Domingo, 27 de mayo de 2012 | Hoy
Cuando empezó a viajar con frecuencia a Londres, el escritor mexicano Fernando Del Paso ya había publicado José Trigo y Palinuro de México, por el que el mismo año de la guerra de Malvinas obtendría el premio Rómulo Gallegos. Cuando se declaró la guerra trabajaba como productor de programas y locutor de la BBC de Londres. El va y ven de las Malvinas, que por estos días se distribuye en Argentina, es un cuaderno de bitácora de un mexicano amante de Londres que por su condición de “sudamericano” caerá bajo un manto de sospecha. Aquí se publican algunos fragmentos del prólogo de Del Paso a esta serie de artículos que en su momento fueron escritos y publicados al calor de la guerra.
Por Fernando Del Paso
Son como islas flotantes. Algunas veces los ingleses se asoman a la ventana y allí, en el horizonte, como si estuvieran a punto de desembarcar en las costas de Southampton, están las Malvinas. O islas Falkland, como las llaman. Es entonces cuando se acuerdan de ellas.
Otras veces se alcanzan a ver desde Buenos Aires. O mejor dicho, todos los días: los argentinos nunca las olvidan. Para ellos siempre están presentes.
Hace 30 años, nadie las veía por ninguna parte.
Y de pronto, surgieron en medio de las aguas, como un volcán.
El Atlántico Sur estaba en llamas.
Yo vivía en ese entonces en Londres y trabajaba en la British Broadcasting Corporation, más conocida, a lo largo y redondo del planeta, como la BBC. Me desempeñaba en los External Services o Servicios Externos como traductor, locutor y productor de programas de radio del Servicio Latinoamericano. Y ocasionalmente como entrevistador de personajes latinoamericanos que pasaban por Londres. Es decir, de aquellos que nos asignaban. En una ocasión entrevisté a un hermano de Ernesto Guevara. Mis jefes no permitieron que, en la presentación de la entrevista, mencionara su vínculo familiar con el Che. La entrevista, de la que se cortó todo lo que se decía sobre el héroe argentino, quedó reducida a una conversación insulsa e intrascendente con un médico sudamericano que visitaba nuestra emisora. En otra ocasión, uno de mis colegas conversó con la hermana de Fidel Castro, Juanita. Esa vez se hizo hincapié, en la introducción, en su parentesco con el líder cubano, y no hubo cortes: el odio de Juanita le dio a la entrevista el tono deseado por la BBC. (...)
La invasión de las islas por los argentinos causó una verdadera conmoción no sólo en los círculos políticos británicos: también en el Servicio Latinoamericano de la BBC. Los periodistas mexicanos, chilenos, argentinos, venezolanos y de otras nacionalidades latinoamericanas que entonces trabajábamos en la BBC nos enfrentamos a un dilema inesperado. Todos sabíamos que uno de los principales propósitos del entonces tirano de Argentina, el general Galtieri, era el de distraer a su pueblo de los crímenes de lesa humanidad cometidos por su gobierno durante la llamada Guerra Sucia, mediante un chubasco súbito de patrioterismo y demagogia.
Pero también todos estábamos conscientes de un hecho simple y elocuente: las Malvinas están situadas a unos 500 kilómetros del litoral sudoriental de la Argentina, y a diez, quince, veinte veces más lejos de las costas de Gran Bretaña, y sin la menor duda su historia justificaba y justifica aún la reclamación de su soberanía por parte de los argentinos.
Salvo unos tres o cuatro de nosotros, que padecían de una anglofilia rabiosa, el resto no sabía qué hacer. Pronto lo sabríamos: nada. En una reunión de emergencia en las oficinas del Ministerio de Relaciones Exteriores británico, unos funcionarios se encargaron de darnos las instrucciones pertinentes. Con la soberbia clásica británica que en ocasiones puede ser inmensa, nos ordenaron que en los noticieros nunca mencionáramos a las Malvinas sin antes dar su nombre en inglés: islas Falkland. A continuación nos dieron una lección de historia (de su historia, la británica), en un intento por convencernos de que eran ellos, los ingleses, los únicos propietarios, legítimos, de las islas y lo seguirían siendo (...).
