De Alejandra Pizarnik a Gustavo Escanlar, de César Moro a Ignacio Anzoátegui, de Porfirio Barba Jacob a Jorge Barón Biza, Los malditos, un volumen de la Universidad Diego Portales editado por Leila Guerriero, reúne diecisiete retratos de vidas al límite de artistas de América latina contados por escritores y cronistas destacados como Alan Pauls, Mariana Enriquez, Alberto Fuguet, Juan José Becerra y Juan Gabriel Vásquez, entre otros. Suicidios, infiernos interiores, impulsos autodestructivos, pero también talento y creatividad extremos se ponen en juego en este formidable volumen que indaga en las formas antiguas y aún vigentes del malditismo.
› Por Juan Pablo Bertazza
La palabra maldito proviene del latín male dictus, que sería algo así como “expresar ofensas a alguien” o, incluso, “maldecir”. Los malditos son, en consecuencia, los que antes maldijeron, un círculo que se cierra sobre ellos mismos. Malditos son los que caen en su propia trampa, los que se enredan en sus propias maldiciones. Los malditos es también un libro fascinante compilado por la escritora y periodista Leila Guerriero, una verdadera puerta de acceso hacia una dimensión desconocida o, mejor, una plataforma lanzada hacia aquello desde donde ya no se vuelve: el interés por hombres y mujeres que escribieron con sangre su obra y su propia vida. Diecisiete –el número de la desgracia– perfiles de autores muertos pero vigentes y contemporáneos de Latinoamérica; ese fue el punto de arranque para confeccionar esta obra, aclara Leila Guerriero desde la mesa de un bar de Chacarita, con anteojos de sol, fresca, grave, lúcida y reflexiva, como recién llegada de un lugar traumático, como si hubiera pasado una temporada en el infierno: “Confeccionar la lista de malditos me llevó nueve meses, había países de cuyos escritores malditos no teníamos la menor idea. No por escasez, es decir, no los países que podés estar pensando como Ecuador, que sí tenían un referente muy claro, sino por superpoblación de malditos, como es el caso de Colombia, donde tuvimos que dejar afuera a Raúl Gómez Jattin, y Brasil, otro país muy difícil porque sus malditos tienen más que ver con la composición de las canciones de la década del ’70. Queríamos un balance entre escritores conocidos y algunos que fueran más soterrados, rescatar la obra de gente con mucho brillo en su momento que luego quedó olvidada, tratamos de esquivar la moda consagratoria”, explica Guerriero.
Jugando un poco a las estadísticas, digamos que el gran mapa del malditismo contemporáneo de América latina cuenta con tres argentinos, tres chilenos, dos colombianos, dos peruanos, un boliviano, un brasileño, un mexicano, un cubano, un uruguayo; un escritor que se agregó a último momento, el periodista y estrella de la televisión uruguaya Gustavo Escanlar, que falleció en noviembre del 2010, y sólo dos mujeres: la chilena Teresa Wilms Montt y Alejandra Pizarnik.
Pero además este libro presenta, en uno de sus sucesivos trasfondos, una antología de los escritores más importantes de Latinoamérica, aquellos encargados de escribir y bucear en la vida de los malditos: nombres como Alan Pauls, Juan Gabriel Vázquez, Edmundo Paz Soldán, Rafael Lemus, Juan José Becerra, Mariana Enriquez y Alberto Fuguet. Escritores que elaboraron textos de una excelente calidad literaria pero que, en cada caso, emprendieron un viaje, un itinerario, es decir, no sólo por los libros del escritor que les tocó en suerte, sino también por la ciudad natal de cada uno de ellos, los barrios que habitaron, los colegios donde estudiaron o fueron expulsados, las familias en las que nacieron, los amigos que eligieron y hasta los cementerios donde permanecen enterrados.
A todo esto, ¿qué es un escritor maldito?
