Sábado, 31 de diciembre de 2011 | Hoy
La tempestad no es sólo la obra en la que muchos ven la renuncia y despedida shakespeareana del arte en el que reinó durante dos décadas sino, sobre todo, la obra en la que el inglés finalmente enfrentó artísticamente el descubrimiento de América. Siglos después, la obra cobró nuevas significaciones con los procesos de descolonización, y hasta tuvo sus versiones gay, queer y sci fi. Ahora, la edición del clásico poscolonial Una tempestad del poeta de Martinica Aimé Césaire y la nueva versión de Julie Taymor en DVD permiten a Carlos Gamerro recorrer el prodigioso camino simbólico de esta obra readaptada, reinterpretada y reescrita decenas de veces, que todavía sigue abierta a nuevos significados.
Por Carlos Gamerro
La tempestad es la última obra que Shakespeare escribió por su cuenta (escribiría tres más, pero en colaboración con John Fletcher) y junto con Pericles, Cimbelino y Un cuento de invierno pertenece al ciclo de sus romances o tragicomedias: obras que adaptando el modelo de la novela bizantina transcurren en locaciones más o menos exóticas e incluyen navegaciones y naufragios, separaciones prolongadas entre amantes, o entre padres e hijos, y finales felices con reencuentros y reconciliaciones. Las fuerzas que rigen la vida de los hombres no son, en ellas, las de la caprichosa diosa Fortuna, ni las de las inflexibles deidades del destino, sino la igualmente despiadada en sus medios, pero benéfica en sus fines, providencia divina. A diferencia de los dioses griegos, a quienes sí les está permitido desear nuestra perdición y muerte, el Dios cristiano hace llover desgracias sobre nosotros sólo para ponernos a prueba: el que logre conservar o acrecentar su fe (en El, en los demás, en sí mismo), llegará a buen puerto.
Próspero, siendo duque de Milán, dedicó su tiempo a los estudios esotéricos y dejó el gobierno en manos de su hermano Antonio. Este, tentado, decidió tomar su lugar y ponerlos, a él y a su pequeña hija Miranda, en una barca agujereada que, en su deriva, llegaría a una isla del Mediterráneo, habitada por numerosos espíritus y un mortal: Calibán, hijo de otra desterrada, la hechicera Sícorax. Próspero se adueña de la isla: libera a Ariel, espíritu del aire apresado por la hechicera en los nudos de un pino por negarse a servirla, y enseña a Calibán su lenguaje y costumbres, renegando luego de él y convirtiéndolo en su esclavo cuando éste le retribuye los favores recibidos intentando violar a su hija.
La tempestad es una de las pocas obras de Shakespeare que respetan las unidades: la de lugar, ya que transcurre entera en la isla, y la de tiempo, porque la acción dramática se condensa en un solo día: aquel en el cual el barco que conduce al pérfido Antonio, a su aliado Alonso, rey de Nápoles, y al hermano de éste, Sebastián, se acerca a las costas de la isla y naufraga en ellas a causa de la tempestad conjurada por los poderes del depuesto duque. Los náufragos deambulan por la isla en grupos: Ferdinando, príncipe de Nápoles, anda solo; juntos van Alonso, Antonio, Sebastián y Gonzalo, un noble que ayudó a Próspero y a Miranda en su desgracia; sueltos vagan los bufones Stefano y Trínculo; todos guiados sin saberlo por los poderes de Próspero: a lo largo de ese día, Ferdinando se enamorará de Miranda, pero deberá trabajar (y demostrar su contención sexual) para merecerla; Alonso creerá estar pagando sus crímenes con la pérdida de su hijo, Sebastián será tentado por Antonio para asesinar a su hermano y hacerse de la corona, pero Ariel, tras allanarles inicialmente el camino, los perseguirá convertido en furia; Calibán, tras probar el licor de Stefano, lo adorará como a un dios y lo convencerá de eliminar a Próspero y reemplazarlo, pero los tres serán perseguidos por diversas desgracias y una infernal jauría.
Sobre el final, Próspero se reconcilia con Alonso, y tras recuperar su ducado perdona a su hermano (quien, al igual que su infinitamente más sofisticado precursor Yago, responde con un orgulloso silencio), libera al fiel Ariel, reconoce su potestad o responsabilidad sobre Calibán (“a esta criatura de sombras yo la reconozco como mía”, traducción de Marcelo Cohen) y abjura de su magia, quebrando su vara y ahogando los libros en los que su poder estaba cifrado. Muchos de los que identifican a este mago ilusionista con su autor han querido ver en este gesto la despedida de Shakespeare del mundo de apariencias sobre el que había reinado supremo por más de veinte años.
