Sábado, 24 de diciembre de 2011 | Hoy
El silencio asociado al regreso de la guerra es un fenómeno que inaugura la fuerte impronta belicista del siglo XX. Dos psicoanalistas de filiación lacaniana abordan el tema del trauma de la guerra en forma clara y reivindicando el rol de compañero ritual del terapeuta.
Por Fernando Bogado
¿Cuál es la palabra del que vuelve de la guerra? ¿Qué es lo que dice el sobreviviente, el veterano, el que quizás llega mutilado a un hogar que cuesta reconocer como propio luego del horror? Reconozcamos que la figura del soldado que vuelve, su palabra, por sobre todo, es tan antigua como la guerra misma: por algo a la Ilíada le sigue la Odisea, por algo el corolario de la furia de Aquiles es el desesperado deseo de Ulises por volver a Itaca. Y no por nada estos dos nombres se oponen y conforman dos momentos (tristemente) lógicos de cualquier encuentro bélico: Aquiles encarna la habilidad física del guerrero, la valentía de exponer el cuerpo; Ulises, la astucia verbal, otra vez, la palabra. Se vuelve con la palabra, y es esa complicada cicatriz la que interesa a Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière, quienes en su último trabajo, Historia y trauma: la locura de las guerras, se concentran, precisamente, en la antigua, terrible lógica del expuesto a una guerra que vuelva a su hogar con la (demencial) palabra del horror en la punta de la lengua.
Pero claro, la gran pregunta es ésa: ¿qué es la locura o, seamos estrictos, la psicosis? ¿Quién la puede tratar? La gran cuestión desde la que parten ambos psicoanalistas es que precisamente su disciplina parece haberse propuesto perder terreno frente a las neurociencias a la hora de tratar a un esquizofrénico, a algún paciente presa de delirios persecutorios. ¿Puede una píldora, una terapia de electroshocks y la distancia prudente del psiquiatra tratar efectivamente el complicado trauma que trae aquel que vivió en el marco de alguna contienda bélica? De formación lacaniana (ambos psicoanalistas fueron parte de la Escuela Freudiana de París hasta el cierre dado por Lacan en 1980, un año antes de su fallecimiento), los dos terapeutas buscan una posible aproximación al problema de la psicosis a partir de una particular propuesta en torno de la transferencia (recordemos, de la actualización de deseos y traumas en el marco de una relación analítica). A diferencia de lo que regula el psicoanálisis más conservador, la idea de estos dos autores es poner en consonancia el linaje, la herencia, el trauma que arrastran tanto el paciente como el analista en sus propias historias personales para provocar una mutua iluminación, una suerte de empatía productiva.
Cervantes, Descartes, Wittgenstein: los grandes nombres del pensamiento filosófico o de la literatura se han visto frente a la situación límite de una guerra en donde todo lo que nos han enseñado, todo lo que considerábamos valedero o fuerte se desmorona de manera radical frente a nuestros propios ojos. El libro de Davoine y Gaudillière, en un estilo sumamente accesible, revisa diferentes hechos de la historia de la humanidad, diversas biografías de personas al borde de la locura que vivieron un encuentro bélico para pasar rápidamente a un intento de racionalización, recurriendo a términos específicos de su formación o a palabras provenientes de cualquier otra práctica o saber (como el notable uso que hacen de la literatura) útiles para el caso con el objetivo de entender esa “locura”: la alucinación o incoherencia es un intento desesperado por tratar de poner en palabras el horror que no tiene nombre; reformulando la gran sentencia wittgensteniana que abre el libro, “lo que no se puede decir, no se puede callar”.
Los autores se distancian del discurso que determina quién o cuál está loco, casi a la manera de la crítica institucional de Michel Foucault, pero desde su trabajo efectivo con pacientes, postulando así que la guerra no es sólo un evento del cual, una vez vuelto a la “paz” de la sociedad, el que la vivió debe olvidar y dejar atrás sino que, por el contrario, ese silencio que proviene del mandato social de olvidar y seguir adelante queda en el propio afectado y en sus descendientes como una terrible huella: un silencio traumático que ocupa generaciones.
Poner en diálogo esa llamada “herencia” es hacerse cargo de que el psicoanálisis como práctica creció a la sombra de las guerras (las guerras mundiales, los conflictos de finales del siglo XX): tanto el paciente como el analista sufrieron las mismas vicisitudes, son hijos de los mismos tiempos y la puesta en relación de esas historias personales es lo que, a través del diálogo, puede iluminar y volver inteligible el grito desesperado del doliente.
Volvamos a la Antigüedad. El término griego “therapon”, presente en la Ilíada, tiene en la relación entre Aquiles y Patroclo su más claro ejemplo: por el uso dentro de este gran canto épico se entiende que la palabra se refiere a aquel “segundo en el combate”, el “doble ritual”, el que se encarga del otro, como esas hermandades formadas en la batalla, frente al límite de la muerte. Davoine y Gaudillière no tienen ningún tapujo en afirmarlo, en afrontar los riesgos: el terapeuta-therapon es, claro está, un compañero leal en la más dura de las contiendas, alguien que está ahí, cueste lo que cueste. A veces, el testimonio del que vuelve de la guerra necesita, sobre todo, alguien que escuche y acompañe.
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