Abogado defensor en Berlín desde hace casi veinte años, Ferdinand von Schirach (1964) se convirtió en uno de los debuts literarios más inesperados y bienvenidos de la literatura alemana. Premiado, elogiado y traducido a más de treinta idiomas, Crímenes (Salamandra) reúne una serie de relatos basados en los más de 700 casos que fueron pasando por sus manos, con una prosa seca que camina sobre la compasión antropológica y la crudeza gratuita, en busca de la comprensión de la naturaleza humana. En esta entrevista, habla de su posición frente a la Justicia, de la encumbrada figura de su abuelo dentro del nazismo, de su interés por personas en situaciones extremas, de lo cercana a cada uno que está la posibilidad de un crimen, de los clichés del policial literario y de la posibilidad de la literatura de acercarse más a la verdad que los expedientes.
› Por Ariel Magnus
El abogado penalista Ferdinand von Schirach es un hombre más bien parco. Cada página de sus cuentos policiales, casi todos basados en casos reales en los que él participó como defensor, daría para una historia en sí. Y cada una de las once historias, para una novela. Pero él prefirió atenerse a lo esencial. “No se necesita escribir mucho para caracterizar muy bien a una persona”, sentenció en alguna entrevista. También ahí suelen ser más largas las preguntas de los periodistas que sus respuestas, siempre precisas y en su mayor parte acotadas. Esta laconía se corresponde con cómo entiende él su rol de abogado defensor en causas penales, oficio que ejerce en Berlín hace ya casi veinte años: como el de un observador. Por eso no le gustaría ser juez, ha repetido cada vez que le preguntaron, pues eso implicaría emitir juicios, tener que decidir. “Mi postura es la de un espectador interesado, ‘participación contenida’ lo llamaba Schopenhauer.”
¿La literatura se ha convertido entonces en una sala de juicio, donde también puede asumir el rol de fiscal o de juez? –es una de las preguntas enviadas por mail.
–Como fiscal hay que juzgar. Uno debe estar seguro de lo que está bien y lo que está mal, no puede dudar mucho. Y tiene que estar dispuesto a trabajar en un organismo grande con jerarquías cansadoras. Nada de eso es para mí. No me gusta juzgar, prefiero observar.
El narrador de Crímenes se basa en este ideal de su autor y es uno de sus mayores hallazgos. Aunque podrían funcionar igual de bien con un narrador estrictamente omnisciente, la irrupción de la primera persona, casi siempre en las páginas finales, les da a los relatos y aun al conjunto de los relatos una perspectiva bien definida, y con ella un valor agregado a su afán observador. Es fácil mantener la neutralidad cuando no es nadie específico el que habla; lo difícil es lograrla desde un lugar crucial, como el del abogado defensor. Aunque sin nombre ni densidad como personaje, es él quien provoca el giro en muchos casos, o incluso su resolución. Pero ante todo es él, que sabe todo de todos, incluido lo que piensan, el que al final prefiere dar un paso al costado y no emitir juicios, aun cuando eso implique dejar algún que otro caso sin resolver.
Tanto en sus historias como en sus entrevistas usted aparece como el típico detective sin familia que sólo siente pasión por su trabajo. ¿Esa imagen es verdadera?
–Creo que al final todos estamos solos. Nos han puesto torcidos en este mundo, y eso a algunos los termina superando.
Ciertamente, a Ferdinand von Schirach, que nació en Munich en 1964, lo pusieron bastante torcido en este mundo. Su abuelo paterno era Baldur von Schirach (1907-1974), un nazi muy cercano a Hitler, que desde 1933 ocupó el cargo más alto de las juventudes hitlerianas, para luego pasar a ser jefe territorial de Viena durante la Segunda Guerra. En 1946, el tribunal de Nuremberg lo encontró culpable de la deportación de 185.000 judíos austríacos y lo condenó a 20 años de prisión. Cuando saldó su pena, publicó el libro Yo creí en Hitler, a los que le siguieron después libros de su esposa Henriette y aun de su hijo Richard.
