Sábado, 31 de diciembre de 2011 | Hoy
La anécdota es real: un año antes de morir, Kafka conoció a una niña que había perdido a su muñeca. Para consolarla, inventó que la muñeca se había ido de viaje y le entregó a la niña, única destinataria, las cartas de la viajera. El escritor catalán Jordi Sierra I Fabra imagina esa novela epistolar cuyo delicioso resultado va camino a convertirse en un clásico juvenil.
Por Fernando Bogado
Si hay algo difícil de imaginar es a Kafka feliz. Debe ser una de esas complicadas imágenes que buscan señalar el límite del absurdo, lo imposible mismo (como las paralelas cruzándose en el infinito o eso de Don Ramón pagando la renta). Ha habido intentos, claro, de darle a Franz una imagen un poco más luminosa, lejos ya de esa lectura que lo muestra como un hombre aturdido, en un trabajo que odia y con un fuerte rencor a la figura paterna. Desde las lecturas filosóficas que proponen su obra como cómplice de una muy particular risa (sí, el tándem Deleuze et Guattari) hasta esa mirada al “personaje Kafka” casi como un personaje de aventuras recorriendo su propio universo imaginario (Steven Soderbergh, antes del Che y las remakes de ladrones de casinos, hizo también su Kafka, allá por 1991). Jordi Sierra I Fabra, escritor barcelonés, tendría que sumarse a la lista de estas particulares visiones en torno del escritor que definió el siglo XX de una manera difícil de superar con una obra pensada originalmente para el fuego de una chimenea antes que para la luz pública. Kafka y la muñeca viajera, después de todo, cuenta la historia de un (¿imposible?) Kafka feliz.
El motivo de esta insospechada alegría es algo también de consideración: la historia se ambienta en Berlín, un año antes del fallecimiento del escritor producto de una tuberculosis que lo fuerza a jubilarse a una muy temprana edad, un poco sabiendo que el único, lúgubre destino que le queda es el de la muerte. En el medio de una de sus acostumbradas visitas al parque Steglitz, Kafka escucha el llanto de una niña. Al acercarse a la pequeña, de sus propias palabras descubre el motivo de tanto dolor: Elsi –tal el nombre de la niña– ha perdido a su muñeca. Y Kafka, escritor él, sin otro modo de poder resolver, apaciguar ese sufrimiento, elige la escritura, la ficción como único bálsamo: pronto le cuenta a la niña que no se preocupe, que su muñeca no se perdió sino que ha decidido comenzar a viajar por el mundo y que él, casualmente, estaba buscándola a ella para entregarle una carta. Sí: Kafka, frente a la niña, asegura ser un cartero de muñecas que mañana mismo le llevaría la primera misiva del juguete en fuga.
En un tono claramente destinado al público infanto-juvenil, la breve novela recupera una anécdota que el autor leyó en mayo de 2004 en el diario El País escrita por César Aira, en donde se consignaba un dato terrible para cualquier editor con un mínimo de olfato: Kafka efectivamente se encontró con una niña en Steglitz, efectivamente se enteró de su terrible malestar y trató de solucionarlo con una serie de cartas inventadas. Efectivamente, decíamos, esas cartas nunca han sido leídas por ninguna otra persona además del infante en cuestión, cuyo nombre o paradero se desconoce. Dora Diamant, última pareja del escritor, ha referido la anécdota y ha asegurado que esas cartas fueron escritas con la misma preocupación y obsesión que puso Franz en toda su obra, abriendo así la posibilidad de una terrible ausencia, una novela epistolar cuyo contenido no puede más que adivinarse.
Jordi Sierra I Fabra (Barcelona, 1947) adivina, supone, ficcionaliza: a lo largo de las páginas, nos hundimos en el mundo del escritor, iluminado entre tantas terribles noticias por la posibilidad de reconfortar un corazón, llevarle felicidad a alguien. Y es eso lo que leemos: los muchos viajes de la muñeca van llenando de esperanza a la niña, haciéndola visitar esos extraños parajes que el escritor también imaginaba a partir de la necesidad de estar, siempre, al día siguiente, con una carta nueva que Brígida, la muñeca, le enviaba a su otrora dueña de la que se había “emancipado”. Acompañado por las ilustraciones de Pep Montserrat, la reedición de la obra ganadora en España del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2007 está en consonancia con la aparición en países como Perú de adaptaciones teatrales, conformando lentamente los pasos obligatorios para convertirse en un posible clásico para niños.
La obra de Franz Kafka es una lectura obligatoria, sin lugar a dudas: pasando por el canon de formación más inmediato, el del secundario (¿quién no leyó La metamorfosis en la adolescencia, ya sea dentro de las lecturas sugeridas en la clase o por propia voluntad?), su nombre está relacionado con la literatura más excelsa, invadida por los horrores del siglo presentes o supuestos –en su obra se percibe el germen del totalitarismo, la soledad del hombre moderno frente a un mundo tecno-burocrático indiferente a sus necesidades, etc.–. Frente a ese cariz, ver al otro Kafka, preocupado por el bienestar de una niña, dialogando por las noches con Dora acerca de sus preocupaciones, consciente de una muerte inminente pero no por eso menos contento por haber sido iluminado por una tarea que considera casi santa, devuelve al lector (tenga la edad que tenga) a cierto estado de inocencia, por más difícil que resulte imaginarnos a un Kafka diferente, a un Kafka feliz. La infancia, tema privilegiado de este libro, después de todo, es también el territorio de lo imposible.
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