Domingo, 18 de marzo de 2012 | Hoy
Greil Marcus no sólo es considerado el crítico más importante de la historia del rock, sino el que utilizó esa nueva cultura como prisma para entender los cambios profundos que modificaron la sociedad occidental durante la segunda mitad del siglo XX. Su mirada excede por mucho el fenómeno musical y El basurero de la historia (Paidós), una colección que reúne ensayos de distintas etapas de su carrera, expone lo que podría considerarse su método: leer la cultura y la Historia en eso que ellas mismas desechan.
Por Greil Marcus
Este libro es una discusión acerca del modo en que la historia forma parte de la vida cotidiana; acerca de la forma, muchas veces invisible, en que se ha hecho siempre la historia, en gestos y palabras tanto como en los actos no sólo de hombres de Estado y de criminales, sino de nosotros mismos. Es un libro acerca de la persistencia de la historia; acerca de la manera en que los gestos, las palabras y los actos del pasado se burlan de cualquiera que diga Dejemos todo eso detrás o, con aún más arrogancia, ¡Gracias a Dios que finalmente dejamos eso atrás! Negar el Holocausto y negar que la mala cara que le pusiste a tu hijo no tiene nada que ver con la mala cara que tu madre o tu padre te pusieron a vos son parte de la misma historia –o antihistoria–: la negación del hecho de que en cada gesto, palabra o acto hay una historia.
Las historias que traté de contar en estas páginas –historias, entre otras, sobre hechos policiales, discursos, canciones, novelas, películas, religión, el Guernica de Picasso y pinturas rupestres, la Biblia y el Muro de Berlín– son también historias sobre el modo en que la historia sirve para falsificar, engañar, evadir, negar un impulso que parece no conocer límites. Hasta las sociedades más tradicionales, fieles a sus antepasados, se encuentran con acontecimientos que sus respectivos autorretratos narrativos no pueden asimilar y que son expulsados como si nunca hubieran existido. Igualmente, las sociedades más educadas, sofisticadas, tecnológicas y, por así decirlo, más archivadas, pueden practicar el mismo truco; hasta que años después, décadas o incluso generaciones o siglos más tarde, la historia nos toma por el cuello.
Piénsese en 68, el libro de Paco Ignacio Taibo II de 2004, y en todos los años que pasaron. En el libro, PIT vuelve sobre la Masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas de México, DF, pocos días antes de que la apertura de los Juegos Olímpicos atrajera la atención del mundo entero sobre la capital. Y pongo a prueba estos nombres, lugares y fechas porque, tan familiares como hoy puedan parecernos, pasaron décadas y vidas enteras sin tener noticias de lo ocurrido; años de silencio, como si los acontecimientos referidos por esos nombres, lugares y fechas nunca hubieran ocurrido. En medio de ese miasma, de esa sensación de ser arrojado fuera de la historia –fuera de la historia que uno mismo vivió, presenció, hizo–, comenzamos a dudar de nuestra propia memoria, como si la memoria fuera una tortura y el olvido, un alivio.
Ese día y esa noche y durante los días siguientes, incontables sujetos –porque incluso hoy no se sabe cuántos fueron– fueron asesinados, arrestados, torturados y desaparecidos. Después de la limpieza inicial de la plaza, para evitar que hubiera disturbios y protestas contra la opresión y la injusticia que arruinaran el espectáculo que estaba por comenzar, el objetivo o el proyecto fue hacer desaparecer no sólo a los participantes y a los testigos, sino también al acontecimiento mismo. Volver a la calle o a las escalinatas de un gran edificio público para conmemorar a los que murieron o para pronunciar los nombres de aquellos que podían o no estar muertos significaba que tu nombre podía agregarse a la lista.
El olvido toma diferentes formas. En 2001, cuando mi hija más joven, Cecily Marcus, vino a la Argentina a realizar una investigación para su tesis de doctorado sobre comunicación cultural durante la dictadura (un estudio que hoy se llama In the Vaginal Library (En la biblioteca de la vagina]) y a entender cómo fue que las personas seguían diciendo la verdad aun sabiendo que hablar en público, o incluso en privado, podía significar inmediata detención, desaparición, tortura y muerte, se encontró con que una y otra vez, no importa si hablaba con gente en la universidad o en centros culturales, con directores de grupos de teatros o de clubes de cine, con editores de revistas o archivistas, la gente le contaba la misma historia. Había aprendido a contarla: “Primero decían que durante la dictadura no había actividad cultural o resistencia. Pero entonces me hablaban de las revistas y los panfletos que llevaban o guardaban secretamente; de las reuniones con otros poetas o adolescentes o profesores de las que nunca se tuvieron noticias; de las revistas que editaban y hacían circular entre amigos; de los libros que juntaban y enterraban en el suelo; de los periódicos que escribían en la prisión, que enrollaban como papel de cigarrillo y se metían en la vagina. No lo consideraban algo importante, no lo pensaban como resistencia sino como parte de la vida, ni tenían la sensación de que lo que estaban haciendo no era otra cosa que tratar de mantener las tradiciones culturales, políticas y artísticas que les parecían importantes”. Bajo la inimaginable presión de la dictadura, estos actos eran gestos que formaban parte de una vida cotidiana subestimada, vividos en una especie de clandestinidad transparente; no existía la idea de que mientras la gente realizaba estos actos, estaban haciendo historia, escribiendo la historia. Y la premisa de este libro es que eso es exactamente lo que estaban haciendo.
Como en los Estados Unidos, con sus linchamientos, revueltas raciales y ataques terroristas sepultados, borrados, silenciados, anónimos –como la Masacre de Bath School de 1927, cerca de East Lansing, capital del estado de Michigan (no se preocupen si no escucharon hablar de ella; casi nadie en los Estados Unidos la conoce)–, toda sociedad encontrará sus modos de silenciar sus propias historias; de convertir un sobrio testimonio en el griterío de un loco, de mezclar la verdad y la mentira hasta que, para el agrado de muchos, ni siquiera un investigador o un místico sea capaz de distinguir una de otra. Pero pasado el tiempo, tarde o temprano, todo fracasa.
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