Domingo, 11 de marzo de 2012 | Hoy
En 1952, José Saramago presentó a una editorial una novela que jamás le publicaron. Y no sólo eso: ni le contestaron. Una mañana de 1989 volvieron a llamarlo, pero esta vez fue él quien no les contestó. Lo cierto es que la novela, Claraboya, que Saramago no quiso publicar en vida, acaba de aparecer. Un trabajo que prefigura algunos aspectos de su obra sin dejar de ser una buena novela de comienzo.
Por Juan Pablo Bertazza
La vida de los escritores excepcionales suele ser un gran rompecabezas con distintas piezas que van configurando el mapa total de la suma entre obra y vida: piezas regulares, piezas excéntricas, piezas de distinto tamaño y distinta forma. Algunas piezas están ahí desde el primer momento, otras desaparecen y vuelven, y algunas parecen perderse para siempre. Algunas de las piezas obvias que arman el rompecabezas Saramago son El Evangelio según Jesucristo (1991), que impulsó su traslado hacia la isla de Lanzarote, donde falleció el 18 de junio de 2010, a los 87 años; Ensayo sobre la ceguera (1995), la pieza con la que sacó todas las fichas al premio Nobel que ganaría en 1998, o Caín, sencilla y excepcional novela con un final exquisitamente apocalíptico y muy a tono con aquella etiqueta que acompañará siempre a ese libro: la última novela acabada de Saramago, ya que existe otra sin terminar, Alabardas, alabardas. Espingardas, espingardas, que de todas formas su traductora, mujer y albacea Pilar del Río publicará en breve.
Una rara pieza constituye Claraboya, segunda novela escrita en vida, pero primera novela póstuma que acaba de publicarse en gran parte del mundo y cuya historia tal vez trascienda al mismo libro, volviéndose marginalmente fundamental para su obra literaria.
Una mañana de 1989 Saramago se afeitaba cuando recibió una llamada. Atendió el teléfono con espuma en la cara. Del otro lado, una voz proveniente de la Editorial del Diario de Noticias, la editorial portuguesa a la que Saramago había mandado treinta y seis años antes el manuscrito de una novela. Nunca le habían contestado si la publicaban o no. El llamado era para preguntarle si quería publicar, todavía, la novela. Tal vez por una mezcla de revancha, desinterés o entusiasmo por El Evangelio según Jesucristo, la novela que empezaba a culminar por esos días, Saramago no quiso publicar Claraboya, al menos mientras estuviera vivo. Ahora Pilar del Río considera que, en realidad, este es un regalo que el escritor les quiso hacer a sus lectores, una especie de legado desde el más allá para que no lo extrañen tanto sus fanáticos de todo el mundo.
Y si hablamos de sentidos trascendentales, no deja de llamar la atención la resignificación que toma, después de su muerte, la estructura de la novela, una novela plagada de personajes que sigue la rutina de seis familias conflictuadas y venidas a menos que conviven en un pobre edificio de Lisboa durante la dictadura de António de Oliveira Salazar. Sorprende aquel tragaluz, a partir del cual Saramago, uno de los escritores que más rivalizó con Dios pero que, a la vez, más belleza extrajo de la religión, maneja la vida de estos vecinos: sigilosas seducciones lésbicas, decadencia incontinente del amor marital, insatisfacción crónica, irremontables errores pero también cierta esperanza de cambio que tiene que ver con la búsqueda de la libertad y también con la llegada de aquellas cicatrices que hacen a los hombres. Con permanentes citas literarias a Pessoa, Dostoievski, Shakespeare, y hasta varias páginas de La religiosa de Diderot, todo atravesado por la música de Beethoven, Claraboya vive entre dos mundos, trasciende sus propias páginas y, más allá de su estructura, tiene un lugar fundamental en la propia obra de Saramago. Tal vez menos por lo que muestra que por lo que oculta, menos por su contenido que por el silencio que irradia. El silencio de la editorial redundó, en efecto, en el propio silencio autoral de Saramago, el mayor silencio de su carrera ya que entre la escritura de Claraboya en 1952 hasta la de Manual de pintura y caligrafía en 1977 pasaron veinticinco años. Desde entonces, Saramago no pararía de escribir hasta el día de su muerte, con intervalos entre novela y novela que, a lo sumo, llegaban a cuatro años, no más que eso. Lo más fácil sería pensar en la bronca y hasta la inseguridad que generó esa falta de respuesta en Saramago, pero tal vez más revelador sea entender esa pausa, ese bache, como un silencio cargado de fértil significado, el tomar carrera para dar el gran salto.
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