Domingo, 5 de febrero de 2012 | Hoy
Cruda y nítida al mismo tiempo, la poesía del coreano Choi Seung-Ho tiene la calidad del hielo: una propuesta de ecologismo extremo, un suave descreimiento que no elude referencias a Buda y, sobre todo, una meditación sobre el papel de la poesía en la sociedad hiperconsumista de Corea del Sur.
Por Guillermo Saccomanno
“Así como los pulpos llevan la mierda dentro de la cabeza, las causas se elaboran en las cabezas y los manejan a Ustedes como las patas del pulpo. Como todos Ustedes se han muerto ya congelados, la causa de la existencia es un problema que me concierne sólo a mí”, escribe el poeta coreano Choi Seung-Ho (1954). Después de que Baudelaire definiera literalmente como “hipócrita” al lector de sus Flores del mal, a cualquier lector –y por qué no incluirme– puede parecerle una bravuconada superar esa acusación a las buenas conciencias confiadas en el progreso y la evolución de la humanidad. “La historia avanza sobre cadáveres”, afirmaba Nietzsche. Y estas ideas no son ajenas a Choi Seung-Ho en su Autobiografía de hielo, uno de los poemarios extranjeros más estremecedores que se han visto últimamente. En su ensayo “El surgimiento de una sensibilidad moderna”, el crítico Lee Kwang-Ho señala que recién después de los ’60, con su crecimiento industrial acelerado, la poesía surcoreana comenzó a incorporar la diversidad y profundidad de las vanguardias del siglo XX al emerger una corriente crítica de la realidad y defensora de la autonomía de la lengua. Además de ser una conquista estética, la movida confirmaba un acto de resistencia. Frente a una realidad alienante, en una Corea del Sur lanzada a una súbita explosión de la industria y el consumo, lo que se planteaba a los poetas era no sólo encontrar nuevas formas sino también transmitir una problemática existencial y cuestionarla. En este contexto corresponde incluir la obra de Choi Seung-Ho, ataque frontal contra el sistema, que le valió ser considerado como un ecologista extremo. Nacido en Chuncheon, una ciudad a la orilla de un río hermoso, después de terminar sus estudios en 1977 publicó Alerta de tormenta de nieve, donde escribió: “Habría alpinistas perdidos en el camino, / aldeas lejanas que quedarán incomunicadas, / la nieve ataca torrencial como si estrellas de la Vía Láctea cayeran, / una legión de nieve se arremolina con absoluto poder, / la nevada cae en un blanco estado de sitio”. Si bien este fragmento puede sugerir una inquietud por el ambiente y su gente, se adentrará luego en tensiones más fuertes. “Lata de conserva” es un buen ejemplo de su mordacidad: “Tras morir, no podré más que pudrirme. / Es que la tierra necesita fertilizante”. En “Tres letrinas”, escribe: “En la letrina grita una lengua oscura. / El dolor es excremento que cae a carcajadas / por encima a borbotones. / La deshonra / es el llanto de los cerdos bajo la letrina”.
El bestiario que despliega en sus imágenes Choi Seung-Ho incluye cucarachas, almejas, arañas, cabras, bacalaos, gatos, cangrejos. Las heces, la sangre, una visceralidad límite, son más que palabras. Por momentos pareciera que la escritura surge de sus tripas. Y no es casual que se tenga la impresión de estar observando “la soledad de un enfermo mental”. El budismo podría ser un amuleto, pero Choi Seung-Ho no se lo toma en serio: “La estatua de Buda que medita medio vestido no tiene pensamientos profundos”, anota. Y aclara: “No tengo palancas / ni fondo de apoyo. / Ni Dios ni Buda pueden ser palancas mías: / estoy solo. / Por no tener nada en qué apoyarme / me apoyo en mí mismo”. Lo que paradójicamente, al asumir la incertidumbre, lo acerca a Lao Tse más de lo que proclama.
Lo que sabemos de este poeta que puede abismarnos no es mucho: Choi Seung–Ho ha publicado más de diez libros de poesía y es también autor de libros para niños. En esta primera aproximación a su obra lo que predomina es la visión de su país como tierra baldía: “Un leproso maquillado levanta la cabeza y / sonríe en una noche del capitalismo / bajo la lámpara roja de la fresca carnicería está colgada / sangrando / la carne de la vieja prostituta / heridas blandas que tragan hachas / cuerpo dolorido de carne envasada / carne que se rebana finamente todas las noches / los fetos muertos en bicicletas oxidadas / llamando a la madre / van por debajo del mar rojizo / bajo la lámpara roja de la fresca carnicería está colgada / la carne de la niña prostituta”.
