Arturo Pérez Reverte ha escrito numerosos artículos dedicados al mar, la navegación y la literatura de aguas abiertas. Remontando una tradición que llega al Pérez Galdós de Trafalgar, Los barcos se pierden en tierra ofrece una entretenida variedad de aventuras saladas.
› Por Juan Bautista Duizeide
Cada vez que se alude al subgénero conocido como “narrativa del mar”, suelen acudir los mismos nombres a la memoria: Melville, Stevenson, Conrad. Para los más aficionados Hodgson, Clark Russell, Marryat, Forrester, Hanley. O’Brian en los últimos años. Esa preminencia anglosajona, sin ignorar los méritos de Moby Dick, La isla del tesoro o Juventud, mucho le debe a la geopolítica. Sobre todo a la batalla de Trafalgar –donde la escuadra combinada de España y Francia sucumbió ante la flota británica al mando de Nelson–, y sus consecuencias. Sea para hacer su alabanza, como en Kipling, o para desnudar sus oscuridades, como en Conrad, detrás de la narrativa del mar escrita en inglés siempre hay un imperio. No es desdeñable el corpus de narraciones marineras en castellano, aunque jamás llegó a constituirse como género. El gran antecedente es Trafalgar, novela con la cual Benito Pérez Galdós inició sus episodios nacionales en 1873. Para la crítica perezosa, una mera novela realista, epigonal respecto de la Comedia Humana de Balzac. Pero además de ofrecer una lectura muy intensa por la forma en que se cuenta la guerra en el mar –no desde el lado de los que mandan, sino desde la carne de cañón–, y por el salero de sus personajes, resulta una novela tan protopacifista como La roja insignia del coraje de Stephen Crane. Y asume una muy moderna indagación del habla marinera.
En 2005, al cumplirse doscientos años de aquel combate en el que España perdió definitivamente los mares, Pérez Reverte publicó su propia versión: Cabo Trafalgar, plena de humor y con un homenaje a Melville al final. Si bien Pérez Reverte es más conocido por sus novelas de capa y espada –la serie del capitán Alatriste–, no era un especulador de las efemérides ni un recién venido. En 2000 había publicado La carta esférica, a la vez novela de viaje por el Mediterráneo como forma nostálgica de repaso de la infancia y de viaje hacia una madurez desencantada, novela de aventuras acuáticas plagada de referencias al jazz y al cine (particularmente La dama de Shangai de Orson Welles), novela negrísima y novela de desamor. Los textos incluidos en Los barcos se pierden en tierra –provenientes en su mayor parte de publicaciones semanales– por fuerza no pueden aspirar al largo aliento de esas novelas y en muchos casos abordan episodios de coyuntura. Sin embargo, Pérez Reverte logra eludir la obsolescencia acelerada que amenaza a la prosa periodística. Hay entrañables retratos de hombres de mar –Paco el piloto por sobre todos–, relatos breves, artículos en donde insiste con la tirria contra esa perra de los mares, Inglaterra, y la admiración por sus hombres de mar y su literatura. También celebraciones de la mejor novela de corsarios escrita hasta ahora en América –La cacería, del uruguayo Alejandro Paternain– y del capitán Haddock, compañero de aventuras de Tintin.
Algunas entregas sorprenden por su lirismo: como el relato de la primera vez que vio ballenas, por el cabo de Hornos. Pero la mayoría de los textos navega bajo el pabellón de la crítica: de costumbres, social, política. Acierta el prologuista cuando caracteriza a Pérez Reverte como un Larra del mar. El fracaso náutico de España –no debido a falta de pericia ni de valentía de sus capitanes y tripulaciones, sino a su dirección política– es parte y a la vez metáfora de un fracaso más vasto y profundo: el del país nuevo rico y vuelto a arruinar. Son destacables la incorrección política –no mero capricho sino instrumento para pensar sin anteojeras–, el humor españolísimo y el manejo del lenguaje: ¿alguien puede insultar en castellano mejor que Pérez Reverte? Esta última virtud no debería sorprender en alguien cuyo discurso de ingreso a la academia trató acerca de la germanía, ese lunfardo del Siglo de Oro.
Pérez Reverte no critica desde la facilidad del apoliticismo. Como corresponsal de guerra durante veintiún años vio correr mucha agua y mucha sangre bajo tantísimos puentes. Su escepticismo no es lucubración de escritorio, sino cicatriz de combate. Y ejerce las armas de la crítica sin olvidar el peso de las armas en los asuntos del mundo. Quizá ganen los otros: balleneros japoneses, falsos ecologistas empresarios, depredadores de mares y tierras, parásitos que son tapa de la revista Hola, conservadores de siempre y progresistas de verbena. Pero él prefiere seguir dando combate, escribir contra la corriente. Por el placer de la lengua. Y acaso –como afirmaba un poeta ciego del Hemisferio Sur que le dedicó un soneto a un pirata ciego de Stevenson– porque el coraje es mejor.
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