Lunes, 20 de agosto de 2012 | Hoy
Casi al mismo tiempo en que se daba a conocer Una misma noche, la novela con la que ganó el Premio Alfaguara, Leopoldo Brizuela publicó también La locura de Onelli, historia basada en un caso real de los años ’30, cuando al director del zoológico de La Plata le prohibieron enterrar a su criada india.
Por Sebastián Basualdo
“¡Qué no dicen de Onelli militares y curas, funcionarios y sabios, mientras bajan del Palco en la Plaza Moreno, y caminan discretos al Almuerzo de Honor! Un bedel, Ismael Sosa, llega desde el Museo de Ciencias Naturales y dice que Onelli entró al Museo gritando ¡Asesino, Asesino!”. Porque buscaba al director, seguro de que había sido él quien lo denunciara. “Pero yo no sé por qué se ha molestado tanto”, colige receloso don Ramón Pettirosi, jefe de Policía. “El juez Pappalardo ha dado muchas veces instrucciones así: un muerto sin papeles, sin nombre conocido, no puede sepultarse.” Ese es el motivo de la locura de Onelli, dicen. En todo caso, se trata de una locura al servicio de la justicia, especie de lucidez extrema que surge de pronto para dar comienzo a un viaje, un éxodo compuesto por esa tripulación de héroes imaginarios a los que refiere Foucault, y que no son otra cosa que modelos éticos o de tipos sociales que se embarcan para un gran peregrinaje simbólico que les proporciona la forma de su destino o de su verdad. Sólo que La locura de Onelli, novela de Leopoldo Brizuela, que ha sido galardonado recientemente con el Premio Alfaguara por Una misma noche, surge de un hecho histórico concreto: el 19 de noviembre de 1932, mientras la ciudad de La Plata celebra el cincuentenario de su fundación, una denuncia anónima lleva al juez Raimundo Pappalardo a impedir que el doctor Salvatore Onelli, por entonces director del zoológico, entierre a su criada india, bautizada con el nombre de Oo, al parecer última sobreviviente del clan del cacique Inacayal. Furioso, Salvatore Onelli convoca a sus dos ayudantes, el naturalista Igor Alboff y el embalsamador Kim Yung Ha y con un centenar de animales y el féretro de la indiecita cubierto por un poncho de guerrero araucano parte hacia la Patagonia. El detalle, no menor por cierto, del poncho guerrero es tomado como una provocación por parte de las autoridades y da comienzo a uno de los aspectos más interesantes que tiene esta excelente novela fragmentaria y polifónica, donde la historia surge como consecuencia de un gran entramado discursivo, hecho, entre otros materiales, de cuadernos de viaje y artículos periodísticos, declaraciones de testigos del paso del cortejo y documentos legales e históricos. “Y ahora que La Plata vuelve a sus pequeñas cosas nadie deja de hablar. Y dicen ahora de Onelli que Oo no era su hija: que era, tal vez, su amante, y que él mismo gozaba metiéndose en las jaulas y obligando a la niña a darle con el látigo, ante la risa atroz de los monos en celo.”
De esta manera, la locura de Onelli comienza a ser una cuestión de perspectiva en la zona tenue de aquello que se dice o censura, acaso el modo en que el Poder articula sus mecanismos discursivos para que la opinión pública se convierta en un eco fiel de la clase dominante. “Como sea –termina el juez–, no creo que la furia de Onelli se haya debido a mi prohibición de enterrarla, ni siquiera, óigame bien, que sea verdadera. Todo es puro teatro. El quiere que su ejemplo aliente a locos imbuidos de igual patología a fundar, por toda nuestra patria, familias aberrantes.” Atravesada por momentos de alto vuelo poético, Leopoldo Brizuela ha escrito una hermosa novela donde la locura se impone como eufemismo perfecto para todo aquello que resulta amenazante.
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