Lunes, 20 de agosto de 2012 | Hoy
Entre 1916 y 1971 existió una editorial cuyos libros inundarían por décadas las librerías y aún hoy pueden identificarse por el tono sensacionalista de sus colecciones y el inconfundible color amarillo. Tor fue un emprendimiento comercial que recurrió a prácticas picarescas y afrontó numerosos juicios y escándalos. Pero lejos de la pulcritud y la corrección política, hizo un enorme aporte a la cultural popular. De Freud a Marx, de Tarzán a Salgari, acumuló piratas, detectives, cowboys y también llamó la atención de escritores de la talla de Horacio Quiroga, Borges y Bioy. Los libros de Tor, de Carlos Abraham, logró poner en caja y contar con detalle el caos creativo del más maldito emprendimiento editorial argentino.
Por Juan Pablo Bertazza
El primer gran truco que aprenden las librerías de viejos para subsistir es la “compra por montón”: adquirir casi a ciegas, y a precio irrisorio, grandes lotes de libros por kilo. Así, entre miles de libros podrá haber, por ejemplo, unos tres ejemplares que alcancen un precio mayor –incunables, primeras ediciones, libros autografiados o antiguos– y amorticen con creces lo invertido. La idea casi darwiniana que subyace a esta vieja premisa trasciende el ámbito comercial y sirve para digerir también la gran producción de libros de hoy. Esa idea era muy conocida en la editorial Tor, la más grande en toda la historia de América latina, que acostumbraba publicar gemas extraídas de los basurales, editorial omnívora y casa familiar que intentó publicar el universo en toda su dimensiones. Desde su inicio, en 1916, hasta su cierre, en 1971, produjo la friolera de diez mil títulos de libros y dos mil de revistas de diversos géneros, con tiradas que hoy, más que nunca, resultan impresionantes.
Pero además de lo cuantitativo está el contenido emocional y, sobre todo, la importancia que tuvieron en el campo cultural argentino cada uno de estos libros amarillentos y ajados con los que todos, alguna vez, nos cruzamos. Sin embargo, hasta ahora existía un vacío notable en torno de esta editorial que posibilitó, aun sin saberlo, la democratización de la lectura. Y quien decidió llenar ese vacío con Los libros de Tor es Carlos Abraham, un joven escritor y licenciado en Letras, uno de esos tipos que, casi en silencio, hacen mucho por la literatura argentina. Experto en el género fantástico y la ciencia ficción, dirigió entre 2004 y 2009 Nautilus, la primera revista en lengua española dedicada exclusivamente a la historia y crítica de la ciencia ficción hispánica. Arrinconado en la biblioteca que amontona en su casa de La Plata, Carlos Abraham revela que “hacer el libro sobre la editorial Tor me permitió vivir una verdadera clínica del proceso de edición y comercialización de los libros en la Argentina del siglo XX, porque realizar una historia de la literatura de masas sin incluir a Tor es como hacer una historia de las revistas argentinas sin incluir Caras y Caretas”.
Ahora es el turno de Tor, la editorial argentina por antonomasia, cuya presencia, como sucede con tantos argentinos, remite a la primavera lectora de Carlos Abraham: “Mi abuelo, que era carpintero, tenía una biblioteca de unos cien libros y la mayor parte era de editorial Tor, una mezcla heterogénea que iba desde La Divina Comedia hasta los libros de aventura de Emilio Salgari. Con esos libros empezó mi formación literaria. Después me di cuenta de que el 90 por ciento de lo que se había producido en Argentina estaba vinculado con Tor, una editorial imprescindible si se quería investigar ese tema tan rico”.
