Sábado, 24 de diciembre de 2011 | Hoy
Sinónimo de extrañeza y modernismo, el nombre de fantasía de Martín Adán ocupa un lugar enaltecido en la vanguardia latinoamericana. Se publica La casa de cartón, su primer texto revulsivo, escrito a los veinte años.
Por Carolina Kelly
Considerado uno de los grandes poetas latinoamericanos del siglo XX, Martín Adán es Ramón Rafael de la Fuente Benavides (Lima, 1908-1985). Dar con la explicación definitiva del porqué del seudónimo ha sido una de las tareas imposibles de la crítica. Lo cierto es que, si bien podría tratarse de una “síntesis bíblico-darwiniana” como anota César Aira en el prólogo que lleva la reciente edición de La casa de cartón (1928), pareciera ser que muchos aspectos de la obra de este escritor peruano se resisten a ser clasificados. Como quiera que sea, aquella interpretación sólo es válida si se la considera en toda su ironía corrosiva que somete a desdén, burla y cinismo los valores positivistas humanistas y católicos morales.
Si bien ya había publicado poemas sueltos en diversos medios (muchos en la revolucionaria Amauta), La casa de cartón es su primer libro, novela para algunos, serie de estampas de prosa poética para otros. Dedicado a José María Eguren, hay en ese primer texto notas modernistas, románticas, barrocas y, mayormente, vanguardistas. Galardonado con distintos premios, su alcoholismo y sus invariables internaciones en psiquiátricos favorecieron la dispersión y la pérdida de mucha de su producción. Con todo, desde los últimos años está disponible la Obra poética en prosa y verso en la Colección Martín Adán de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Provoca por lo menos incrédula gratificación que este texto haya sido publicado a los veinte años. Muy modernista en la labilidad de su trama narrativa, igual hay una historia: la experiencia de algunos años, fragmentaria, fugaz, inefable, de un adolescente limeño. Honrando al surrealismo de las primeras décadas del siglo, no es un “yo” coherente y armónico. En general, es un yo y un tú, o un yo-tú, Fernando y Ramón, o Ramón-Fernando, de manera indistinguible la mayor parte del tiempo. Más amatorio que Oliverio Girondo, aunque con indudables resonancias para un lector argentino, leemos en una estrofa del “Poema Underwood” que, aparentemente, Ramón deja escrito antes de morir: “Y amo a mil hombres que hay en mí, que nacen y mueren a cada instante y no viven nada”.
Una mirada de desencanto moral domina una, de todos modos, actitud vitalista que celebra el cuerpo y el sentir. Frente al modelo de vida inútil, mojigata, mediocre, del mundo moderno de oficinas, beatas parroquiales, gringos aventureros, mujeres viudas o casadas irrecuperables, frente a todo este mundo “inafiliable”, de una humanidad que se desprecia, se levanta poética, la vida sensual. La profusión de adjetivos hace estallar la imagen, las sinestesias y los oxímoron son las figuras retóricas dominantes que hacen del color y del olor los sentidos privilegiados con que se busca capturar la experiencia. En un primer momento, los colegiales o el colegial, no importa, son flâneurs de Lima, trazan espacios simbólicos con su mirada: la ciudad moderna en su negatividad de “mal de las calles”, el campo convocado en sus olores y en su pobreza, y la sierra, más vista que sentida. Por fuera, el mar, el malecón y el sol: variables e idénticos simultáneamente. Al mejor estilo Girondo, si los objetos modernos (la garita, el automóvil, el tranvía, el cinema, los postes) se personifican e insisten en su repetición seriada, los hombres se bestializan, conforman un bestiario de patos, pavos, palomas, gallinas, etc. Hay hombres imaginados, soñados, más reales que los que existen, pura vestimenta, pura fachada vacía, una “casa de cartón”.
La ciudad está enferma de tuberculosos. Y de oficinistas. El mundo no está loco, sino predeterminado por “un genio divino” que controla el orden cósmico. El hombre, en definitiva, es ignorante, limitado, pero, sobre todo, decente. Y ése es, sin dudas, su más odioso pecado.
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