La vida artística como una manera de replantear la vieja dicotomía entre arte y vida. La literatura expandida como una forma de repensar los géneros, las fronteras y los clichés de la literatura autobiográfica. El tiempo del periodismo, las antologías y los artículos por encargo y el tiempo de la literatura. Todas estas opciones, y sus contradicciones, se permitió abordar, rebatiendo o entregándose a ellas, Alan Pauls en Temas lentos (compilado por Leila Guerriero para la Universidad Diego Portales de Chile), el auténtico cuaderno de bitácora de un escritor que, más que acumular sus obsesiones, se preocupó por internarse en sus persistencias y fidelidades, tanto a la hora de sentarse a escribir cuanto de pararse para seguir viviendo.
› Por María Moreno
Desde el título una modesta provocación: aludir a esa zona de la fiesta en que la histeria gimnástica más o menos onanista propone otra velocidad, un tiempo demorado y en compañía, atravesado de intenciones y de gestos furtivos para bautizar un conjunto de textos de ocasión, fruto de esos encargos a veces finísimos que enturbian la vida del escritor con un para ayer pronunciado por un propulsor de congresos académicos, un animador cultural o un antólogo organizado. Son miniaturas express que van de la consigna de ser rubio a tener un auto, artículos críticos profesionales cuya invención nos regala de costado una pedagogía bienvenida (¡por fin podemos pensar Cachet de Michael Haneke!), ensayos que a veces miman socarronamente o a regañadientes –la escritura a pedido exige formatos asfixiantes de buzo mágico– la voz beige del biógrafo norteamericano, pero donde, como en sordina, el autor suele deslizar de pronto un adjetivo magnífico y al mismo tiempo, dechado de sobriedad (“deportables” para conceptos, “grupuscular” para movimiento), y tan dechado de sobriedad que, como si su uso provocara un síndrome de Tourette, puede mutar a exceso (“persianas extrañas verdes como suaves párpados vegetales”).
Leila Guerriero sabiamente decidió no empujar en Temas lentos (Ediciones Universidad Diego Portales) con titulares-prótesis o secciones, otra idea de coherencia que no sea la que le indica el título “temas” para forzar la unidad, cierta plenitud que aleje del efecto potpourri o “catálogo de destrezas”, pero ubicó estratégicamente Oiropa (leído el 4 de agosto de 2010 en el curso “¿Quién es Europa? Identidad e identidades europea”, en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Santander, España), texto de ocasión final en donde los variados registros de Pauls se condensan pero, como si él fuera el increíble Hulk y reventara en sus apretados trajes –la ponencia, el recuadro, la nota cultural, el blog– para hacer un texto que es todas esas cosas que él quiere de un texto, para que “arte” y “vida” tengan en adelante que leerse como palabras superpuestas una sobre la otra. Porque en la aparente variedad taxonómica de Temas lentos hay una insistencia, una idea fija que parasita el libro entero: la relación entre literatura y experiencia, entre hechos y obra artística, anécdota ejemplar y texto, a condición de que se dinamite la conjunción copulativa en nombre de lo que Pauls bautiza como literatura expandida. La idea se ve venir cuando en dos frases de tanteo, un texto llamado Torrentes de amor, dedicado a Nan Goldin, concluye: “Goldin reinventaba la fotografía al mismo tiempo que las formas de la vida. O mejor hacía del arte una forma de vida”. Continúa cuando, cinco años más tarde, en Retrato del artista como agente doble, escribe que la versión de que Puig escribía en la cocina no es un dato biográfico, ni algo que preceda a la obra como condición o como causa sino uno de sus efectos más específicos. Y ya bajo efecto del factor Bolaño, este grito: “... y, lo que es peor, que eso que me descubro deseando de ese mundo y deseándolo contra mis convicciones más fervientes, incluso contra toda mi formación artística e intelectual, no es una Obra –no es el efecto de una manera específica de entrar y atravesar el lenguaje– sino algo tan discutible, tan ideológico, tan juvenil como una mitología existencial –es decir, eso que a falta de una palabra mejor seguimos llamando una Vida–”. Que Pauls hable de arte y vida sin sonrojarse no indica que haya llegado tarde a las peloteras ya viejísimas entre los nuevos exegetas de las escrituras del yo y sus detractores, quienes oscilan entre un pedido de pruebas judicial para lo que un autor dice de sí o un perdón en nombre de una verdad a lo Emma Zunz (“La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”).
Su propuesta sitúa la cuestión en otra parte y esa otra parte podría envolverse bajo la capa generosa de la ficción.
