Domingo, 11 de marzo de 2012 | Hoy
Fue elogiado en distintas épocas por Raymond Carver, Richard Ford, Philip Roth y Jonathan Franzen. Poco se sabe de él, de su origen y de cómo llegó a convertirse en un imprescindible de la novela negra, pero Denis Johnson es realmente un serio heredero de Raymond Chandler y Dashiell Hammett. En su nuevo libro, Que nadie se mueva, logra una nueva descarga de noir truculento para homenajear al género. Aquí, unos fragmentos del prólogo de Rodrigo Fresán.
Por Rodrigo Fresán
Que nadie se mueva empieza, en las afueras de Bakersfield, presentando a un tal Jimmy Luntz. No conforme con ser uno de esos típicos perdedores que suelen crecer y reproducirse como conejos sin pata de la suerte en el paisaje noir, Luntz –además de haber sido un boxeador noqueado y ser un jugador compulsivo y más bien desafortunado– es miembro de uno de esos infames y bastante ridículos coros/cuartetos estilo barbershop. Ya saben: camisas a rayas, sombreros de paja, armonías a capella tan complejas como anticuadas, canciones supuestamente graciosas pero no tanto.
Y Jimmy Luntz –cuyo alias terreno y real, aunque no quiera condicionar la imaginación de nadie, bien podría ser Steve Buscemi– debe mucho dinero.
Y –sus acreedores han perdido su de por sí poca paciencia– ha llegado la hora de devolverlo.
Y qué hacer.
O qué deshacer.
Y de repente alguien menciona que tiene la receta infalible para hacerse con 2.300.000 dólares que tal vez estén al alcance de la mano y tal vez no.
Y empiezan los problemas.
Muchos.
Y, con ellos, llegan una vampiresa tan melancólica como peligrosa con sangre native-american (y con el inolvidable nombre de Anita Desilvera, y que se emborracha al treinta por ciento y es dueña de una sonrisa capaz de hacer perder la cabeza al mismísimo Jesucristo, y corrige a todo aquel que reduzca el botín a dos millones a secas, y hace el amor como una monja pasada de copas), sicarios muy pero muy pesados (alguno de ellos, se dice, con una particular propensión a comerse los testículos de sus rivales), una bolsa de dinero y una bolsa de colostomía, un juez corrupto, huesos quebradizos, un sediento camello de apellido Juárez (pero en verdad made in Arabia), una enfermera dedicada a robar fármacos potentes, humor oscurísimo, diálogos chispeantes e inflamables con sabor a Quentin Tarantino y/o Elmore Leonard, cadillacs ominosos y ambulancias aullantes, mañanas que se encienden como sopletes, un intimidante Hombre Alto que no se sabe si tose o se ríe y que tiene algún tipo de problema nunca del todo aclarado con su rostro/cabeza, y la venganza como plato frío, y etc.
Y otras dos palabras: Hermanos Coen.
***
“El dios en el que quiero creer tiene una voz y un sentido del humor como los de Denis Johnson”, rezó alguna vez Jonathan Franzen. Amén a eso; y, sí, cómo no creer en Denis Johnson y cómo no sentir orgullo y felicidad de tenerlo dentro de esta colección.
Durante muchos años, Johnson fue un escritor de culto mayor (lo que no impidió que su pasaje de la poesía a la prosa, con Angeles Derrotados, fuese alabado en su momento por prestigiosos como John Le Carré, Richard Ford, el ya mencionado Robert Stone y Philip Roth, quien la consideró “una pequeña obra maestra”) hasta que Hijo de Jesús (colección de novela-en-relatos entendida como uno de los libros clave de la literatura norteamericana de finales del siglo XX) inició su ascenso hasta las alturas de un canon donde habita sin hacer mucho ruido ni mostrándose demasiado.
Poco se sabe de él: que nació por casualidad en Munich en 1949, que ha tenido un pasado más o menos drogadicto y delictivo, que pasó por el Iowa Writer’s Workshop; que tuvo de maestro a –y fue bendecido por– Raymond Carver, que sus influencias incluyen a “Dr. Seuss, Dylan Thomas, Walt Whitman, los solos de guitarra de Eric Clapton y de Jimi Hendrix y T. S. Eliot”, que “otras influencias vienen y van, pero los nombres anteriores fueron los primeros y siguen siempre ahí y tienen algo para decir en cada línea que escribo” y que “no me gusta William Faulkner y siempre he pensado que Wallace Stevens escribe como la fotografía de una persona y no una persona, pero ambos han tenido su efecto en mí”; que lee poco en público; que no suele firmar ejemplares de sus libros; que le interesa el teatro como medio de expresión y vehículo para sus ideas; que ha colaborado en guiones de cine y letras de canciones; que vive con su familia –tercera esposa e hijos a los que educó en casa por no creer en los programas de colegios y afines– en una granja de Idaho apartada de la carretera principal, y que de tanto en tanto suele salir volando a reportar desde territorios peligrosos, tan peligrosos como los lugares en los que suelen transcurrir sus historias.
***
Y, aquí y allá y en todas partes, la música inconfundible de uno de los grandes estilistas en inglés y en activo.
El título Que nadie se mueva –páginas absoluta, total, completa y peligrosamente movedizas– sale, lo aclara Johnson en la novela, de aquel hit de aquel DJ y músico albino y jamaicano de nombre Yellowman. En un momento, Jimmy Luntz lo escucha en la radio: Nobody mov/ nobody get hurt”.
“Que nadie se mueva y nadie saldrá herido” son, está claro, las palabras típicas con las que un típico ladrón abre la melodía de un asalto.
Así funciona lo que aquí empieza, están advertidos.
Todos quietos, las manos arriba, sosteniendo este libro, abierto, y –si saben lo que les conviene, y van a saberlo en unas pocas líneas– no cerrarlo hasta alcanzada la última página y el último big bang bang y las últimas palabras en las que el agua tan fría sigue con lo suyo, desde el principio de los tiempos, como si nada hubiera pasado y nada fuera a pasar, mientras se nada o se flota o te hundes hasta el fondo para ya no salir a la superficie o, quizás, simplemente, intentás sacudirte un poco de la mugre y bastante de la sangre que llevas encima.
La muerte es un río que fluye.
Y dos palabras más: THE END.
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