Nuestra opinión, por lo tanto, no sólo importaba un comino: estaba censurada.
Segundo, fue inútil ese lineamiento, porque apenas a dos o tres días de la invasión de las islas, los británicos se sacaron de la manga, de la noche a la mañana, una estación de radio de onda corta, en español, a la que llamaron Radio Atlántico Sur. Ninguno de nosotros, los colaboradores del Servicio Latinoamericano de la BBC, identificó alguna de las cinco o seis voces que transmitían en nuestro idioma, y que eran evidentemente voces educadas para la radio, claras y convincentes. Creo que sobra decir que la clase de propaganda que esa radio fantasma transmitía sí que era cínica y agresiva: la Gran Bretaña estaba en guerra con un país latinoamericano.
Lo peor fue que, en el momento del nacimiento de Radio Atlántico Sur, las autoridades británicas incautaron en beneficio de ésta las repetidoras que tenía la BBC en las islas Santa Elena y Antigua, indispensables para que las transmisiones de nuestro servicio llegaran a toda Latinoamérica: desde el río Bravo hasta el cabo de Hornos. En otras palabras, el propio gobierno bloqueó a la BBC. La redujo al silencio.
Mientras tanto, yo gocé el privilegio de sí dirigirme a alguien. A un público. Desde unos tres años antes yo había comenzado a colaborar, desde Londres, con un artículo semanal, para la revista mexicana Proceso. Inevitablemente, el conflicto bélico de las Malvinas me absorbió por completo, y sobre él escribí con pasión y asombro, en ocasiones con furia, la serie de artículos que el lector encontrará en las páginas siguientes. Los escribí a sabiendas de que no pasarían inadvertidos para el Latinamerican-Desk como llamaban en el Ministerio de Relaciones Exteriores británico a la oficina que, entre otras cosas, monitoreaba la producción y las opiniones de prácticamente todos los medios impresos y audiovisuales latinoamericanos y de que esto pondría en riesgo mi trabajo en la BBC.
Como por arte de magia, desde el día siguiente a la victoria sobre Argentina, desapareció el súbito orgasmo de patriotismo que habían experimentado los súbditos de Su Majestad británica cuya mayoría es una de las más apolíticas del mundo, y todo quedó en calma. Radio Atlántico Sur se esfumó en la nada de la que había salido, y la BBC tuvo debo reconocerlo la nobleza de no despojarme de mi empleo.
Pero el daño ya estaba hecho. Después de vivir dos años en Estados Unidos, once en Inglaterra y visitar París con frecuencia, me sentía ya como una especie de “ciudadano del mundo”. Me sentía también cada vez menos extranjero. Y de pronto, en unos cuantos días, esa ilusión se derrumbó: los ingleses me restregaron en la cara mi extranjerismo. Yo era originario de un país y de un continente subdesarrollados, y sólo un empleado al servicio del imperialismo.
Las Malvinas decidieron mi salida de Londres, una ciudad que quise tanto y por la que todavía siento profunda nostalgia. No fue fácil: vivía yo con mi esposa y mis hijos, y no era nada más cuestión de empacar y subirse al siguiente avión. Me había transformado, además, en nuestro barrio de Sydenham, en un southamerican más. Porque así nos llaman a todos los latinoamericanos en Inglaterra: sudamericanos. No saben distinguir entre un peruano y un chileno, o un venezolano y un argentino. A todos nos miden con el mismo rasero. Confieso, sí, que nuestros vecinos se portaron con nosotros de manera amable, haciendo gala de esa clásica cortesía inglesa muchas veces hipócrita, pero siempre útil en el trato cotidiano, pero no había ya nada que hacer: éramos bichos raros. Eramos más extranjeros que nunca.
Tres años después, dejamos Londres para siempre.
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