En casi cada entrevista su nieto Ferdinand es confrontado con esta incómoda ascendencia, pero él niega que haya influido en la elección de su carrera profesional. “Si la culpa de mi abuelo fue una razón para que yo me ocupara de la culpa en mi profesión, entonces fue sin dudas una decisión inconsciente, pero creo que es algo que puedo descartar”, aclaró una y mil veces. Y cuando el Jüdische Allgemeine fue más allá y le preguntó si ser abogado defensor no era una forma inconsciente y aun retrospectiva de defender a su abuelo, que lo había cargado de culpa, Von Schirach fue claro: “Si fue inconsciente, no puedo responder por ello. Y yo no defendería a mi abuelo. Ni dentro ni fuera de un proceso penal”.
Ni a su abuelo ni a sus trasnochados seguidores de la extrema derecha (“no son compatibles con mi apellido”) ni a pedófilos. Por lo demás, no le hace asco a nada, ni tampoco consecuentemente su alter ego escritor. Casi todas las historias tratan de crímenes así llamados capitales y son espeluznantemente sangrientas, aunque sin alevosía ni crueldad. A la frialdad médica con que se cuenta un descuartizamiento en “Suerte”, por ejemplo, o la muerte casi instantánea de los dos skinheads en “Legítima defensa”, se suma la empatía que la narración nos hace generar por el malo de la película, aun antes de que asumamos su defensa frente a un juez. La idea de que, pase lo que pase, nosotros quedaremos siempre del lado del acusado, a veces hasta por encargo de gente que no sabemos quién es, es otro de los hallazgos narrativos del libro.
El punto de vista responde no sólo a la profesión de Von Schirach, sino a su Weltanschauung. “La mayoría de las cosas son complicadas, y la culpabilidad es siempre un asunto peliagudo”, cita en el prólogo a un antepasado más presentable, un tío juez que siempre repetía esa máxima y que acabó pegándose un tiro (y dejó una carta que empezaba diciendo que “La mayoría de las cosas son complicadas...”). Para el sobrino, esa frase resume la vida del hombre sobre la Tierra: “Nos pasamos la vida danzando sobre una fina capa de hielo; debajo hace frío y nos espera una muerte rápida. El hielo no soporta el peso de algunas personas, que se hunden. Ese es el momento que me interesa. Si tenemos suerte, no ocurre nada y seguimos danzando. Si tenemos suerte”.
¿Por qué le interesa tanto el hombre en la situación extrema?
–Una persona que ha tocado fondo, que lo ha perdido todo por matar a otra persona a la que ama, está desnuda. Ya no hay iPhone, no hay lindas camperas, no hay formas amables, nada de la fina capa sobre la que caminamos. Sólo queda su esencia, aquello de lo que está hecho.
Dice Von Schirach en ese mismo prólogo: “Escribo sobre procedimientos criminales, en los que he actuado como abogado defensor en más de setecientas ocasiones”. Como se ve, la frase insinúa, pero no dice, que los casos son reales, y Von Schirach ha optado por mantener la ambigüedad también con los periodistas. Sus oscuras aclaraciones remiten siempre a la imagen de la caja de imprenta, en la que cada letra de molde sería un personaje o caso, que él luego combinó en sus historias de forma completamente nueva. Tanto las personas como las historias son reales, pero siempre sacadas de contexto. “Estoy bastante seguro de que incluso la gente que las vivió no se volverían a reconocer en ellas”, apuesta Von Schirach, que en caso de perder estaría él mismo cometiendo un delito. Lo único que Von Schirach dice no haber cambiado es la motivación de los crímenes, o más bien su “tono fundamental, que es lo que nos toca”.
¿Cuán importante es para usted, como escritor de historias basadas en hechos reales, la imaginación y la invención?, sería una forma de reformular la pregunta.
–Mis historias son verdaderas, pero no porque correspondan a la realidad. Son verdaderas porque son literatura. La literatura siempre está más cerca de la verdad que las actas de un juicio.
Más o menos verdaderos, pues, los relatos de Von Schirach tienen la fuerza de alguien con toda esta bella fe en la literatura, pero combinada con un conocimiento de la realidad más bien ajena a la mayoría de los escritores de policiales. “Los guionistas suelen copiarse de otros guionistas. En Alemania no hay ningún juez que golpee un martillo para pedir silencio. Tampoco ningún abogado se para y camina hasta donde está el testigo para interrogarlo y gritarle. Y cuando le pegan a alguien con un bate, se cae y muere.” Lo mismo les cabe a los literatos, que rara vez se vieron involucrados en un crimen. “La mayoría escribe tomando un capuchino en Prenzlauer Berg (el Palermo berlinés). Por eso tienen que describir con todo detalle cómo alguien comió con cuchillo y tenedor, que el mantel estaba deshilachado, que el cielo empezó a encapotarse... Yo ahí tengo suerte. Tengo las historias y puedo escribirlas con relativa brevedad.”