Tor tuvo tres etapas bien diferenciadas: desde 1916 hasta 1930 tiene lugar el período incipiente que no muestra demasiadas marcas particulares con respecto al resto de las editoriales. Desde 1930 –año en que adquieren la primera rotativa– hasta 1959, tiene lugar la edad de oro de la editorial, casi treinta años durante los cuales se llegó a publicar entre uno y dos libros por día. En lugar de presentar, como antes, un caótico catálogo general, ahora la editorial empezaba a clasificar sus libros en las colecciones que la terminaron volviendo famosa como la de Misterio, la Sexton Blake y la Serie Amarilla (género policial), la Ultra (ciencia ficción), las Delly y Amapola (destinadas a las novelas rosa), las Rocambole, Biblioteca de Aventura y Misterio y la de Tarzán de los monos (de aventuras), las Sandokán y Salgari (de piratas), las Cowboys y Nevada Kid (de vaqueros) y las Pif-Paf, Fenómeno y Libros de Disney (de historietas). Además, Tor fue una editorial pionera en publicar manuales de autoayuda, con uno de los precursores del género, Orison Swett Marden Orientada, sobre todo, al público popular, para publicar esta interminable gama de libros Tor empleaba máquinas rotativas (“más propias de un periódico que de una editorial”, aclara Abraham), y las rotativas exigían que se tirasen por lo menos 5000 ejemplares para que los costos rindieran. Por lo tanto, como esa cifra no podía ser asimilada por el mercado local, Tor se expandió a casi todos los países de Latinoamérica, salvo Cuba y Brasil, a tal punto que casi el 70 por ciento de su tirada se dirigía, directamente, al mercado exterior. La última y recesiva etapa va desde 1959 hasta 1971, y está marcada por la muerte de su alma mater, Juan Carlos Torrendell, en 1961, la consecuente asunción de su hijo Jorge al frente de la editorial y una crisis económica que sólo posibilitó la reedición de los libros más exitosos.
El hombre detrás de semejante monstruo editorial fue Juan Carlos Torrendell (1895-1961), catalán de nacimiento que se radicó en Buenos Aires a los doce años. El 16 de junio de 1916, a los veinte años, fundó Tor con un capital inicial que no superaba los quinientos pesos. A principio, la editorial se llamó Torrendell, pero como los despachantes y distribuidores siempre se equivocaban con el apellido, se empezó a usar el apócope de Tor. Torrendell era un comerciante que, con las pingües ganancias que le dejó la editorial, logró construir una mansión en Vicente López. Las estrategias comerciales que aplicó a lo largo de tantos años son innumerables, y van desde la elección de títulos hasta el talento para llamar siempre a la persona más indicada para cada función. En cuanto al talento para nombrar, cuando en 1933 se proyectó en Buenos Aires la película El creador de monstruos, adaptación de la novela La isla del Doctor Moreau de Wells, Tor editó inmediatamente la obra pero con el título de la película. Pero, además, había un notable sentido del oportunismo o, dicho de otra forma, una sorprendente velocidad para aprovechar una moda: en 1933 se estrenó también la película Tarzán de los monos, y Tor lo celebró publicando una extensa serie de novelas basadas en el personaje, una de las colecciones más exitosas de su historia.
La cosa no terminaba ahí: cuando ya no quedaban más libros de determinado autor para publicar, y los lectores se quedaban con ganas de más, la editorial contrataba escritores nacionales para que redactaran textos apócrifos que aparecían bajo el nombre del célebre autor original: así fueron saliendo novelas basadas en Tarzán, libros de historietas basados en Walt Disney, novelas basadas en el personaje de Mister Reeder y novelas basadas en el personaje del detective Sexton Blake. Lo notable, según cuenta Abraham, es que Tor tenía un indudable talento para elegir a los escritores fantasma, ya que, algunas veces, las versiones apócrifas superaban a las auténticas.