No, no, no: Pauls no se ha vuelto vitalista (odia esa runfla), en todo caso para él la vida artística no es como diagnostica en Bolaño el capital que se invierte en la Obra ni la construcción de un perfil para surfear por los mercados –nada más lejos de volver a entronizar al paparulo de
Bowles fumando kif junto a su chongo árabe y rodeado de valijas polvorientas pero de marca o a Hemingway con su metra de combatiente recuperando el Ritz durante la guerra– sino que formaría parte de la literatura expandida que abole todas las esferas, los géneros, es una Moulinex prodigiosa que lo procesa todo: sexualidad, vida cotidiana, pose, práctica social, textos, territorio, blog, notas en la heladera, fashion... Pauls es un dinamitador de jurisdicciones, pero como buen profesor pone tres ejemplos a condición de que no se los considere ilustrativos: “bloquecitos de vida” de tres escritores: Mario Bellatin responde a un pedido de nota sobre Kawabata con un refrito de textos críticos sobre su propia obra, hace un congreso de escritores en París sólo con sus dobles y repite performance con perros raros; Héctor Libertella escribe y construye sus dos primeros libros (apenas dos ejemplares) Agentes de la venganza y Tiempo de llorar como joyas artesanales forradas de cuerina y manuscritas en aterciopelada tinta azul que logran, sin embargo, un mercado de lectores, los compañeros de colegio; luego capo de una Editorial importante (la de la UNAM) hace borrar a mano un defecto de tapa en millares de ejemplares con el mismo tesón con que Evita repartía máquinas de coser. César Aira tiene una política sistemática: publicar, de a dos o tres libros anuales cortos, una obra mínima que ocupa titánicamente las librerías y bajo cualquier sello editorial mientras él descultiva la anécdota vital “de color” llegando a brillar por su ausencia.
¿Cómo tomar estos fragmentos de vida? Pauls se opone a que los hechos más o menos autoeditados de los autores sean el material proteico de sus obras –para los biógrafos simplones– o las pepitas desechadas por el talibanismo del texto –para los estructuralistas más o menos racalcitrantes: “los episodios de la vida literaria son simplemente parte de una práctica artística que estamos acostumbrados a ver desplegarse por medios e instituciones textuales (textos, libros, escritos); son la parte que se despliega por medios ‘existenciales’, a través de una serie de gestos, conductas e intervenciones que se efectúan ‘en la vida’ misma. Así, quizás lo que llamamos ‘vida’ no sea sino la continuación de la obra por otros medios. O viceversa (...) Son trozos de vida, pero de vida estéticamente articulada, y en ese sentido son tan legibles, están tan preñados de sentido y reclaman tanta interpretación como cualquiera de las ‘obras’ reconocidas, identificables, que la crítica reclama que comparezcan para poner en marcha sus aparatos de lectura–”.
¿Qué bloques de vida Alan Pauls podría ofrecer a la crítica para leer con su obra, en nombre de la literatura expandida? El padre muere en la vida de Pauls y en Suspenso. Diario de Princeton, pero Pauls escribe que pospone escribirlo, en vano hace una enunciación caótica de los posibles temas –la infancia en Berlín del padre, su madre judía, el exilio, max & moritz– “no pasa nada, nada” (30.10). Y en ese “no pasa nada, nada” hay todo un gesto ¡después de Kafka y Saccomanno! es preciso revelarse un poco a lo cantado: esa crisis viril en que la orfandad clama producción como un padre más patrón que el padre muerto. Axel Pauls es un convidado de piedra flâneur, pasa por Temas lentos con cierta liviandad: se ve su número de teléfono en una agenda y seguramente una punzada en el corazón, pero no más, se tiene pena al pasar por un cementerio porque se recuerda que en lugar de una tumba hay una urna, lugar difícil para rituales, se lo piensa enseñando a jugar tenis, entonces se lo recibe en la metáfora de alguien que ahora no devuelve nada (“había que pelotear, es decir; estar ahí para devolverle al otro lo que el otro hubiera dado, no importa lo que fuera, ahora no hay devolución”) .
¿Qué piensa el hijo de las Patrias? Ya lo escribí y me copio. En un artículo llamado Elogio del acento, uno de los Temas lentos, él proponía a cambio de las múltiples sucursales del aparato de la Patria (son sus términos) y el despotismo de sus vademécum de lo propio –peronismo, tango, Borges, 2001, nosotros venimos de los barcos– apostar por las identidades oblicuas, indirectas, distantes. Y suponiendo que la Patria sea la lengua como se escucha decir a menudo, en vez de poner los ejemplos noches cultas, eso que hacía Marcos Mundstock en Les Luthiers, una parodia de la voz engolada del locutor de las radios de música clásica, Pauls elige el modelo Festival de la canción de San Remo o cualquiera de esos lugares. Y hace el elogio del acento como metáfora de una distancia brechtiana, involuntaria o caída del cielo, el enfantasmamiento de la lengua en los cantantes que pasaban por la Argentina durante los sesenta: Doménico Modugno, Charles Aznavour, Salvatore Adamo. El elogio del acento es el correlato de la abolición de jurisdicciones entre textual y vida literaria, para imponer el cóctel entre Vida y Cía. Por eso el bloquecito fetiche de esa actitud en Pauls está en La casa Berlín. Un blog en donde el narrador deja un melón sobre la cinta del supermercado y el cliente próximo contesta a la pregunta de la cajera sobre la propiedad de ese fruto solitario colocando casi con violencia la barra separadora como si esa mínima infracción –no separar– cambiara el orden del universo; o tal vez ese otro en que Libertella borra de tres mil libros titulados Cultura femenina novohispana una mancha en la frente de la imagen de una dama de tapa y justo, según el grito en el cielo del Instituto de Investigaciones Históricas, ése era el signo de la identidad de las damas en Nueva España. En Oiropa, exquisita síntesis de Hoy en Europa, proveniente de la lengua inventada y por eso artística de su abuela materna, Pauls continúa dando contra el aparato de la patria en cuanto escuela de pureza lingüística, haciendo el elogio del inglés y del francés, del italiano y del portugués como adquisiciones dinamitadoras de límites, lenguas destinadas a merodear la propia y a liberarla en acentos múltiples de su terrorismo depuratorio y con la que por eso no puede escucharse ese aviso que Pauls recuerda por su edad e impregnación: “Joven argentino, si tiene más de 18 años de edad...”
