Lunes, 20 de agosto de 2012 | Hoy
La crítica norteamericana, siempre amiga de las analogías para lo nuevo, la llamó “la Chejov canadiense” mucho antes de que empezaran a editarla en castellano y llegara a ser leída por la protagonista de La piel que habito, de Almodóvar. En los últimos años, de la mano de RBA y ahora Lumen, fueron llegando a la Argentina sus volúmenes de cuentos como Escapada (2005), La vista desde Castle Rock (2008), Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2009), El amor de una mujer generosa (2009), El progreso del amor (2009) y Demasiada Felicidad (Lumen, 2011). La reciente aparición de La vida de las mujeres constituye un acontecimiento retrospectivo, ya que se trata de su única novela, escrita a los cuarenta años, y que la lanzó definitivamente como escritora. Curiosamente, se consagró como una de las grandes cuentistas contemporáneas y no volvió a cultivar el género que la catapultó.
Por Laura Galarza
A los 40 años Alice Munro se armó un refugio en el cuarto de planchar y escribió de un tirón La vida de las mujeres, su única novela. Estaba a punto de separarse de James Munro, su marido por veinte años, quedándose para siempre con su apellido. Hoy, a los ochenta, vive en Clinton, un pueblo de Ontario a pocos kilómetros de la granja donde nació, junto a su actual pareja, el geógrafo Gerry Fremlin. Asegura que escribe todas las mañanas y que después camina sus religiosos 5 kilómetros, costumbre hecha carne por haber vivido siempre al margen de lo urbano, obligada desde pequeña a andar a pie para todo: para llegar a la escuela, al almacén, a casa de sus amigas, a buscar al médico del pueblo.
“Comprendí que lo único que podía hacer era escribir una novela. Nunca la había dado por perdida; sólo sabía que estaba a buen recaudo y que la recuperaría en algún momento en el futuro. Llevaba la idea de la novela a todas partes conmigo, como una de esas cajas mágicas que un personaje afortunado recibe en un cuento de hadas: la toca y sus problemas desaparecen.” Esto dice Del Jordan, protagonista de La vida de las mujeres, pero bien podría ser la misma Munro quien lo dijera, ya que es allá por 1971 cuando decide de una vez por todas bajar de la cabeza al papel esa novela que había llevado a cuestas durante tantos años. Esa novela terminó siendo La vida de las mujeres. Y la única que escribirá.
Del Jordan, la protagonista, es una niña sabia que se asegura de ir creciendo a resguardo del tedio y el cuchicheo de la gente de su pueblo. A la manera de George Willard, el periodista que crea Sherwood Anderson para caminar el pueblo de Winesburg, Ohio, y de la misma Munro de pequeña, Del también recorre todos los días el trecho de un kilómetro y medio que separa el pueblo de Jubilee de su casa de campo en Flats Road. No le gustan las “ciencias del hogar”, esa materia en la que enseñan a manejar la máquina de coser. Prefiere leer poesía o las enciclopedias que vende su madre puerta a puerta. Tampoco usa camisones porque se le enroscan en el cuerpo y se niega a ir a los velorios; es capaz de torturar ranas y hundir un palo en el ojo de una vaca muerta. Y cuando crece, se deja tocar por ese amigo de la madre, diferencia un orgasmo de las demás sensaciones, o deja a un novio cuando la encierra en el sótano desnuda para que la madre no los descubra.