La pieza incluye una extensa mascarada protagonizada por Iris, Juno, Ceres y otras deidades romanas que descienden de los cielos y, cantando, bendicen la unión de Miranda y Ferdinando. Estas mascaradas costosísimas, aristocráticas, profusas de ricas vestimentas y de la escenografía de la cual el teatro se privaba, se habían puesto de moda en la corte de Jacobo I, y dramaturgos como Ben Jonson, Francis Beaumont y Thomas Middleton las escribían por gusto o para que les cerraran las cuentas. Shakespeare, que para esa época podía considerarse un hombre rico, no escribió mascaradas para la corte, pero evidentemente se vio conminado a incluirlas, tal vez a regañadientes, en algunas de estas obras tardías. La solución final, en la mayoría de las puestas de La tempestad, es masacrar la mascarada, o arrancarla de cuajo. Pero como a veces los grandes problemas engendran grandes soluciones, la escena de la mascarada puede convertirse en piedra de toque para la osadía y la inteligencia de una puesta (o de la carencia de ambas).
El recurso a la isla maravillosa donde un personaje o personajes, tras la visita voluntaria o el naufragio, revisan su vida y el mundo del cual han venido, es un tópico habitual de la literatura de viajes y maravillas. Ya en tiempos de Shakespeare, Tomás Moro le agrega el componente utópico; luego Swift, en su Los viajes de Gulliver, la misantropía y la sátira; herederos más directos de La tempestad shakespeareana son El señor de las moscas de William Golding y series como La isla de Gilligan, Lost y –con un poco de buena voluntad– La isla de la fantasía. Aun en los días de Google Earth, el recurso de la isla perdida no ha perdido su encanto.
La tempestad es, también, la obra en la que Shakespeare se hace cargo del descubrimiento de América: si bien la isla de Próspero está explícitamente situada en el Mediterráneo, su obra incorpora elementos de un naufragio en las Islas Bermudas ocurrido en 1610; y los conflictos suscitados por la llegada de Próspero a la isla encuentran sus correspondencias más productivas en los del Nuevo Mundo. Calibán es un transparente anagrama de “caníbal”, más específicamente de los caníbales del famoso ensayo de Michel de Montaigne, que Shakespeare había leído en la traducción de John Florio (1603), algunas de cuyas líneas prácticamente transcribe en el parlamento “utópico” de Gonzalo: “En mi comunidad haría todo al revés / pues no admitiría comercio alguno, / ni título de magistrado; no se conocerían / las letras; de opulencia, pobreza / y servidores, nada. [...] La naturaleza daría todo para todos / sin sudor ni esfuerzo; no existirían traición / ni felonía, ni pica, ni puñal, / ni sable, ni mosquete, ni máquina de guerra; / la naturaleza alumbraría de sí misma / toda profusión, toda abundancia, / para alimento de mi pueblo inocente” (traducción M. C.). Montaigne es de los primeros en utilizar a los nativos de América para cuestionar las certidumbres europeas y revolear el eje civilización/barbarie que informa y justifica la empresa colonial; como hace en la famosa conclusión de su ensayo: “Más bárbaro es comerse a los hombres vivos que a los muertos; mutilar con torturas y tormentos un cuerpo sensible; o hacerlo devorar por cerdos y perros [...], antes que asarlos y comerlos después de muertos”. Sus caníbales son prototipos del buen salvaje de Rousseau.
La relación protocolonial entre Próspero y Calibán no escapa a las habituales ambigüedades shakespeareanas: Próspero se presenta a sí mismo como un amo benévolo que ha asumido lo que Kipling llamaría unos tres siglos después “la carga del hombre blanco”: sacrificarse con el único fin de civilizar a estos desdichados salvajes. La visión de Calibán es muy otra: la isla era suya hasta la llegada de este usurpador que con la ayuda de su ciencia, sus libros y su tecnología se la ha quitado, obligándolo a vivir en los rincones más inhóspitos, imponiéndole su lenguaje después de definirlo como bárbaro; volviéndolo consciente de (o sea, construyendo) su fealdad, su animalidad, su ignorancia. Para peor, Calibán ha cometido el peor de los pecados que el otro racial puede cometer: desear a la mujer blanca (la mezcla de sangre no está proscripta en la sociedad colonial, siempre y cuando quien revuelva la olla sea el hombre blanco). Y aun así está claro que Próspero es el héroe de la pieza y Calibán uno de sus villanos: como hizo con su modelo y precursor Shylock, Shakespeare pone en su boca y en sus actos conmovedores y convincentes momentos de denuncia, verdad y justicia, y luego deja que sea derrotado por la trama. Esta es una de las técnicas de la construcción shakespeareana de la ambigüedad: poner en tensión las verdades parciales de algunos momentos y personajes con la verdad de la conclusión, y no resolver del todo esta discordancia.