En un rincón del departamento del padre muerto, cuenta Pauls en tercera, hay un ejemplar de Der Struwwelpeter: el padre ya no devuelve lo que uno le da, tampoco ha dejado nada o ha dejado cualquier cosa, pero no cualquier cosa sino el libro en donde el hijo iba a aprender la lengua materna, no la propia sino la de él, el padre. El alemán es esa lengua en donde el hijo no pasó de Der Struwwelpeter transmitido por la inventora abuela judía, lengua de la que se retiró en el secundario y alguna otra ocasión hasta quedar como algo así como una lengua en reserva, pura potencia como ese padre que amaga aquí y allá en Temas lentos pero siempre entre paréntesis –una notación, un detalle– y al que el hijo le da –aunque ya no le devuelva lo que le tire– una muerte muy argentina, casi criolla: un atracón de pan y manteca.
Canas conecta con esa miniatura pedagógica recobrada en el departamento del padre (Der Struwwelpeter) cuya traducción es Pedro el melenas y al que Pauls reconoce como un precursor inopinado de Historia del pelo, Canas es el único texto en donde es el matiz (¿no será el matiz, el acento del pelo?) lo que no es bienvenido y si bien no hay lamento por la pureza del rubio perdida como una patria en un exilio llamado envejecer, sí lo hay de una plenitud canosa que pueda gozarse antes de la vejez última. Sólo allí Pauls hace el elogio de lo pleno (como una identidad): la cabellera precoz y plenamente blanca de Jim Jarmusch. Si su rubio infantil (el suyo en sus matices autobiográficos) era el signo visual de las hablantes de otras lenguas maternas: el inglés y, por condensación mitológica (rubio = extranjero) el alemán, el italiano, el francés, es decir lo extraño por más superior que se lo supusiera (un estigma de lujo), las canas adelantadas y en masa eludirían como en Jarmusch la lotería de una identidad. El mambo de Pauls con el pelo explica su devoción por la película Melody (cuenta que cuando sale el video tararea sus canciones, repite diálogos, hace poses miméticas ante el horror de su hija pequeña). En Melody, loa a la iniciación romántica, se puede ser rubio en un espacio en donde serlo no llama la atención y usar un peinado que es nada menos que un casco como el de Pauls cuando era joven, algo que a veces ahora, con sus actividades de actor, le permite parecer “como entubado por el haz de luz cenital” y recuperar ese oro a lleno del pasado (el peinado de Mark Lester además evocaba con su ambigüedad al cubrir las orejas, un largo antimilitar, demasiado corto para hippie, pero inadmisible más allá de la infancia sin hacer sospechoso de identidad femenina).
Entre Mark Lester y Jim Jarmusch, por tomar sus mitos capilares, uno menos consciente que el otro, Alan Pauls se hizo escritor destiñendo. Otro rubio, Fogwill, neutralizó esa lotería genética difícil de manejar fuera del mito (rubio-extranjero-cheto) con una fórmula que Pauls define con precisión en Despiadado West: “Y lo reprimido para él era la guerra. Era clausewitziano (aunque su noción y su práctica de la beligerancia se confundían a menudo con pasatiempos menores, más risueños, de vestuario de varones: el pechazo, la pijomaquia, el verdugueo)”.
La idea de literatura expandida y sus bloquecitos de vida editados hace que los lectores podamos usar nuevas cargas de dinamita y sacar consecuencias demoledoras: si como propuso alguna vez Alberto Ure –otro gran dinamitador cultural– en los gestos y palabras de cada uno yacen los de los padres, los de los abuelos mirados por éstos, más los del teatro que cada uno vio a su tiempo, no hay vida sin editing –la más iletrada madre castradora sería toda una escuela dramatúrgica, en cada paliza estaría Homero–, todos seríamos artistas.
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