“Los malditos tienen que tener, inevitablemente, un punto de tortura interna, estar a la intemperie, ser frágiles para resolver cuestiones que a otros no les cuesta demasiado, un retorcijón fuerte de la conciencia, del ánimo, una sensibilidad exacerbada, son sobrevivientes de ellos mismos, gente muy arrojada a los lobos. Por ejemplo, un alcohólico agarrado del semáforo de la esquina y con una obra endeble no podría ser considerado un maldito, intentamos evitar la leyenda de los excesos o, por lo menos, que eso no fuera lo único para mostrar. El objetivo noble de este libro es despertar el interés por todas estas obras que son muy valiosas, despertar la curiosidad del lector”, concluye Guerriero.
Sin volver a apelar a las etimologías, dentro de la literatura el término “maldito” se remonta a la poesía francesa, a partir de Los poetas malditos, de Paul Verlaine, un libro de ensayos publicado por primera vez en 1884, y luego en su versión definitiva de 1888. En esta obra se honra y se reconstruye la obra y la vida de seis poetas emblemáticos: Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L’Isle-Adam y Pauvre Lelian, anagrama del propio Paul Verlaine. Desde aquel entonces a esta parte, el malditismo parece subsistir en el género poético, a tal punto que se conoce la expresión poeta maldito, pero no cuentista o novelista maldito. ¿Por qué la poesía es el género que más aloja sujetos malditos?
“Es verdad, parece haber una relación estrecha entre la poesía y el malditismo, de hecho, los grandes referentes son poetas, quizá se deba a que la poesía es un género que trabaja con el ser sin tanta intermediación: yo primero pensé que en el libro íbamos a tener sólo poetas y no fue tan así.”
¿Cuáles son las características en común de estos diecisiete autores de diversa nacionalidad, estilos, géneros y edades? La locura es, en efecto, una de las condiciones del malditismo: locura que en el caso de Martín Adán, tal como cuenta Daniel Ttinger, parece venir de la familia: “Su hermano, por leer tanto a Verne, construyó un avión de madera lo suficientemente grande como para poner de piloto a un muchachito de trece años, subirlo a un segundo piso, convencerlo de que se agarre fuerte del timón y arrojarlo al vacío”. Algo similar sucede con Jorge Barón Biza y ese aire trágico y suicida de familia que plasma de manera impresionante en El desierto y su semilla. Otra característica del malditismo parece estar dada por los golpes, golpes en la vida tan fuertes, golpes como el odio de Dios, golpes que son pocos pero son; golpes metafóricos, golpes concretos, golpes propios, golpes ajenos. Samuel Rawet, a quien se le cae al suelo su hermanito (“no hace falta más que eso para transformar una vida en una catástrofe”, señala Guerriero), golpes que, acaso, cambian el destino y presagian algo, golpes como el que sufrió a los tres años el poeta chileno Pablo Palacio cuando la niñera se lo llevó al arroyo a lavar ropa blanca, desde donde sufrió una tremenda caída que, además de imborrables cicatrices, le habría hecho ingresar el don, el gen, o el virus literario. Una caída casi calcada es la que sufre el mexicano Jorge Cuesta cuando es soltado por su niñera que lo sujetaba y se revienta la cabeza contra un mueble.
Otro elemento esencial del malditismo, un verdadero género del escritor maldito es el que constituyen las últimas palabras. Así, el hermético poeta Jorge Cuesta dejó escrita la siguiente nota antes de ahorcarse: “Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era suficiente, no ha sido suficiente”; por su parte, las últimas palabras del poeta boliviano Jaime Sáenz, que terminó sus días en la Casa del Poeta, una vivienda de la alcaldía de La Paz, fueron una cita a Goethe: “Sólo el amor salva”; y, por otro lado, el caso paradigmático de Alejandra Pizarnik quien, antes de su muerte por sobredosis, llegó a escribir en su pizarrón de trabajo: “No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”.