Von Schirach sabe que en las obducciones los médicos no se hacen chistecitos entre ellos, sabe que un abogado defensor no necesariamente quiere conocer la verdad, sabe que los psicópatas son personas que carecen de interés. Tanto conoce Von Schirach el mundo policial, que puede darse el lujo de admitir y transmitir habilidades dudosas (“Aprendí a disparar de chico. Es muy simple. Sólo hay que quedarse tranquilo y soltar todo el aire cuando se aprieta el gatillo. Todo es una cuestión de serenidad.”) e aun de adherir a lugares comunes de dudosa corrección política, como que un policía reconoce a un criminal con sólo verle la cara. “En la película M - Una ciudad busca a un asesino (de Fritz Lang) un viejo comisario dice siempre: ‘Reconozco a mis chanchos por su forma de caminar’. Y eso es realmente así.”
Con este conocimiento de causa elude Von Schirach los crímenes perfectos, pues sabe que no tienen ningún interés, y que son los más frecuentes. Empujar la escalera sobre la que tu odiado marido está cambiando una lamparita o ahogar con una almohada a una rica tía moribunda, esos son los asesinatos que según su experiencia nunca se castigan, porque no llegan ni a investigarse. “Tercer crimen perfecto –le relató una vez a una periodista–. Estamos hablando acá hace una hora, pero de lo que usted no se da cuenta es que esta conversación me está sacando de quicio. Hace tiempo que tengo el cuchillo en la mano de la bronca que le tengo, todo el tiempo estoy jugando con él sin que se note. De regreso a mi casa se me cruza una viejita. Pienso: a la periodista no la pude matar, demasiada gente sabía de nuestra cita. Pero alguien tiene que pagar por esta hora perdida en el café. Le cortó la garganta a la vieja y sigo mi camino. Por supuesto que eso nunca será esclarecido. Jamás. Completamente imposible.”
Von Schirach se hizo escritor para matar el tedio del insomnio. “Las historias de Crímenes son las primeras que escribí en mi vida –contó en 2009, cuando se publicaron en su idioma original–. Por las noches me aburro, y así fue que en algún momento empecé a escribir. Me gustaría contarle una historia más apasionante, pero no hay.” Contador de historias, en cambio, se sintió siempre, pues en su opinión es eso lo que hace un abogado. “La acusación es una historia que cuenta la fiscalía. El abogado defensor debe probar cuán buena es, si tiene huecos. Luego cuenta la historia del acusado, porque él mismo no suele poder hacerlo.” Aunque son raras las veces en que se puede justificar por qué alguien mata a otra persona, la idea es intentar explicar cómo es que alguien llega hasta esa situación, y esa historia es siempre una forma de interpretar la vida de las personas. “Claro que hay psicópatas, pero en general nadie se levanta a la mañana y dice: ‘Qué feo está el día, hoy mato a alguien’.”
Contar bien una historia significa para Von Schirach crear empatía con su personaje más débil. Es una estrategia de supervivencia. “En los secuestros, por ejemplo, lo más importante es que el secuestrador aprenda el nombre de la víctima y en lo posible alguna historia de él. Cuando el secuestrado deja de ser anónimo, es mucho más difícil matarlo. Un tribunal funciona de la misma manera. Cuanto mejor conoce un juez a una persona, más difícil se le hace castigarlo con dureza. Así somos los seres humanos. Sentimos algo por aquellos que tenemos cerca.”
