Domingo, 18 de marzo de 2012 | Hoy
Raymond Roussel fue un escritor muy influyente, seguramente más que leído. De los surrealistas Nouveau Roman, su obra laberíntica alimentó sobre todo la utopía de la originalidad absoluta.
Por Juan Pablo Bertazza
La escritura puede ser entendida como un paisaje o una paisajística: un micromundo limitado, pero infinito –el asombro de Borges ante el Quijote, escrito sólo con cierta cantidad de caracteres–, un microuniverso que transporta a varios estados, que tiene diferentes climas, diferentes eras geológicas. Paisajes que albergan con calidez, paisajes que tienden a expulsar a su lector o, por el contrario, paisajes que pueden ser tramposamente receptivos, como esa mala literatura de la que se ríe Cortázar en “Continuidad de los parques”.
La escritura de Raymond Roussel es una selva, pero no inexpugnable. Es un paisaje frondoso, exuberante y lleno de sinuosidades verbales –retruécanos y todos esos juegos de palabra con nombres raros, tal como él mismo reveló en su póstumo Cómo escribí algunos de mis libros–, un laberinto con más salidas que caminos, con más alternativas que encrucijadas. Tratando de hacer un ejercicio de traducción, Roussel acaso constituya una rara mezcla entre el componente lúdico de Macedonio Fernández, la inventiva visceral y entrañable de Roberto Arlt y los momentos más vanguardistas en la obra de Cortázar.
Una de las primeras semillas que sembraron el paisaje Raymond Roussel fue “La Vue”, poema temprano, escrito en 1904, que realiza un zoom infinito de un paisaje en miniatura, y también un paisaje de locura que fue complicando varios momentos de su vida hasta decretar muerte con sobredosis de barbitúricos en 1933. “La Vue” es una obra aparentemente menor que inspiró el último gran movimiento literario en Francia: el Nouveau Roman de Alain Robbe-Grillet. Algo que significa, en realidad, una constante en su obra, ya que Roussel es un escritor de escritores, un escritor que influyó mucho más de lo que, efectivamente, fue leído: a los surrealistas, al OuLiPo, a personajes tan disímiles como Boris Vian y John Ashbery, Dalí y Duchamp. Algo que evidenció a la perfección Locus Solus, impresiones de Raymond Roussel, la monumental muestra sobre la notable y multifacética influencia del escritor que se llevó a cabo nada menos que en el Museo Reina Sofía, entre el 26 de octubre del año pasado y el 27 de febrero de 2012.
Su libro más importante es Locus Solus, su extraño locus amoenus, obra que ahora reedita Interzona con prólogo de Enrique Vila-Matas, y una excelente traducción de Marcelo Cohen que, más que traducción, es un acto de justicia. Locus Solus es la parte más profunda de la parte más salvaje de su obra, una dimensión tan cargada de significado que hace falta ir con machete, abriendo camino al andar: el eximio científico Martial Canterel, personaje que parece sacado de una novela perdida de Verne, y que el autosuficiente Roussel pedía que se lo nombrara únicamente de rodillas, invita a un grupo de amigos y colegas a conocer Locus Solus, soberbio parque en el que vive a las afueras de París. En un viaje tan alucinado como respetuoso, la comitiva conoce las siete maravillas de un mundo creado por él mismo, inventos como la máquina voladora que incluye un mosaico de dientes de todo tipo entre los cuales permanece un soldado encerrado a manera de lápida, o un diamante gigantesco de dos metros de alto y tres de ancho donde nada una bailarina de una belleza melancólica, irresistible hasta llegar a la enorme vitrina en la que unos cadáveres frescos y radiantes, conservados en un extraño líquido, reproducen hasta el infinito la escena más trágica y más importante de su vida. Cada uno de estos inventos, que parecen ascender una escalera en caracol, que lleva a historias cada vez más complejas, pero a la vez indelebles, parecen ser la metáfora perfecta de cada uno de los libros y las ideas que componen la obra paisajística de Roussel, uno de esos escritores que construyeron su obra en férrea soledad, sustrayéndose a modas, estilos e influencias, con esa utopía de originalidad absoluta que tienen los que no quieren leer nada para no contaminar sus primigenias ideas.
Raymond Roussel es uno de los pocos artistas que con esa premisa lograron llegar a buen puerto, y esta novela muestra el momento exacto del amarre de su bandera.
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