La Guerra Civil y la época de la transición del franquismo a la democracia fueron dos momentos históricos clave para la vida española, y también épocas cruciales en la literatura de Javier Cercas, un escritor que ha logrado trascender a fuerza de heterodoxia y ruptura de géneros. Quizás en un formato más clásico, Las leyes de la frontera no deja de cumplir con una narración fluida y con ingredientes imbatibles: la atracción adolescente por la transgresión y un triángulo amoroso signado por las diferencias de clase, en un verano muy particular.
› Por Juan Pablo Bertazza
A los cincuenta años, Javier Cercas está de vuelta. La prueba es que el nombre de su flamante novela constituye una suerte de condensación de la poética que campea en toda su obra. Cercas es uno de los más célebres y exitosos autores de los últimos años en dedicarse a trabajar los intersticios y las relaciones peligrosas entre verdad y ficción, entre el pasado y la literatura. Un migrante clandestino que logró legitimar, con muchos honores, su carnet de escritor de tanto cruzar esas fronteras, de tanto manejar sus leyes. El mojón fundamental arranca con su cuarta novela, Soldados de Salamina (2001). Más de un millón de ejemplares vendidos, traducciones a idiomas que se ignora dónde son hablados y hasta una versión cinematográfica a cargo del prestigioso David Trueba. En definitiva, mientras narraba el fusilamiento fallido de Rafael Sánchez Mazas, en el contexto de la Guerra Civil, Cercas cruzaba la frontera y empezaba a convertirse en uno de los más hábiles escritores en fusionar géneros y erosionar las supuestamente infranqueables barreras entre autor y narrador, algo que llevó al extremo con La velocidad de la luz.
Al calor de los unánimes elogios de escritores distintos, pero tan decisivos como Roberto Bolaño y Mario Vargas Llosa, casi sin marearse, Cercas les dio en La velocidad de la luz todas las vueltas posibles a los cruces entre literatura y biografía, poniendo en escena el propio proceso de escritura, otra de sus obsesiones. En esa novela, un escritor español mediocre que “aspiraba a fracasar de una forma total, radical y absoluta”, recibía una oferta inesperada: un puesto de profesor de español en una universidad de un pueblo perdido del Medio Oeste estadounidense. Ahí conocería a Rodney Falk, marginal y escéptico ser que había combatido en Vietnam, con el que entablaría una relación plagada de guiños al arte en general y la literatura en particular. Otro punto alto en su producción fue Anatomía de un instante, inclasificable reconstrucción del Tejerazo, el intento de golpe contra la incipiente apertura democrática española.
Ya totalmente establecido, Cercas publicó La verdad de Agamenón, típico libro de escritor consagrado cuya inspiración, acaso, empieza a mermar: una compilación de artículos y ensayos publicados en los periódicos más importantes de España (aunque, claro, con Javier Cercas nunca se tiene del todo clara la división, las fronteras entre ficción y ensayo). La verdad de Agamenón parecía, por momentos, una exhibición desvergonzada de la carpeta “Mis documentos” de la compu de Cercas, en la que convivían artículos muy logrados y algunos otros que, tranquilamente, podrían haber sido arrojados sin ningún tipo de culpa a la papelera de reciclaje.
Ahora, vuelve al ruedo con esta novela que bautiza y define desde el título casi toda su obra.
En plena transición española, cuando el franquismo presencia los últimos estertores, pero tampoco termina de llegar la democracia, en el interminable verano de 1978, Ignacio Cañas, un adolescente clásico de una típica clase media, ingresa un poco por casualidad y otro poco por ansia de aventura a la banda de precoces delincuentes del Zarco. Con el paso de los días la banda va incrementando la dimensión de los delitos y también la intensidad de las relaciones entre sus miembros, entre los cuales se destaca Tere, supuesta pareja de ese líder indiscutible que es el Zarco pero que, inmediatamente, se lanza a seducir sin ningún tipo de control a Ignacio Cañas. Aunque la mezcla de rebeldía, astucia y decisión de la banda parece volverlos casi invulnerables, en el momento menos esperado un par de asaltos frustrados –a una estación de servicio y a un banco– señalan la desintegración y el comienzo del fin. Sin embargo, lo que sobrevive es el extraño triángulo amoroso entre el Zarco, Tere y Gafitas, como habían bautizado, desde un comienzo, a Ignacio Cañas. Por supuesto que, con el correr del tiempo, Gafitas deja el mundo del hampa, vuelve al otro lado de la frontera, se recibe de abogado y hasta acepta el desafío de sacar de la cárcel a su ex socio, ya convertido en un verdadero mito de la delincuencia española, una especie de Robin Hood, pero sin ningún tipo de altruismo. Tal como lo define uno de los personajes, “a finales de los setenta el Zarco era una especie de precursor y, a finales de los noventa, era casi un anacronismo, por no decir un personaje póstumo”.
Aunque es un libro interesante y merece ser leído –sobre todo por aquellos tantos seguidores de Cercas– Las leyes de la frontera quizá no agrega nada sustancioso a su obra. Es decir, están presentes en este libro los innumerables matices de las relaciones humanas que tan bien sabe contar: la culpa, los gestos supuestamente heroicos, esa verdad siempre elusiva acerca del motor que une a dos personas. También continúan los cruces literarios y las fugas fronterizas entre realidad y ficción, a tal punto que si bien el Zarco no existió en la realidad, parece estar inspirado (aun cuando no lo aclara en la Nota del autor, otro rasgo típico de los libros de Cercas) en El Zarco, una novela del escritor y periodista mexicano Ignacio Manuel Altamirano; escrita en 1869, y considerada una verdadera joya de la literatura mexicana, la novela cuenta la historia de, precisamente, el Zarco, joven y apasionado líder de una banda de ladrones y salteadores, cuyo apodo provenía del color azul de sus ojos.
Sin embargo, Las leyes de la frontera parece atrasar en la propia obra de Cercas. Como esas canciones de compositores adelantados que, sin intentar nada nuevo, son superadas por su propio pasado.
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