Domingo, 4 de marzo de 2012 | Hoy
Retratos de personas comunes y no tanto, y la perspicacia de un narrador para captar el exacto momento en que una vida cobra un significado especial como para integrar un cuento, un volumen de cuentos llamado Señora grande.
Por Ezequiel Acuña
Los títulos de los libros pueden ser más o menos enigmáticos, decirnos algo directo o quedar ahí flotando casi de por vida, sin revelarnos nada especial. Algunos son cantados; otros, como Señora grande, sostienen el misterio durante un buen trecho. El libro de José Fraguas es una colección de cuentos preciosos, bellos, que parecen tener todos un mismo narrador, bastante sagaz y simpático, pero sobre todo sensible y atento a lo que sucede a su alrededor. Un narrador que de ser una persona de carne y hueso, seguramente querríamos de amigo; sería alguien un poco tímido, de esa clase de gente que en las reuniones se sienta en un rincón y observa para después tomar apuntes en una libretita e irles sacando la ficha a quienes lo rodean.
Varios de los cuentos son biopics, con un personaje principal al que el narrador persigue con un pincel en la mano para retratar pequeños gestos de su personalidad, reacciones simpáticas, reacciones antipáticas, cómo dice tal cosa, cómo dice tal otra, cómo se relaciona con la gente que la rodea y cómo ve esa gente a esa persona. Y todo bajo cierto tono neutral, cierta ausencia de juicio, como dejando que los detalles escogidos casi por azar, que el montaje de furcios, tics y costumbres de los personajes hablen por sí solos. Así y todo, la voz del narrador siempre parece demostrar un poco de cariño, cierto sentimiento candoroso por los retratados que se adivina detrás de la elección de ponerlos ahí y hacerlos formar parte de ese compilado de retratos.
“Aunque sonreía poco parecía tener la certeza de que su vida era perfecta. Con frecuencia encontraba signos que presagiaban una vida afortunada: los planetas en su carta natal dibujaban una estrella, los nombres de todas las calles en las que vivió, Sucre, Oro y Rosales, indicaban un destino brillante. Los que no la querían veían otra cosa: que sus padres eran ricos, que su novio la había engañado, la acusaban de frívola o de no tener conciencia social. A Liana parecía no importarle, desde chica le dio ilusión la vida de reinas, princesas y zarinas. No negaba la cuota de sufrimiento que tiene la vida humana, pero ella podía estar tranquila, una mentalista le había informado que ya había padecido bastante en vidas anteriores.”
A decir verdad, los primeros cuatro cuentos tienen, sí, como centro a cuatro señoras grandes: “Manuela” –un comienzo entrañable del que es difícil de-sengancharse–, “Susana”, “Pichiester” y “De repente”. Pero esa unidad se diluye rápido, y los relatos pasan a girar en torno tanto de hombres como del propio narrador e incluso lugares u objetos –un árbol, estatuas– que son narrados con la misma minuciosidad aleatoria, hasta incluir también una carta a los amigos que empieza declarando “Queridos amigos: estoy enamorado de casi todos ustedes”.
Pero lo fundamental es que desde la distancia, desde el rincón en el que permanece sentado y mira, el narrador mismo es un personaje importante de esas historias, e interactúa con los retratados y los retratos de forma tal que éstos parecen tener algo de marca de vida para el narrador.
Las historias empiezan más o menos en algún lugar y terminan más o menos en otro: empiezan y terminan en lugares elegidos por el narrador pero que parecen tener algo de arbitrario, de simple corte. En algún punto paradójico esa arbitrariedad del narrador les otorga una nueva dosis de realismo a las historias, como si esas historias fueran mucho más largas, verídicas historias de la vida real de las cuales el narrador conoce o decide contar sólo una parte, sencillamente porque no se puede y no interesa contar detalladamente toda la vida de una persona. Las historias, entonces, parecen continuar antes y después de la narración, y vale quedarse pensando: esas personas son reales, el narrador las conoció en ese momento de sus vidas.
Señora grande es un libro extremadamente bello. Tan bello como escuchar a una abuela contando una y otra vez las mismas historias. ¿Alguien no le pediría que las repita? Y ahí, entonces, podemos empezar a sospechar algún sentido para ese título en ese narrador que intenta –y lo consigue– contar historias, minucias y no tanto, de la vida con el tono y la magia con el que cuentan las cosas las señoras grandes.
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