Peter Handke sigue escribiendo aunque hace ya más de diez años se retiró de la vida pública. Figura enorme de la literatura europea, la Biblioteca Nacional de Austria le compró en vida su legado de manuscritos y diarios íntimos. Ahora se publican por primera vez en castellano una serie de textos sobre arte, cine y literatura (de Anselm Kiefer y Kiarostami a Marguerite Duras y John Berger), incluyendo algunos apasionados discursos, en los que Handke se pone en el centro de la escena y lee con cuerpo y alma.
› Por Ariel Magnus
Peter Handke, que en breve cumplirá setenta años, es un clásico en vida. Lo confirma, más allá de su fama mundial, el hecho bastante inédito de que la Biblioteca Nacional de Austria ya le compró, y no de oferta, los manuscritos de sus obras y de sus diarios íntimos, convirtiendo lo que suele ser el Nachlass o legado post mortem en lo que se ha dado en llamar con el neologismo de Vorlass o pre-legado. Lento en la sombra, la delicada y oportuna compilación que preparó Matías Serra Bradford para esta edición, es también a su modo un libro póstumo, pues reúne textos ocasionales sobre literatura, arte, cine, traducción y algunos etcéteras de un autor que se ha retirado de la vida pública (aunque no de la escritura) hace ya casi una década.
Especialmente feliz resulta por eso que la antología arranque con algunos de los discursos públicos que pronunció el autor de El miedo del arquero al tiro penal o Carta breve para un largo adiós (entre otras decenas de libros y obras de teatro) al recibir distintos premios literarios a lo largo de su extensa carrera. Entre ellos se destaca, más allá del dedicado a Kafka, uno en el que no habla de literatura, sino de su relación con la política. Con una sinceridad poco frecuente, la misma que subyace en todos los artículos, Handke confiesa en este discurso de 1973 que nunca pudo tener un pensamiento “verdaderamente político” porque su sentimiento siempre estuvo del lado de las víctimas. “También eso es una ideología, se dice. Un salto dialéctico sería necesario, luego podría yo distinguir entre víctimas y víctimas. Entiendo que este salto es ‘sensato’, y también lo llevo a cabo en cada conversación, pero no bien las víctimas se personifican, lo cancelo. Esa es la razón por la que hasta ahora he sido incapaz de llevar una existencia política en cada pormenor.”
Este acercamiento personal, desde los sentimientos más viscerales, es el que prima también en sus lecturas más elaboradas, como las que hace de su contemporáneo Nicolas Born y Hermann Lenz, a quienes dedicó varios textos a lo largo de su vida. Sobre todo en el caso del último, la lectura de Handke es más bien una crónica íntima de cómo un escritor joven se acerca a uno mayor, sigue su carrera y acaba siendo el orador junto a su féretro. Tanto Born como Lenz han sido poco traducidos al castellano, por lo que la curiosidad y aun el entusiasmo que despierta por ellos la lectura de Handke chocan con la dificultad de luego conocerlos personalmente, por así decirlo. Sin embargo, lo afectivo de la lectura de Handke, que siempre mezcla lo que leyó de esos autores con lo que vivió a su lado, achica la distancia casi más que un libro del propio autor. Eso es lo que le permite al lector de Handke leer decenas de páginas sobre autores que probablemente no conozca ni tenga la posibilidad de conocer: al terminar, habrá sido testigo íntimo de toda su carrera literaria.
Claro que Handke también se ocupó de comentar contemporáneos más conocidos, como Francis Ponge, Marguerite Duras o John Berger. Entre estos ensayos se destaca quizá el que le dedica a Patricia Highsmith, que incluye una visita a la casa en donde la escritora vivía sola con sus gatos. Además de ofrecernos una lectura contemporánea de una autora que el mito empieza a alejar irreversiblemente, Handke nos la describe con ese tipo de imágenes que sólo logran captar los que miran como lo hace él, también en sus libros de ficción: “En una ocasión toma del pescuezo al gato que lloriquea y, como sofocada por la presencia foránea, casi que lo aprieta realmente, pero luego coloca al animal con cuidado en otra parte”.
Esa presencia foránea llamada Peter Handke aparece también cuando habla del pintor Anselm Kiefer o del director de cine Abbas Kiarostami, de su editor Sigfried Unseld o de sus diferentes traductores, y es la que nos permite seguirlo como a un personaje de una novela autobiográfica. Por eso no puede decirse que es egocentrismo (o no es sólo egocentrismo) lo que lleva a Handke a colocarse casi siempre en el centro de sus lecturas, sino que ese movimiento responde más bien a la necesidad de colocar al cuerpo y con él a la experiencia física en el centro de la contemplación artística. Así es cómo las vueltas a casa después de ver una película se transforman para Handke casi en parte del acto de mirarlas. “Nada en el mundo me proporcionó regresos al hogar como después del cine, después de Tokyo monogatari de Ozu, después de Andrei Rublev de Tarkovski, después de Mouchette de Bresson, después de Nazarín de Buñuel.”
El movimiento termina de cerrarse con la crónica de Handke en Colono, lugar que visitó luego de traducir Edipo en Colono de Sófocles, y que cierra también la antología.
Advierte Serra Bradford en su prólogo: “Peter Handke y sus ensayos y textos ocasionales proponen una manera menos convencional de acercarse a la intimidad de un escritor y a su modo de crear intimidad, en este caso a través de los otros”.
Esa intimidad incluso física, común a toda lectura apasionada, es la que a su vez acerca el libro a sus lectores naturales, aquellos que conocen y aprecian al austríaco, pero también a quienes apenas lo leyeron o sólo lo han escuchado nombrar. Aunque compleja y por momentos hasta rebuscada, hay en la prosa de este lector una fijación siempre amorosa por su objeto, que por muy específico que sea acaba universalizándolo. Que Handke se coloque muy a conciencia en el centro de las lecturas de Handke permite que también se sienta colocado allí su lector. Tal vez no sea ésa una lectura “verdaderamente literaria”, pero es entusiasta y franca, de la misma forma que no es verdaderamente político, ni quiere serlo, el pensamiento que siempre cede ante el sentimiento de la compasión.
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