Nacida en Wingham, una granja en Ontario, Alice Ann Laidway creció, al igual que Del, con la sensación de sentirse acorralada. Su padre criaba zorros blancos y su madre, maestra, padeció Parkinson siendo ella aún pequeña, lo que la obligó a hacerse cargo de la casa. “De chica escribía en mi cabeza mientras caminaba desde el colegio a casa, cuando hacía deberes, cuando lavaba los platos o hacía las camas”, recuerda en el reportaje que apareciera en The Paris Review. Allí asegura que los únicos dos años de su vida que no se vio obligada a hacer tareas del hogar fue durante su beca en la Universidad de Western Ontario. Pero cuando la beca tuvo fecha de vencimiento y su sueldo de bibliotecaria y las donaciones de sangre que hacía para cubrir sus gastos ya no alcanzaban, se casó. Era la alternativa a volver al pueblo. En seguida quedó embarazada. “Estoy enormemente feliz de haber tenido a mis hijos a la edad en que los tuve. Aun así, tengo que admitir que, si me hubieran dado a elegir, hubiera preferido no tenerlos”, se animó a declarar alguna vez Munro, que tuvo cuatro hijas, la primera poco después de los veinte años. Después de Sheila, la mayor, dio a luz a una niña que murió al día siguiente. Había nacido sin riñones. Durante años Munro tuvo una pesadilla recurrente sobre un bebé perdido o abandonado bajo la lluvia. Eso se refleja en su cuento “El sueño de mi madre” (de El amor de una mujer generosa). Inmediatamente después nació Jenny, y más adelante, Andrea. Cuando Munro cumple 66 años, le pide a Sheila, periodista, que escriba su biografía, quizás en un intento de hacerle un lugar en el mundo literario. Finalmente su hija accede, pero traicionando el pedido original, termina escribiendo una autobiografía: Vidas de madres e hijas. Creciendo con Alice Munro. Sheila interpreta que la pérdida de aquel bebé hizo que su madre resultara más amorosa con sus hermanas menores que con ella. Cuenta una anécdota en la cual siendo ella una adolescente se había quedado impactada al ver cómo la madre de una amiga la abrazaba. Al llegar a su casa, Sheila encuentra a Munro barriendo el sótano, se lo comenta y le dice. “Vos también podrías darme esos abrazos. Entonces ella me lanza una mirada terrible, luego gira y continúa barriendo sin decir una palabra”, concluye.
No por nada la biografía que escribió Catherine Sheldrick sobre Munro lleva por título A Double Life. Esa eterna partición entre su deseo y todo lo demás fue quizás el engranaje para que Munro creara esos relatos que giran alrededor de mujeres incómodas, conservadoras y lanzadas en partes iguales, con ese sentimiento de ajenidad que no se va con nada. A los 30, con dos hijas de 7 y 4 años, una hija muerta y una cuarta por venir, Alice Munro era una escritora reconocida a regañadientes por la crítica. “Muy bonito, pero demasiado familiar”, le decían los editores que le devolvían sus escritos con anotaciones al margen que criticaban la estructura fallida de sus cuentos, con tramas y subtramas que parecían no conducir a nada. Pero esa crítica jamás perturbó a Munro. Por el contrario, el no haber renunciado a esa manera de narrar constituye hoy su sello. Lo que realmente sumía a Munro en la oscuridad y el vacío era no lograr poner fin al asedio del mundo, el tener que esquivar a sus vecinas que caían a tomar el té, a las que llamaba “mis celadoras”.
Finalmente, entre ollas y sartenes, en 1968, a los treinta y siete años, logra publicar el primer libro de relatos (inédito en castellano), Dance of the Happy Shades con el que ganó el Premio del Gobernador General, un equivalente al Pulitzer en Canadá. Sin embargo, lejos de motivarla, siguió abriendo una grieta entre ella y lo escrito. “El libro se vendió muy mal y nadie había oído hablar de él, entrabas a las librerías, preguntabas y no lo tenían.”
Pero como las olas que se retiran para cobrar fuerza, Munro vuelve. Y vuelve con todo. Haciendo real el sueño de Del Jordan, sacó la novela de la caja y escribió La vida de las mujeres, que recibió la aceptación unánime de la crítica. A partir de ese momento, Alice Munro venció el asedio del mundo para siempre y ya no se detuvo. Escribe a paso firme entre 1974 y 2010 once libros de relatos. Ahora, con fecha 13 de noviembre de este año, está anunciada la edición del próximo, Dear Life, cuya portada puede verse en su muro de Facebook. Si bien Munro intentó otra vez abandonar el barco en 2008 después de La vista desde Castle Rock, al anunciar oficialmente que dejaría la escritura para “volver a llevar una vida común”, le duró poco. Porque como dijo en aquella oportunidad: “¿Qué hace uno si no escribe? Yo no encontré la repuesta”.
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