Domingo, 15 de enero de 2012 | Hoy
Reproducción de lo real o parte de su construcción, la fotografía cambió la mirada cultural hacia fines del siglo XIX. Un ensayo sobre el peso de retratos e imágenes en la construcción de la Nación.
Por Gabriel D. Lerman
Si Baudelaire planteaba que la fotografía, es decir, la posibilidad de reproducir aspectos de la realidad de un modo más directo, liberaba al arte a un propio dominio de recursos y alcances expresivos diferenciales, nuevos, de mayor abstracción, la pregunta sería qué le ocurrió a la fotografía, dónde se ubicó, qué caminos tomó. La pregunta remite al siglo XIX, el siglo de la aceleración de las invenciones técnicas del capitalismo, que se acoplaron a la mentada locomotora del progreso. Según Paola Cortés-Rocca, autora de El tiempo de la máquina. Retratos, paisajes y otras imágenes de la Nación, la fotografía cambia por completo el campo cultural y estético del fin de siglo XIX, e inaugura un nuevo mundo, dispuesto por la mirada de la cámara.
La reproducción de lo real, la invención de herramientas que provocaban y, en su ilusión, alcanzaban la pretensión total del naturalismo, esto es, mostrar lo real sin intermediación, sin ensoñaciones románticas, generó ganadores y perdedores. Y, de inmediato, alteró usos, costumbres y productividades, como toda ampliación de la brecha tecnológica.
Tras una dura pelea de los poetas del corazón y las pasiones, que veían en la máquina la destrucción de la imaginación, una visión instrumental de la técnica aplicada, la irrupción del método de la reproducción pareció, o paradójicamente, soñó con extinguir a los mitos. Sin embargo, uno de los campos en los que mayor pregnancia tuvo la aplicación de la fotografía fue, precisamente, en la construcción visual de los sueños del progreso, particularmente en las ideas de nación y ciudad, propias del siglo XIX, y su implementación no dejó de transfigurar los vacíos, las fallas, los reveses de un pretendido progreso y de un deseado realismo. Cortés-Rocca, en su libro, propone pensar a la fotografía, por el contrario, como territorio no tanto de la reproducción realista sino de la construcción de escenas donde también la historia puede leerse a contrapelo. Con Benjamin, sostiene que es una suerte de inconsciente óptico no sólo por la capacidad para descomponer el tiempo o para capturar una situación imprevista. Las imágenes ofrecen algo del orden de la verdad allí donde precisamente no se espera.
El libro recorta el vínculo entre construcción de la nacionalidad, y ligado a esto la construcción de la ciudad, con el recurso como registro de la fotografía. Un tema histórico cultural, una obsesión del siglo XIX. Porque la posibilidad de contar hoy con aquel registro fotográfico alude tanto a la posibilidad de vislumbrar la intención de sus productores como agentes del relato patriótico, del relato urbano, como expresión de época, pero al mismo tiempo permite leer las fallas, los márgenes, lo dicho, esa otra ciudad imprevista que habita en las imágenes. El tiempo de la máquina está estructurado en tres ejes. En primer lugar, al modo en que los inicios de la práctica fotográfica reacomodan las relaciones y los mecanismos de representación de lo público y lo privado. Por ejemplo, la primera máquina de daguerrotipo llega a Latinoamérica en 1840, apenas un año después de su presentación ante la Academia de Ciencias y Bellas Artes de París. En segundo lugar, el libro trabaja sobre la representación de los cuerpos en las imágenes, y de cómo se produce un desplazamiento del sujeto de la distinción, de la imagen del cortesano más ligado a la herencia del retrato pictórico, una suerte de protagonista propietario del ensayo fotográfico que se hace fotografiar, lo mismo que el noble o el monarca se hacían pintar, hasta llegar al hombre de la multitud, al hombre anónimo de la ciudad, aquel que es fotografiado sin su consentimiento. Por último, el libro sigue los rastros que indican la creación de la ciudad, el horizonte de agrupación y ensanchamiento de la urbe positivista.
Con un estilo de viñeta académica, donde se combina el apoyo teórico y la captación lúdica de la aguafuerte, Cortés-Rocca desmenuza en la tercera sección escenas y arquetipos con un aliento simmeliano y, quizá, aunque desmonte otras mitificaciones, con un eco del modo de clasificar la ciudad que ofrece Martínez Estrada. Porque la ciudad convoca la lectura fragmentada, el visaje de estampas, la vida vista como en un álbum de almanaque. De ese modo ingresa en el esplendor de uno de las grandes protagonistas de la época: la ciudad moderna. Pero al mismo tiempo encuentra los descampados, la flaqueza, el revés de un progreso a caballo de fuerzas encontradas.
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