Por su parte, el escritor Fernando Sorrentino da cuenta de las habilidades de Torrendell para conseguir traducciones al mejor costo posible: el primer paso consistía en publicar un aviso en los diarios solicitando traductores. Cuando llegaban los candidatos, Torrendell les entregaba a cada uno (y en privado) dos capítulos distintos del mismo libro para poder evaluar su trabajo. A los pocos días, le contaba a cada uno que, lamentablemente, su traducción no había sido aprobada por la editorial; cuando, en realidad, Tor había aprobado cada una de las traducciones sin poner un centavo. Pero hay un caso que ilustra a la perfección su notable capacidad de ahorro: la Fundación Eva Perón le había pedido un presupuesto para un lote de libros infantiles, lo cual llevaba implícito el hecho de que se trataba de una donación, ya que incluso le convenía, en términos comerciales, a la editorial. Cuando Juan Carlos esperaba a los hombres con la factura en la mano, tuvieron que explicarle que “la señora vería con mucho agrado que los libros se convirtieran en una donación”. El catalán no se conmovió y siguió exigiendo el pago, que finalmente fue realizado. A la semana, cayó al taller una inspección y tuvieron que cerrar todas las actividades durante quince días, porque había una baldosa suelta.
Otro aspecto intrínsecamente ligado a esa exorbitante capacidad de ahorro tiene que ver con las siete vidas que la editorial Tor gozaba en el aspecto legal. En la ya mencionada colección El Mundo de Hoy, Tor había publicado un muy interesante libro de Trotsky llamado Vida de Lenin. La obra se vendió muy bien y todo iba bárbaro hasta que la armonía se rompió con un llamado de Natalia Sedova, viuda de Trotsky, quien aseguraba que éste jamás había escrito semejante libro. Natalia se enteró porque Tor se distribuía en toda Latinoamérica, y ella estaba en México. Sin embargo, más allá de tener que sacar algunos ejemplares de circulación, el caso no generó en el dueño de la editorial demasiados problemas. El juicio laboral más complicado que sufrió Tor ocurrió a mediados de los ’50. Como la mayoría de las editoriales, Tor padecía la escasez de papel, pero las empresas periodísticas lo conseguían con mayor facilidad. Por eso, Torrendell inscribió a su editorial como empresa periodística de primera categoría con la excusa que le deparaba el éxito de la revista Pif-Paf. Sin embargo, Carogana, un empleado de Tor que estaba a punto de jubilarse, aprovechando ese mismo ardid, decidió jubilarse bajo el régimen de periodistas, que era mucho más rentable que el de los empleados de comercio. Torrendell no accedió y Carogana convenció a más de cincuenta compañeros de realizar una huelga. “Todos fueron despedidos y, como era costumbre, la editorial también ganó ese juicio”, cuenta Carlos Abraham.
¿Cuál es la particularidad que más lo sorprendió de Tor?
–Que muchas editoriales que yo conocía resultaron ser disfraces de Tor. Lo descubrí al entrevistar a Jorge Torrendell, hijo. Rovira, Editorial Ombú, Ediciones Argentinas Cóndor, Editorial Las Grandes Novelas, Editorial Las Grandes Obras, Editorial Luz, Ediciones Modernas, Ediciones Fémina, Ediciones Renovación, Agencia Distribuidora Argentina de Revistas y Editorial de Grandes Aventuras..., todas tenían la misma tipografía de la rotativa de Tor. Eso me cambió mucho el mapa, al mostrarme que la producción de Tor era más amplia de lo que creía. La ramificación en editoriales subsidiarias respondía a diversas razones. Rovira, que es la primera editorial fantasma de Tor, surge en los años ’30 para no pagar derechos de autor de novelas de Sexton Blake y Tarzán. En el interior de esos libros no figuraba un domicilio real sino sólo una casilla de correo. Pero las editorial fantasma surgen, sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial. Tor fue incluida en la lista negra por decisión de la embajada británica con el argumento de que utilizaba máquinas Planeta (alemana), Nebiolo y Marinoni (italianas), y también porque había publicado Mi lucha de Hitler. La lista negra era un mecanismo que tenía la embajada británica en diversos países latinoamericanos para presionar a las distintas empresas locales. Para salir de la lista negra había que donar a la cruz roja británica el diez por ciento del capital que, por ese entonces, era de dos millones de pesos, pero no lo hicieron y recurrieron a un ardid: como la mayor parte de Tor se exportaba a países latinoamericanos que habían declarado la guerra al Eje, resultaba muy complicado estar en la lista. Entonces funda unas quince editoriales separadas, una para cada país de Latinoamérica.