América no podía permanecer indiferente a estas lecturas que de ella hizo uno de los inventores de la conciencia occidental, y son justamente estas ambigüedades “incorporadas” en la obra las que habilitan y modelan las diversas y a veces contrapuestas lecturas latinoamericanas. Ariel (1900), del uruguayo Enrique Rodó, coloca en el etéreo sirviente del duque las aspiraciones de las elites sudamericanas (“Ariel representa la parte noble y alada del espíritu... el imperio de la razón y el sentimiento sobre los bajos estímulos de la irracionalidad”), y convierte al grosero Calibán (“símbolo de sensualidad y torpeza”) en encarnación del materialismo estadounidense. La lectura de Rodó exhibe el conflicto cultural para enmascarar el racial: sus latinoamericanos, de tan blancos, se han desmaterializado. Pero más allá del evidente autoengaño, tanto él como Rubén Darío en su “Triunfo de Calibán” comprenden que el partido se juega ahora íntegramente en territorio americano.
El arielismo, como llegó a llamárselo, no sobrevivió a la decadencia de las elites cuya vanidad halagaba. Más fructífera –y todavía hoy vigente y valedera– fue la identificación del americano con Calibán, el habitante nativo, a veces el esclavo africano, sometido por el colonizador europeo. Los procesos de descolonización de la posguerra, y sobre todo la revolución cubana, agregaron vigor a esta lectura, como se evidencia en el ensayo Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar; pero dos años antes el martiniqués Aimé Césaire había publicado la obra teatral Une tempête, recientemente reeditada entre nosotros. En su recreación (“reapropiación” nos conmina a llamarla el prólogo de Eiff y Carbone), Calibán es un esclavo negro de los que trabajan en las plantaciones, y masculla constantemente venganzas y rebeliones; Ariel, por su parte, es el mulato que trabaja en la casa del amo y así interioriza sus valores y, confiando en su palabra, cree que la libertad es una dádiva que debe cortejarse con veneración y obediencia. En su final, Próspero decide quedarse en la isla (si querés que el colonizador se vaya solo, mejor esperá sentado, parece sugerir Césaire), paranoico y desorbitado, sintiendo que cada yuyo lo amenaza (“Toda esta sucia naturaleza... Uno juraría que la jungla quiere sitiar la gruta... No voy a dejar que muera mi obra... ¡Voy a defender la civilización!”) y Calibán, convertido en cimarrón, huye a la selva, cantando a voz de cuello el himno “¡La libertad, ah, la libertad!” que en Shakespeare era mera bravata de borrachos.
La traducción de Ana Ojeda se arriesga al voseo y a ciertas expresiones locales, lo cual da a veces resultados algo difíciles de digerir como que “Próspero es un chabón que sólo se siente alguien cuando aplasta a alguno” o “me cerraste la puerta de tu casa y me instalaste en una gruta infecta. ¡El ghetto, che!”. Si Calibán debe hablar un dialecto latinoamericano, por todo lo dicho éste debería ser caribeño, y “¡El ghetto, chico!” resulta un poco más potable, ¿o no? La cosa cambiaría, claro, si se tratase de una puesta teatral relocalizada en nuestras costas. Propongo, entonces, para el año que se avecina (2012, el 30º aniversario de la guerra) una versión malvinero-gauchesca situada en 1833, el año de la usurpación inglesa, con Darwin (que visitó las islas ese año) en el lugar de Próspero, y Calibán gritando sobre el final “¡Las Malvinas son argentinas!”.
(Existe, de hecho, una versión argie más seria que ésta que propongo: la novela Inglaterra: una fábula de Leopoldo Brizuela, inspirada a la vez en el clásico shakespeareano y en el relato “Tempests” de Isak Dinesen, a su vez inspirado en Shakespeare.)
El prólogo de Eiff y Carbone, por su parte, coloca la obra de Césaire en la serie del ensayo político más que en la literaria, como una intervención en los debates sobre las luchas de liberación anticoloniales: así, por ejemplo, la negativa de Calibán a matar a Próspero al final, vista no como debilidad o sumisión sino, todo lo contrario, como una opción de rebelión aun más radical, puede leerse como una respuesta a la justificación de la violencia como única respuesta posible a la dominación colonial, sostenida entre otros por su compatriota y discípulo Frantz Fanon.
