La ironía, las paradojas y una austera intelectualidad caracterizan las breves piezas de Augusto Munaro, que abordan un tema relegado en la literatura: la originalidad.
› Por Sebastian Basualdo
Recuerdos del soñador evasivo tiene una fuerza imaginativa tan poderosa y exquisita que uno experimenta la sensación de estar frente a esa clase de jóvenes narradores que vienen de la literatura y van hacia ella plenamente conscientes de ser parte de una tradición literaria que los avala y sustenta, permitiendo algo que no siempre se logra y que tanto maltrato ha sufrido: la originalidad. Hay escritores que patinan sobre la solemnidad sin proponérselo y terminan resultando pretenciosos, y hay otros que parecen escribir con una sonrisa cómplice hacia el lector, como quien no se toma demasiado en serio a sí mismo pero sí a la literatura. Quizás en esto último estriba el secreto de los cuentos de Augusto Munaro, mezcla de comicidad y austera intelectualidad; en todo caso, la maquinaria imaginativa que tan bien ha desplegado en estas veintitrés piezas –más que breves, se trata de cuentos escritos con la precisión de un relojero–, tienen sus antecedentes a flor de piel, como suele decirse. Y están celebrados. Naturalmente, decir que hay un rigor borgeano en su prosa o que ha logrado un equilibrio interesante entre un Felisberto Hernández y el humor corrosivo y filoso de un Saki sería intentar ir hacia un género literario definido, algo que no resulta provechoso porque los Recuerdos del soñador evasivo se mueven con la misma liviandad entre lo onírico y lo fantástico, sin soslayar nunca el realismo que da la sensibilidad exasperada. Algo de esto se percibe en el cuento que lleva por título el libro, donde el trabajo sobre la memoria parece estar basado en la esencia misma de la poética proustiana: “La luz que bañaba el derruido cantero salpicado de líquenes amarillos y negros, las hojas secas pisoteadas entre el suelo húmedo de la sombra, la voz de mi prima que olía a flores; todo eso se entremezclaba con una imperiosa necesidad de transformarlo en memoria, en imperecedera memoria. Había descubierto mi vocación de soñador evasivo. La de otorgarle a lo que existe la dimensión trágica de un objeto que pronto será irremediablemente perdido. Dotar, a cada circunstancia, de su dosis de emoción estética. Supe, por primera vez, el modo en que la eternidad irrumpía, se filtraba en mí”.
Dueño de una capacidad de síntesis realmente notable, Augusto Munaro logra que en sus cuentos se hilvanen con naturalidad universos aparentemente irreconciliables, pretéritos, lúdicos y tan reales e incisivos como un sueño, una pesadilla que los personajes aceptan con naturalidad, sin cuestionamiento alguno, como quien carga sobre su espalda con el peso inexorable del destino consumado, hombres como Cardoso, por ejemplo, que en el cuento “Saudades” una mañana se despierta con un dolor en la mano izquierda y resulta que debajo de una uña, en un minúsculo orificio violáceo, suenan guitarras con ritmo de fados y la voz melodiosa de Amalia Rodrigues inaugura en su vida un paulatino cambio de cultura. Bajo esta lógica, hay hombres capaces de provocar sus experiencias oníricas y otros que pueden materializar sus sueños, como es el caso del contador público Carlos Antunes, que puede traer a la realidad cosas tan disparatadas como una cítara de veintisiete cuerdas o la piedra de Rosetta, para estupor del Louvre. En otro orden, el asombro puede dar lugar al espanto, como sucede en “Pleitesía” en la ciudad de Girón, donde Casilda Atkinson, la mujer más hermosa y deseada, decide no excluir a ninguno de sus pretendientes y entregarse a ellos carnalmente, al unísono, sólo que a modo de manjar. Labrados con una precisión meridiana, sostenidos por pequeños giros que rápidamente dislocan el sentido de lo real, los cuentos de Augusto Munaro invierten lo trágico a favor de lo absurdo, el humor en crítica y la erudición en un juego de libertad imaginativa.
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