Esta empatía que el abogado busca provocar en el juez (y que el escritor nunca falla en despertar en el lector) es la misma que lo movió a elegir su profesión. “Mi profesión fue una especie de salvación –se sinceró demasiado en una entrevista, de la que desde entonces no deja de arrepentirse en todas las otras donde se la recuerdan–. Siempre me sentí un extraño. En casa con la familia y sobre todo afuera. Llevé una vida completamente normal, pero esa sensación no se me fue nunca. Recién después de convertirme en abogado defensor empecé lentamente a entender que no era el único. Cuando llega un cliente, se encuentra a veces al filo del abismo. Quizá es por eso que al abogado le cuenta más cosas que lo común. Se ve al ser humano con mayor profundidad. Y cuando uno escucha con atención, entiende que muchos hombres comparten esta sensación. La extrañeza y la distancia no mermaron por eso para mí, pero me tranquilizó saber que no estaba solo.”
Quizá es esta sensación que lo persigue de chico lo que torna tan lábil para Von Schirach la frontera entre el hombre abismado por un delito y el hombre que debe salvarlo. “La mayoría de la gente no puede concebir que alguna vez cometerá un delito, aun cuando eso puede ocurrir vertiginosamente rápido. Imagínese que su pareja lo abandonó y usted sabe que lo más estúpido que puede hacer ahora es llamarla. Y sin embargo, lo hace. Con los delitos pasa algo parecido. La mayor parte de la gente cree que es una diferencia cualitativa, pero yo creo que es cuantitativa. Cuando usted le grita a su pareja, ya es un pequeñísimo escalón, y eso puede ir creciendo hasta que le clava una tijera en el cuello. Los límites son fluidos, todos estamos un poco en peligro de incurrir en un delito capital.” Por ignorar esta fluidez nace la omnipotencia, y de ella la impiedad. “La gente cree que eso sólo les puede pasar a otros, y por eso no lo perdonan. Es como con la muerte: en el fondo nadie cree que le vaya a pasar a él.”
El libro de Von Schirach fue bestseller en Alemania y se vendieron los derechos de traducción a una treintena de países, en muchos de los cuales también fue un éxito rutilante (y merecido) de ventas. De una de las historias, la ya mencionada “Suerte”, la más sangrienta y a la vez la más conmovedora, se estrena por estos días una versión fílmica de Doris Dörrie. De las restantes ya se hizo una miniserie para la televisión alemana. Un año después de este éxito, Von Schirach publicó otro volumen de relatos, Culpa, en donde cuenta entre otros casos el de una violación donde consiguió que el culpable no fuera condenado, y perdió él mismo la inocencia (“Si pensara en la culpa moral, le habría errado de profesión, debería haberme hecho cura”). En 2011 apareció El caso Collini, una suerte de novela judicial en la que Von Schirach rastrea un escandaloso “error” de jurisprudencia alemana que dejó libres a muchos nazis. También estos libros fueron un éxito, y Von Schirach recibió por ellos numerosos premios, entre ellos el premio Kleist.
Su vida, con todo, no cambió en lo más mínimo. En el estudio recibe la misma cantidad de casos por año (“Si usted acaba de matar a su pareja, no piensa en literatura”). Y fuera de él sigue manejando el mismo auto que hace veinte años y alquilando la casa donde vive. “Poseer un pedazo de la corteza terrestre es un poco aburrido y sobre todo muy incriminatorio. En el fondo da lo mismo si uno posee algo o no. Estamos apenas 80 años acá. No deberíamos tomarnos tan serio a nosotros mismos.”
Frases como éstas alentaron que más de una vez le preguntaran si se consideraba un pesimista, o incluso un cínico, pero él niega las dos cosas. “Pesimista u optimista son conceptos que presuponen que uno espera algo. Yo trabajo hace muchos años en la justicia penal, he visto suficientes muertos, ya no espero nada. Me conformo con que la cosa siga, de alguna manera. Vivimos en un gran momento. No hay guerra en Europa, y podemos almorzar en un buen restaurante italiano. Eso ya es más que lo que tuvieron la mayoría de las generaciones anteriores.” En cuanto al cinismo, lo considera una postura errada, “pues hace del mundo algo pequeño y feo. Mi profesión me provoca lo contrario: me deja ver las cosas de forma mucho más amplia. Pienso más en los hombres. Y con el tiempo uno se torna más humilde”.
Usted ya era exitoso como abogado defensor y ahora también lo es como escritor. ¿Por qué se interesa por los fracasados?
–El éxito visible es completamente insignificante: todos nosotros fracasamos, fracasamos cada día. A menudo son pequeñeces, cosas intrascendentes. Los hombres que cometen delitos no se diferencian en mucho de nosotros.
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