La tempestad se escribe a principios del siglo XVII, momento en que el Renacimiento se disuelve en el Barroco y se hace posible lo que hoy entendemos por ciencia. Próspero es un hombre entre dos épocas, y la tempestad que desencadena es un eslabón en la cadena que lleva de Dédalo a Leonardo da Vinci, a Oppenheimer, a Steve Jobs. Es un moderno Prometeo, la anticipación shakespeareana del Dr. Frankenstein de Mary Shelley y del Dr. Jekyll de Stevenson. Era inevitable que la ciencia ficción se hiciera cargo de esta figura, y lo hizo en un film de culto titulado El planeta perdido (Fred M. Wilcox, 1956), que ofrece entre otras curiosidades la de ver a un joven Leslie Nielsen haciendo de galán. Próspero es el Dr. Edward Morbius (Walter Pidgeon), un científico que ha naufragado en el planeta Altair IV; Miranda es Altaira (Anne Francis), nacida en él; Ariel es un servicial robot que responde al nombre de Robbie; y Calibán, una extraña e invisible fuerza destructora, que se revela finalmente como el “monstruo del id” (o “ello”) del profesor, proyectado por las máquinas de la antigua civilización del planeta, los Krell, capaces de dar existencia material a los entes psíquicos. Porque en esta revisión techno del clásico de Shakespeare no podía estar ausente la más popular tecnología del yo del siglo pasado: el psicoanálisis. Como bien sabemos, para esta malediciencia ninguna relación es inocente, y la solitaria convivencia del patriarca y su hija adolescente dio lugar a toda clase de murmuraciones, de las que se haría eco entre otros Paul Mazursky en su Tempest (1982), que regresa la acción a una isla del Mediterráneo, donde su Kalibanos (Raúl Juliá) se dedica a espiar a Miranda nadando desnuda y a preguntarle a su Dimitrius/Próspero (John Cassavetes) cuál de los dos se la va a terminar cogiendo. La lectura de Calibán como el lado oscuro o reprimido de Próspero, una especie de Mr. Hyde a su Dr. Jekyll, es la apuesta más sólida de El planeta desconocido, aunque por momentos conspiren contra esta solidez los decorados, los efectos especiales, las actuaciones y, sobre todo, las explicaciones verbales, que recuerdan, por momentos, a los de otros clásicos de época como Plan nueve del espacio exterior (más que un comentario negativo sobre El planeta prohibido, esto quiere ser una reivindicación del mítico director de la peor película de todos los tiempos: mucho de lo que parece idiosincrásicamente pésimo en los films de Ed Wood, es común al mejor cine de su época).
Los sentidos flotantes, polivalentes, contradictorios de La tempestad no sólo permiten sino que parecen exigir su lectura sistemática por las escuelas contestatarias o revisionistas. Si Césaire nos ofrece una versión anticolonialista, ¿quién si no Derek Jarman para la lectura gay/camp? A diferencia de su sobrecogedora Eduardo II, obra en la cual la agenda queer resplandece, nítida, en el original de Marlowe, aquí la operación de Jarman es de consciente travestismo, y por momentos la irreverencia de su versión de La tempestad (1979) impresiona más por punk que por gay, manifestada, entre otras cosas, en su recreación de la inocente y obediente Miranda (blanco de la ira o al menos de la condescendencia de la crítica feminista) como una ninfomanita punky que no pierde ocasión de mostrarle las tetas a Calibán (Jack Birkett, mejor conocido como “El increíble Orlando” que en el papel de Tersites se afana la versión de la BBC de Troilo y Crésida, y aquí reviste la otredad de Calibán con modales de drag queen). Lo mejor de la película es lo que Jarman hace con la recalcitrante mascarada, convirtiéndola en un número hollywoodense de marineritos trolos a la Busby Berkeley, como prólogo a la entrada de Elisabeth Welch cantando “Stormy Weather”. Cuando después de esto Próspero pronuncia su célebre monólogo “La función ha terminado. Como te dije ya / estos actores no eran sino espíritus; / se han disipado en el aire, en el ingrávido aire / y, como la infundada trama de esta visión, / torres orladas de nubes, espléndidos palacios, / templos solemnes, y hasta el mismísimo globo, / sí, y con él quienes lo hereden, han de disolverse / y, tal como esta tramoya insustancial / se desvanecerán sin dejar rastro. Somos / de la misma materia que los sueños y el sueño / envuelve nuestra breve vida” (traducción M. C.), uno siente ganas de levantarse y aplaudir de pie, aunque la haya visto (como yo) desde el sillón del living.