Pero esta antología no se compone sólo de poemas y trae también textos en prosa, no tanto lo que vulgarmente se considera prosa poética como relatos brevísimos en los que se alternan lo confesional con el apunte fugaz en estampas de reminiscencia kafkiana. Habrá que detenerse entonces en “autobiografía de hielo”: “Yendo a un colegio de hielo, me hice de hielo. El mundo era una máquina de enfriamiento. Mi padre, el profesor, el dictador, y hasta el mismo Dios, se esforzaban en la producción de hielo. Después de la veintena, endurecido por el congelamiento, se me congelaron incluso las bolsas de lágrimas. Era un yo castillo de hielo. Nadie podía introducirse en mi interior. Incluso las llamas del amor al tocarme se apagaban”. En consecuencia, la apelación al hielo como metáfora puede interpretarse como represión que impulsa al distanciamiento sentimental, un distanciamiento que, en su frialdad, transforma la percepción del yo, permitiéndole observar con desapego la realidad, tanto íntima como colectiva, mediante la dialéctica de lo helado y lo caliente, lo que habilita una apreciación destemplada: “La historia del ego merece registrarse como una era glacial”, concluye Choi Seung-Ho.
Desde lo glacial sincerado en caliente en este texto, se radicaliza la escritura y también el ecologismo. La alegoría, en Choi Seung-Ho, excediendo lo animal, se irá volviendo todavía más salvaje y puede conectarse, por qué no, con el ecologismo anticapitalista del marxista Andre Gorz: el capitalismo es suicida, destruye los recursos naturales y, por lo tanto, la humanidad misma. La lucha contra la industrialización y el consumo desmesurado de energía representa, en términos planetarios, un exterminio tan mezquino como demencial.
Como lo señalan Kim Un-kyung y Oliverio Coelho, sus traductores, el pasaje de una lengua a otra –en este caso, a la nuestra– no ha sido sencillo, ya que estamos ante “dos familias lingüísticas diferentes”. Importa detenerse en el mérito de la traducción. Aquello que en la prosa puede arreglarse con un respeto del sentido común en desmedro de la precisión, la palabra justa, en la poesía una voz, un tono, una marca, exigen además del reflejo de territorialidad de la lengua, la combinatoria del trabajo obsesivo con un máximo de puntillosidad. Por cierto, también contribuye en el logro de lo traducido esta poesía que dispone de una fuerza expresiva capaz de atravesar cualquier barrera idiomática con esa clase de belleza punzante que lucen ciertos poetas malditos. Aun cuando uno ignore el coreano, por la calidad de esta poesía conjeturo que la labor de los traductores fue intensa en tanto consiguieron transmitir una notable expresividad.
No es desatinado afirmar que al leer los tres poemas que integran “La alegría de la ciudad mundana”, su pieza más aclamada en Corea, se respira una sensualidad de neón y miseria humana de Seúl, “la noche de Seúl como un pozo sin fondo”. Y Choi Seung-Ho la registra “como un extraterrestre melancólico que tiene que elaborar un largo informe sobre el fin de la Tierra”. El fenómeno de su intelección de una poesía que puede ser tan remota en términos lingüísticos, si se quiere, no reside sólo en la dedicación de los traductores sino también en una convención ideológica, la destreza del autor para generar imágenes legibles en todo sujeto bajo el capitalismo. Choi Seung-Ho les habla a quienes “los domingos / abrazando los pecados que parecen ropa escondida / en trajes elegantes van a iglesias semejantes a cómodos lavarropas / ovejas que quieren confesar sus pecados”. Sin embargo, Choi Seung-Ho sugiere, como por debajo, una desesperada apuesta a la reflexión. Aunque tal vez convenga más hablar de “meditación”. Porque, aun cuando exaspera con su catálogo de atrocidades, su furia irradia un aura de zen crepuscular. Porque el objetivo que distingue sus metáforas y alegorías es inducir a la meditación. Por tanto, su furia, tal vez, debe entenderse también como el gesto del maestro que al discípulo, ese “hipócrita lector” baudelaireano, le asesta un palazo.
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