Domingo, 20 de mayo de 2012 | Hoy
Jaron Lanier es no sólo el creador del concepto de realidad virtual, sino un experto informático muy crítico respecto de muchas supuestas bondades de la red. Un estado de alerta para quienes pueden llegar a confundir su mente con una computadora.
Por Mariano Dorr
Es raro ponerle nombre y apellido a una actividad ya tan naturalizada –y sin embargo todavía muy reciente– como lo es, por ejemplo, hacer clic en un enlace (en este caso, Ben Schneidermann). Este libro se ocupa de esa gente, y lo hace como quien habla de un grupo de amigos. Existe una comunidad de cybernerds o varias, muchísimas en realidad, que se encuentran discutiendo el futuro de la era digital como si estuvieran jugándose el futuro de la humanidad. Y en cierto modo no exageran, o al menos esto es lo que cree Jaron Lanier, alguien a quien hay que escuchar: creador del concepto de “realidad virtual” y experto en informática. La Enciclopedia Británica lo incluye en la lista de los trescientos inventores más importantes de la historia.
En el Prefacio, Lanier sufre pensando que cada una de sus palabras será copiada millones de veces “por algoritmos diseñados para enviar un anuncio a alguien, en algún lugar, que se identifique por casualidad” con algo de lo que allí escribe. Cada frase de cada una de las páginas del libro –se lamenta– será escaneada, remezclada y tergiversada: “Las reacciones a mis palabras degenerarán una y otra vez en cadenas absurdas de insultos anónimos y polémicas inconexas”. Uno de los fenómenos que más preocupa a Lanier es el hecho de que las personas “de carne y hueso” vayan abandonando su propio modo de ser en pos de un progresivo encasillamiento de sus personalidades según el formato que ofrecen, por ejemplo, las redes sociales. Por eso, aprovecha para hacer algunas recomendaciones: “Crea un sitio web que exprese algo sobre ti que no encaje en el molde disponible de una red social. / Escribe una entrada de blog que te haya exigido semanas de reflexión”.
No sólo las personas se encasillan, a los programas les sucede algo parecido: el anclaje. Lanier lo explica muy bien con un caso anterior a la era de la informática. El metro de Londres fue diseñado con vías y túneles estrechos. Por este motivo, no puede haber aire acondicionado en muchas de las líneas de metro, debido a que no hay espacio para ventilar el aire. De esta manera, los pasajeros de una de las ciudades más desarrolladas del mundo se cocinan viajando en razón de una decisión tomada hace más de cien años. Para modificar esa situación habría que cambiar todas las vías y los túneles, y sería demasiado engorroso: “El software es peor que las vías, pues siempre está obligado a adaptarse con absoluta perfección a una confusión infinitamente concreta, arbitraria, compleja e inextricable”, escribe. Es lo que ocurrió con MIDI: un diseñador de sintetizadores musicales, Dave Smith, inventó una forma de representar las notas musicales, en principio, sin darle demasiada importancia. MIDI estaba compuesto de patrones digitales que representaban acciones del teclado, “pulsar” o “soltar” tecla. No podía reproducir los matices propios de un intérprete, tenía muchas limitaciones, pero aun así se convirtió en el sistema estándar para representar la música en un software. Rápidamente fue poco práctico cambiar o deshacerse de él: “MIDI se afianzó, y a pesar de los esfuerzos hercúleos por parte de una serie de poderosas organizaciones comerciales, académicas y profesionales de todo el mundo que buscaron renovarlo a lo largo de varias décadas, hoy sigue vigente sin cambio alguno”. Y está presente en los despertadores, en los teléfonos celulares, cada vez que marcamos un número, y en millones de aparatos más, siempre sin matices. Dentro de mil años –aventura Lanier–, cuando un descendiente nuestro viaje a la velocidad de la luz explorando quién sabe qué mundos, “seguramente tendrá que aguantar unos pitidos musicales en MIDI que le avisarán que hay que recalibrar el filtro antimateria”.
Otra de las obsesiones de Lanier: los comentarios anónimos. Así como MIDI podría haber sido diferente, también podría haberse evitado la posibilidad misma del anonimato reinante en la red. Lanier llega a plantear una fobia hiperbólica; el “anónimo”, omnipresente (a pesar de tener su origen en la idea de una red sin líderes, sin ideologías, sin publicidades) podría alcanzar la dimensión monstruosa del fascismo a escala planetaria: “Me temo que es posible que estemos preparando el terreno para que la historia se repita. La fórmula que condujo a la catástrofe social en el pasado fue la humillación económica combinada con la ideología colectivista. Ya tenemos la ideología en su nueva formulación digital, y es del todo posible que en las décadas por venir tengamos enfrentamientos a shocks económicos peligrosos”, advierte el autor. La desaparición de los periódicos de papel, el anuncio de una sola página con todos los textos disponibles en el mundo donde se promete un solo libro infinito, todas las pesadillas juntas hacen de este libro una especie de “manual de autoayuda para usuarios y programadores”. ¿Un nuevo género literario, quizás? El futuro dirá. Mientras tanto, Jaron Lanier sigue trabajando en proyectos secretos de Microsoft.
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