La obra de Césaire deshace las ambigüedades y ambivalencias de Shakespeare, pero cumple con el imperativo de toda adaptación: hacer algo con ella, más vale deshacer sus ambigüedades que reproducirlas de modo inane (es decir, confundir polifonía y contradicción con mero relativismo). Esto es sin duda lo que sucede en la más reciente adaptación cinematográfica, La tempestad (2010), de la directora estadounidense Julie Taymor, responsable de la inolvidable versión de Tito Andrónico, Titus (1999). La intención parece ser, al principio, la de hacer una lectura feminista: su Próspero es una mujer (la casi siempre excelente Helen Mirren), acusada, para legitimar la usurpación, de ser hechicera, o, lo que es casi lo mismo, de ser mujer. Pero después, pasmosamente, la directora no se hace cargo de su apuesta: la obra sigue como si tal cosa, y hasta el final nada cambia por el hecho de que Próspero sea ahora mujer. Más aun: muestra a Miranda tan sumisa y sometida a su madre como en las otras versiones lo estaba a su padre, con lo cual esta versión “femenina” corre el riesgo de volverse machista: el cambio de patriarcado por matriarcado es puro gatopardismo, todo cambia para que no cambie nada. Si al menos pudiésemos creer que fue ésta la intención política de Taymor, habría al menos desafío (como hizo, por ejemplo, Frank Oz en su The Stepford Wives (2004): sobre el final se revela que la conspiración machista para fabricar mujeres perfectamente sumisas fue urdida por una mujer). Pero no, parece que se trató de mera fiaca –la palabra pereza le queda grade– intelectual.
Su versión no ofrece más que una ilustración (en el peor sentido) de la obra de Shakespeare, con un uso banal y kitsch de los recursos digitales que a esta altura del partido no impresionan a nadie (el Próspero de Shakespeare tiene algo de feriante, de ilusionista berreta: está más cerca del Mago de Oz que de Matrix, y le van mucho mejor los recursos tradicionales, teatrales, que los digitales. La recreación de Ariel como un Ziggy Stardust de pubis angelical y pecho ora de muchachito ora de Lolita no hace mucho por mejorar las cosas; como tampoco ayuda la cobardía de anular la mascarada de Juno y Ceres y reemplazarla con un juego de constelaciones danzantes que daría vergüenza ajena en un spot de Ludovica Squirru: y hacer que después de esto Próspero pronuncie su ya citado monólogo está más cerca del atentado que de la inepcia.
Lo de Taymor es aun más imperdonable viniendo después de Prospero’s Books (1991), la hasta hoy insuperada versión de Peter Greenaway, que utilizó (de manera innovadora y vanguardista) la tecnología digital no para suplir los efectos teatrales sino para crear complejos espacios teatrales–textuales-pictóricos, haciendo que los actores se muevan por espacios que son a la vez escenarios, cuadros y páginas de un libro, creando los 24 libros animados, vivientes, hechos de la misma materia de la que tratan (agua, tierra, carne humana, animales, flores, joyas) que Próspero se lleva a la isla. La película fue concebida como vehículo para el gran actor shakespeareano John Gielgud, quien en su papel de mago y autor hace las voces de todos los personajes, a veces modificada digitalmente, a veces (como en el caso de Miranda) acompañada por un eco de la voz originaria, hasta el momento en que decide liberarlos (y, al elegir el perdón antes que la venganza, liberarse) y éstos recuperan sus voces individuales (maravilloso ejemplo de cómo poner un “capricho” técnico y conceptual al servicio de los sentidos vitales de la obra). Su Ariel tiene mucho de Puck, su contraparte shakespeareana en el mundo élfico; irreverente y juguetón (crea la tormenta haciendo pis en un estanque, por ejemplo); es a veces niño, a veces adolescente o adulto joven, a veces uno y a veces muchos; Calibán es un bailarín (Michael Clark) que expresa con el cuerpo lo que la palabra de Próspero usurpa. La agenda de Greenaway es política, pero no con relación a referentes y contenidos (no se propone ser ni anticolonial, ni gay, ni feminista) sino a una política de las formas: fiel a su diagnóstico de que el cine no ha sido inventado aún, y que su reducción a lo meramente narrativo es una forma de colonización intelectual de las masas, crea una Tempestad que es a la vez texto, teatro, ensayo, enciclopedia, pintura y cine, y que parece ser la mejor que puede suministrar nuestra época. Habrá otras, claro, pero para que eso suceda nuestra época deberá terminar y otra emprender la tarea de entenderse a sí misma, reinventando a Shakespeare.
La tempestad de Julie Taymor salió directo en DVD por el sello Blu Shine.
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