En definitiva, para ser maldito no alcanza con ser loco, solitario, gay, pobre. Pero, sin lugar a dudas, la gran coincidencia de los malditos recae en el exceso de nombres, como si uno solo no resultara suficiente para contener tanta pulsión, tanta necesidad, tanto exceso: seudónimos o heterónimos como es el caso de Martín Adán, quien decía: “A Martín Adán pueden escudriñarlo todo a través de sus obras. A Rafael de la Fuente no, le hacen daño”; el seudónimo de sir Edgar Dixon utilizado por Bernardo Arias Trujillo para firmar una de sus novelas malditas, Por los caminos de Sodoma; también los apodos sufridos o autoimpuestos por escritores como Rodrigo Lira, que se hacía llamar Mister Pico, que en Chile quiere decir pene, o el aristócrata padre de la chilena Teresa Wilms Montt a quien, a falta de herederos hombres, decidió llamarla “mi Tereso”. O, directamente la esquizofrenia, esa especie de muñeca rusa que constituyen los nombres de Porfirio Barba Jacob que, tal como cuenta Juan Gabriel Vásquez, “de niño y de joven fue Miguel Angel Osorio, que durante un breve tiempo fue Maín Ximénez y luego, durante un tiempo no tan breve, Ricardo Arenales; que al final de su vida llegó a pensar en llamarse Juan Pedro Pablo y pasar así de tener un nombre que no tenía nadie a tener un nombre que era todos”. O el caso contrario que es el poder de aquellos pocos nombres que terminan condensando con su poder todo lo que hay a su alrededor, como sucede, nuevamente, con la chilena Teresa Wilms Montt, tan hermosa y tan maldita como sus hermanas que Traslaviña, la calle donde vivían, se transformó en Tras las Wilms; o lo que implica la eliminación de parte del nombre, como hizo Pizarnik con respecto a Flora, luego de la publicación de su primer libro, La tierra más ajena (1955). Cambios de nombre que parecen verdaderos cambios de piel, como exhibe el poeta César Moro que, en realidad, se llamaba Alfredo Quíspez Asín Más, nombre que modificó con todas las de la ley en el Registro Civil de Lima a los veinte años porque, tal vez, le parecía de indio.
Cuesta pensar que estos diecisiete autores hayan podido conocer algo parecido a la felicidad, en primer lugar porque es difícil entender la felicidad sin el humor, y si de algo carecen la mayoría de estos autores es de cinismo, es decir, no tenían la capacidad de verse desde afuera, muy inmersos como estaban en sus propios demonios: “Toda esta gente tenía un infierno en la cabeza, sí han tenido respiros, nadie puede vivir más de diez años con un infierno en la cabeza permanente, creo que en algunos casos han tenido alguna etapa más de remanso, a veces una pareja funcionaba como eso, como un lugar de cobijo, pero esa tortura permanente no se resolvía nunca: eso que entendemos como felicidad, estado de más placidez o bienestar, adquiere en ellos una forma muy efímera de la euforia, de la exaltación, un pico completamente inestable que, para ellos, es lo más parecido a la felicidad. En definitiva, si les pudiéramos preguntar a todos ellos si fueron felices, la respuesta sería no positiva. Escanlar, por ejemplo, tendría una respuesta más insolente, no hay que ser reduccionista, con lo difícil que es aceptar que uno no tuvo una vida feliz”, concluye Guerriero.
Si algo deja en claro este libro excepcional es que, a pesar de que la categoría maldito remita al campo semántico del romanticismo, el malditismo sigue y seguirá siempre vigente, tal vez reencarnando en otras formas, reapareciendo como los fantasmas y espíritus de muchos de estos escritores, cuya aura persiste luego de la muerte.
“Son personas muy dotadas para algo, pero muy poco dotadas para otras cosas, ahí hay un abismo insondable, resolver la vida práctica, hasta resolver un afecto, gente que nació con la sexualidad equivocada en la época equivocada. Y eso, en efecto, va a pasar siempre. Habrá otras cosas, pero siempre va a haber un punto de inadaptación, siempre habrá algo difícil de tragar, tal vez personas que, dentro de sesenta años, se quieran cocer y compartir el hígado con otra persona. Siempre algo nos va a producir rechazo.”
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