuchase.

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