Domingo, 27 de mayo de 2012 | Hoy
Distopía y desconfianza hacia los relatos políticos en la primera novela de Daniel Selci.
Por Fernando Bogado
Gran parte de la narrativa de los ’90 (de comienzos de los ’90, al menos) se preocupó por retratar la desidia e inmovilidad generacional que la política neoliberal había establecido como estrategia: personajes sumergidos en mundos a los cuales sienten no pertenecer pero que, al mismo tiempo, parecen destinados a conformar más por un capricho del destino que por una acción de la voluntad: están sujetos a una “mano invisible”. Y eso es lo que tenemos: individuos flotando por sobre el trasfondo de lo histórico. Personajes de Martín Rejtman, aunque no los únicos, son el ejemplo más decantado de esta tendencia lindante con el minimalismo. Más de veinte años después, las voces de esta incipiente nueva narrativa argentina experimentan este “divorcio de la historia” de la generación anterior de una manera un poco más radical, o volcada a la acción. No por nada la flamante novela de Damián Selci, Canción de la desconfianza, empieza cuando Styrax, tal el excéntrico nombre del protagonista, llega a la conclusión de que hay que cometer un secuestro.
¿Quién será la víctima de este aparente acto delictivo? Se sabe, un Esclarecido, así, con mayúscula, alguien que ya por el nombre parece pertenecer a una tribu beligerante en lo que se perfila como un futuro distópico, post-apocalíptico, pero que no es otra cosa que Buenos Aires, con los nombres específicos de los lugares en donde la acción se va a llevar a cabo sin ningún tipo de bienintencionada modificación: Palermo, Liniers, Ciudadela, Necochea. Styrax sabe la “extracción de clase” de la víctima, pero desconoce cuál puede ser el Esclarecido que será sometido a un severo adoctrinamiento moral, a una especie de reconversión espiritual producida por una versión radical de la única religión laica que se ha sostenido con el paso de los siglos: la educación, por no decir, más precisamente, la escuela. A medida que las páginas avancen, Styrax logrará reunir a un grupo de marginales y excéntricos (que no hacen otra cosa que recordar a otro gran grupo de desclasados, “los siete locos”) compuesto por Susana, Labiosuelto y el Dentista Histórico para llevar adelante el secuestro y adoctrinamiento de un hijo de Esclarecido: la búsqueda se ha vuelto lo suficientemente particular, hay que cambiarlos desde chicos.
En su primera novela, Damián Selci (1983), editor de la revista Planta, ofrece un panorama de la situación política e histórica contemporánea, mezclándola con registros que algunos han señalado como propios de Marcelo Cohen, pero que también guardan conexión con la “vida puerca”, la Buenos Aires pobre de ciertos barrios y del conurbano, retratada por Roberto Arlt. La violencia radical que podíamos encontrar en las novelas de Arlt y que terminaba por afectar y liquidar a sus mismos protagonistas parece detenerse en la novela de Selci: lo que lentamente se construye como un posible conflicto sangriento se interrumpe rápidamente por el escape de los personajes, por la inesperada resolución de lo que se avizora como un hecho brutal, o por unas contadas trompadas que pega el así denominado Dentista Histórico.
¿Dónde está esa violencia que se prepara desde la página primera? En la enseñanza, en el abecedario que reformula una y otra vez Styrax, en la interminable serie de autopreguntas que se hace y se responde con el objetivo de crear el aparato pedagógico perfecto.
Los Esclarecidos de la novela, retratados en “cuentos” que aparecen entre un capítulo y otro de la historia principal, deteniéndose en retratos de la vida de este grupo (escenas cotidianas de adolescentes muy al estilo de los personajes de aquellos textos de los ’90, indiferentes, al parecer “encerrados en una burbuja”), no son otra cosa que las construcciones imaginarias de Styrax que, en lugar de ver que muchas de las prácticas que llevan adelante se parecen a las de su grupo de marginales –ese “fumar porro” caracterizado de una manera y otra dependiendo de quién lo fume, por ejemplo–, resalta las diferencias y transforma este relato en la condensación de una consigna generacional: cambiar a fuerza de insistencia, reeducar para ser brutales, secuestrar la historia a los otros.
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