› Por Damian Huergo
Desde hace unos pocos años, la literatura argentina experimenta un saludable regreso al género. Vuelven a deambular zombies, a brillar ovnis, a atravesarse portales. Se puede pensar esta etapa como una especie de retromanía, tal como la llama Simon Rynolds. A la vez, en el mismo tono, una mirada sociológica puede achacarla a los años de educación sentimental de las nuevas generaciones, allá en los ‘90, donde el consumo cultural –-desde el arco que va del rock chabón a los Expedientes X– fue un refugio de socialización para los jóvenes hiperescolarizados. Los seis relatos que integran El loro que podía adivinar el futuro, de Luciano Lamberti, deben ser leídos en esa clave. A poco de andar, el lector se cruzará con un oso existencialista, un loro fáustico que se apropia de cuerpos ajenos –similar al diablillo Bob de la serie Twin Peaks– y, entre otros, a un hermano de sangre formateado por fuerzas extraplanetarias.
A la manera de Steven Millhauser, Lamberti logra trocar la extrañeza de los episodios en pasajes familiares, sin pulirles rasgos sorpresivos ni restándole tensión al relato. Sucede tanto cuando su pluma apunta hacia lo siniestro como al acercarse a la ciencia ficción alegórica; como ocurre en el evasivo “La vida es buena bajo el mar”. La escritura en la mayoría de los cuentos es fragmentada, veloz y sugestiva. En “Algunas notas sobre el país de los gigantes”, suerte de adaptación libre de ¿Dónde viven los monstruos? de Maurice Sendak, el tono del narrador, irónicamente enciclopédico, tiene la virtud de transmitir al lector la sensación de ser testigo de la construcción de una leyenda.
En términos de género, la excepción es el cuento que abre el libro, “Perfectos accidentes ridículos”, más próximo al realismo crudo de El asesino de chanchos. La versatilidad de Lamberti para cambiar de estilo y no trastabillar en el intento es elogiable. A la vez su obra, como si fuese una muestra de la literatura emergente, sirve para señalar que no hay estilos hegemónicos; dejando al pensamiento único como un resabio paranoico de la –denominada– “segunda década infame”.
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