Domingo, 11 de marzo de 2012 | Hoy
Algo curioso parece estar sucediendo con la obra de Mario Levrero: mientras se siguen rescatando sus nouvelles, el corazón de su obra, los cuentos, siguen encerrados en algunas librerías de Montevideo. A pesar de todo, El alma de Gardel no deja de ser una muestra de su original abordaje de una fantasía que escapaba a los casilleros de género.
Por Martín Pérez
El protagonista de El alma de Gardel sueña con un viento que le dice que es, justamente, el alma de Gardel. Le cree, explica el protagonista, porque para convencerlo no usa ningún truco burdo, como el de la voz. “Era una información fría, objetiva, de alma a alma”, precisa. Lo que el alma tiene para decirle es que un supuesto loco que abordó un rato antes al protagonista, explicándole que Gardel sólo quiere elevarse pero cada vez que alguien lo escucha o lo recuerda lo mantiene en este plano, tiene razón. Pero que él no quiere cambiar de plano mientras haya alguien que lo necesite en éste. Juntos, el protagonista y Gardel, deberán luchar contra el supuesto loco, porque es alguien que puede llegar a ser peligroso.
Así es como puede resumirse la parte folletinesca del argumento de la más reciente entre la sucesión de breves novelas de Mario Levrero que vienen siendo rescatadas por Mondadori. Pero en realidad El alma de Gardel es, más que nada, un pequeño diario íntimo sin fecha, que alterna reflexiones sobre la literatura y la memoria con una aventura estrafalaria, que recuerda por momentos el Nick Carter (también rescatado por Mondadori) que Levrero publicó originalmente en la primera mitad en los ’70, con portada de Andrés Cascioli y firmado por Jorge Varlotta (su verdadero nombre, pero que en literatura siempre funcionó como un seudónimo de su firma habitual).
“Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero...”, se burla el narrador de Dejen todo en mis manos, otra de sus nouvelles recientemente rescatadas. Justamente, El alma de Gardel funcionaría como eslabón perdido entre la primera persona autorreflexiva pero aventurera de estas dos, con la tercera persona delirante y folletinesca de Carter y La banda del ciempiés (cuya versión resumida en 22 episodios se publicó en Página/12 durante el verano de 1989). Y al mismo tiempo no deja de ser un puente hacia el capítulo final de su obra, donde esa primera persona pasa a ser directamente Mario Levrero, un protagonista que ya no necesita aventuras, ni metafísicas ni de las otras, sino que con su cotidianidad alcanza, como bien lo demuestra El discurso vacío, primero. Y luego ese monumento póstumo llamado La novela luminosa.
Así como Gardel no puede pasar a otro plano porque lo siguen reclamando aquí, algo parecido parece estarle pasando a Levrero, que fue durante mucho tiempo un escritor secreto. Autor de crucigramas o guionista de historietas, entre tantos de sus oficios terrestres, Levrero fue ignorado por la literatura supuestamente “seria”, pero seguido por quienes habían encontrado su pista en revistas de ciencia ficción como El Péndulo (que dedicó un número entero a su novela El lugar), de historietas como Fierro o incluso en la última encarnación de la revista Crisis de fines de los ’80, donde publicó sus Apuntes bonaerenses, que ya preanunciaban la luminosa última etapa de su obra. De hecho, durante esa década sus libros siempre encontraron un lugar en editoriales independientes, desde Puntosur, con Espacios libres, hasta De la Flor, con Fauna/ Desplazamientos.
Ahora que no lo dejan pasar a otro plano con tanto erudito reconocimiento póstumo –que antes que merecido puede parecer una burla egoísta, ya que los supuestos eruditos nunca se preocuparon por él mientras estuvo incómodamente vivo–, la obra de Levrero sigue sufriendo cuando la editorial interesada en recuperarla elige seguir invocándolo (luego de haber editado sus grandes obras iniciales, como la Trilogía Involuntaria, y las finales, como La novela luminosa) a través de nouvelles disfrazadas de novelas merced a una letra impiadosamente grande, que no logra evitar un sentimiento de pequeña estafa en el ocasional lector. Porque, aun cuando se pueda seguir la pista de su evolución artística a través de ellas (y su edición sea un regalo para fanáticos de la obra completa), no dejan de ser notas al pie de una obra cuyo cuerpo mayor, al menos en su etapa intermedia, está en los cuentos. Esos que, a pesar de que Levrero parece ya no ser tan secreto, hay que seguir yendo a buscar a Montevideo.
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