Domingo, 16 de septiembre de 2012 | Hoy
Con un lenguaje lírico y eficaz, Andréa del Fuego es un debut soprendente en la literatura brasileña. Con recursos del realismo fantástico, se vale de un episodio de su historia familiar –un rayo misterioso cae sobre la casa matando a los padres y dejando a tres hijos milagrosamente vivos– para echar luz sobre los escenarios rurales, problematizando el progreso y la pobreza en el interior del Brasil.
Por Luciana De Mello
Para contar el secreto familiar es necesario revisar el origen, y en el origen de cualquier historia, más aún de la familiar, está el mito. Ese mito crea, da forma a una realidad imposible de ser contada de manera objetiva y que tiene, en su definición, el necesario agregado de lo fantástico. Que un rayo caiga sobre la casa de una familia, peones de fazenda en el corazón de Minas Gerais, carbonizando a los padres de tres niños que resultan ilesos esa noche de tormenta, es un gran comienzo para un trauma, para un silencio de generaciones, para el traidor de esa familia que se ocupe de ponerse a escarbar. El que cuente deberá tomar decisiones tanto frente a lo que encuentre como a lo que jamás hallará de cierto. Y eso es lo que hace Andréa del Fuego con su primera novela Los Malaquias, ganadora del Premio José Saramago 2011. En Sierra Morena, el lugar de la novela, vivieron sus bisabuelos explotados por un fazendeiro hasta que un rayo les cayó encima. De los tres hijos uno quedó enano, como consecuencia residual de esa energía despedida por el rayo, se comentó en la familia desde siempre. Tras la muerte de su abuela, Andréa del Fuego vuelve al lugar donde comenzó todo, trata de que sus tíos le cuenten cómo fue esa noche de la tormenta que cambió para siempre la suerte de todos y nadie puede abrir la boca sin temblar. Ella se empeña entonces en recorrer esas tierras donde sucedió la fiebre del oro brasileña, donde los saltos de cascadas irrumpen de repente en el paisaje y sus pobladores se pierden entre las plantaciones cuando llega la cosecha del café. Durante siete años Andréa del Fuego entró y salió de la novela que a pesar del legado de realismo mágico que la recubre es la historia que más habla de ella.
Los Malaquias es una novela construida desde el ritmo y la crudeza de un lenguaje tan lírico como eficaz, y el hecho de que estas dos características suelan estar en veredas opuestas –dentro de la concepción narrativa donde para ser eficaz debe ser despojado– hace que el mérito de la novela sea doble. Marcados por una puntuación cortante, los recursos poéticos logran adquirir el peso multiplicado de lo real, no hay una escena que sobre ni una palabra que falte a la hora de describir personajes y escenarios. Del Fuego logra entrelazar la intimidad introspectiva de Lispector con el realismo mágico de Amado, logrando un tono propio que da cuenta de la cosmovisión de ese mundo que se está contando, ese Brasil profundo y rural donde lo sobrenatural es tanto parte de la tradición oral, marcadamente africana, como también de la vida cotidiana de sus moradores. En entrevista, Del Fuego aclara: “Lo que necesitaba lograr era un estado de ficción donde se suspendiera la lógica de la muerte. La pretensión poética y el realismo fantástico fueron amortiguadores emocionales para mí, porque yo me estaba mirando en el espejo y ésa es una ocasión en la que damos el mejor ángulo de la historia”. Así, la muerte –componente protagónico de la novela– es narrada como un pasaje, es corte y al mismo tiempo continuidad. Los personajes que mueren cambian su estado químico y vuelven junto a los vivos ya sea formando parte del agua, en estado gaseoso, o en combustión. La leche no hierve en la casa de mujeres flojas de espíritu y toda el agua de una represa desaparece de la noche a la mañana. La expansión económica que trae la construcción de una represa hidroeléctrica a la Sierra Morena conlleva al desdoblamiento del valle en dos. Hay una caverna que hace de pasaje al otro lado, donde es posible ver las sombras de otras verdades. La inestabilidad de la materia, cualquiera sea su forma, es lo que se pone de manifiesto dentro de la novela, es la lógica que marca la historia de estos hermanos, quienes una vez huérfanos son separados y entregados a diferentes hogares. El derrotero de cada uno de ellos estará atravesado por las transformaciones de su ambiente y su reencuentro quedará librado a los antojos del azar.
Los Malaquias es una novela que, a diferencia de la mayor parte de la narrativa brasileña contemporánea –esencialmente urbana– vuelve al escenario rural, y al hacerlo vuelve entonces a problematizar lo que la bandera brasileña pregona en su centro, ese “orden y progreso”, figuras casi antagónicas, que reclaman la posibilidad de un cambio sin desequilibrio. Ese mundo rural, donde el poder de los hacendados y la pobreza extrema engendran en sus habitantes el conflicto con la propia tierra, se ve invadido de un día para otro por el progreso en forma de represa. Comienza el éxodo, todos deben mudarse a otra parte en Sierra Morena y tras la muerte del latifundista, dueño de la ley y del orden en la región, se abre la posibilidad de escape hacia el otro lado de la caverna: los personajes se embarcarán para siempre dentro del mito. Sin embargo, aunque cambie el orden de las cosas, en el mundo de los vivos como en el de los muertos, el lugar para el encuentro depende de un paso en falso, la vuelta al hogar es un itinerario imposible: “Volvería sola, como se había ido, aunque el destino no fuera Sierra Morena. El origen de todo no había sido el paisaje; había sido el estruendo en la casa de sus padres. Le habían dicho que en el mar caían más rayos; si la alcanzaba uno, podría volver a casa”.
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