Las cuestionables prácticas empleadas por Torrendell lo separan de un proyecto como el de Boris Spivacow al frente del Centro Editor de América Latina. Sin embargo, no por eso resulta menos valioso su impresionante –y acaso involuntario– aporte a la cultura, posibilitando el ingreso a los libros de gran parte de la población. La prueba irrefutable es la gran incidencia que tuvo Tor en la cultura argentina, no sólo por su presencia transversal en todas las bibliotecas del país, sino también por los cruces con los escritores más descollantes de nuestra literatura.
Uno de los lúdicos epigramas aparecidos en la revista Martín Fierro está dedicado a él: “Si Tor, el que es editor,/ llega una hija a tener,/ no podrá llamarla Esther / porque sería Esther-Tor”. Durante los años ’30, en plena crisis económica, Torrendell colocó en la librería una balanza y puso a la venta sus libros por kilogramo, lo cual fue muy criticado por la Academia Argentina de Letras, enojada porque la literatura argentina no debía venderse como carne. En cuanto a los escritores, prácticamente no hay ninguno que no tenga una relación con Tor, empezando por Jorge Luis Borges, quien publicó la primera edición de Historia universal de la infamia en la colección Megáfono en 1935, con una curiosa faja que rezaba “Toda la escoria del mundo”; luego su padre, Jorge Borges, publicaría en la colección Novelas de autores americanos su única novela, El caudillo gracias a la gestión de Jorge Luis. Como si esto fuera poco, Carlos Abraham descubrió textos ignotos en algunas ediciones, sobre todo en encuestas que la editorial les hacía a determinados autores argentinos para que opinaran sobre el género policial. Uno de ellos es una reflexión de Borges sobre Wallace que no apareció, hasta ahora, en ninguna compilación. Adolfo Bioy Casares publicó uno de sus primeros libros, 17 disparos contra lo porvenir, bajo el seudónimo de Martín Sacastrú. En una de las Siete conversaciones con Fernando Sorrentino, contó que él quería estar en esa editorial y que su padre le sugirió ir a hablar con Torrendell para publicar. Muchos años después, el propio Bioy sospechó que su padre le había pagado a escondidas la edición, ya que “me parece muy raro que Torrendell –que era una persona a la que le interesaba ganar dinero y era un comerciante astuto– aceptara el libro de un joven de diecisiete años, desconocido como autor y que iba a firmar con seudónimo”. En algunos casos, se podría decir incluso que las cuestionadas traducciones de Tor influyeron en algunas obras literarias, como la de Roberto Arlt. De hecho, muchos expertos aseguran que buena parte del léxico de Arlt proviene de las traducciones españolas de Tor, sobre todo de Dostoievski, y hasta identifican el traspaso directo de ciertas palabras como “jamelgo” y “mozalbete”. En cuanto a los escritores lectores, Horacio Quiroga se cuenta entre los primeros fanáticos (con culpa, pero fanático al fin) de la colección Misterio, que salía los martes con novelas de suspenso, policiales y de espionaje. “Eso lo sabemos por Ezequiel Martínez Estrada, que era íntimo amigo de Quiroga y tiene un libro precisamente llamado El amigo Quiroga, donde recopila memorias y charlas con él, y menciona la obsesión en sus últimos años por Tarzán y las novelas de Wallace, que leía en el hospital ya con el cáncer que lo llevó al suicidio” explica Abraham.
Hay algo de fármaco, de remedio y veneno al mismo tiempo en los míticos y entrañables libros de Tor que aún siguen y seguirán circulando, no sólo en las librerías de viejos. “Un viejo librero de usados me contaba que en una época había tantos libros de Tor que cuando finalmente vendió el último sintió un profundo alivio, pero después el tipo tenía pesadillas en las cuales se veía a sí mismo en su librería llena de libros de Tor, lo cual lo desesperaba y lo despertaba”, concluye el erudito que logró clasificar lo inclasificable.
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