La obra de Patrick Hamilton se adelantó a toda una generación de escritores ingleses al narrar el desencanto de las clases medias y bajas frente a un panorama de creciente crisis y aprestos bélicos que estallaron en la Segunda Guerra Mundial. Después de triunfar en el teatro, hundido en el alcohol, el autor y su obra fueron cayendo en el olvido, del que serían rescatados paulatinamente mediante la reedición de sus novelas. Ahora se publica Ultima resaca, donde se reflejan las tortuosas relaciones de un triángulo de desamor y autodestrucción.
› Por Fernando Krapp
Patrick Hamilton tuvo una vida signada por el fracaso, a pesar de haber conocido el éxito y la fama literaria durante unos pocos años en vida. Escribió su primera novela a los diecinueve años, y fue aclamado por el público y la crítica, gracias a la adaptación que hiciera Alfred Hitchcock de su obra de teatro La soga, de 1929. Apenas un par de años después, volvió a tener otro éxito en una adaptación cinematográfica, Luz de gas, de la mano de George Cukor. Pero ya entrados los ’50, Hamilton empezó a despilfarrar su talento en el laberinto del alcohol, en un amor no correspondido con una prostituta y en pelearse con la familia ultraconservadora de su última mujer. A pesar de todo, pudo terminar un par de novelas más, antes de morir en un pueblo de la costa a los cincuenta y ocho años de edad, en 1962. Durante su paulatino derrumbe alcohólico y su proceso de demolición cayó en el olvido. Salvo algunas menciones distintas de escritores tan dispares entre sí como Doris Lessing y Nick Hornby, no volvió a saberse nada de él, hasta que su obra fue rescatada lentamente, primero para la televisión y después con la reedición de sus novelas.
En 1941, Hamilton publicó Hangover Square (que ahora se traduce como Ultima resaca). La situación de la novela se sitúa, sin embargo, tres años antes, en 1939, una fecha demasiado paradigmática para la historia del siglo XX. Después del crack de Estados Unidos, Inglaterra comienza a flaquear como potencia económica en Europa. En el ambiente se huele disconformidad; siguen las altas tasas de desempleo, y la vida social y familiar se encuentra descompensada. Después de la Primera Guerra Mundial, no se tiene mucha certeza de qué va a pasar el día de mañana. En ese marco determinante para una novela que crea sus fluctuantes cimientos desde la mugre de la calle y la oscuridad de los bares, George Bone alucina pensando y pensando por qué ella no le da bola. Netta es una actriz sin carrera, frustrada y sin ningún deseo, más que el de dejar pasar los días a fuerza de alcohol y vanas esperanzas. Junto con un par más de borrachos de la calle, sale a despilfarrar plata ajena todas las noches, y a tomar gin y whisky hasta quemarse las pestañas con las primeras luces del alba. Bone está enamorado de Netta y Netta está enamorada de la ilusión; básicamente no le importa nada, considera el amor de Bone como un modo de obtener beneficios propios y para los tipos que la cortejan. Apenas empezada la novela, Bone decide matarla.
Una novela psicológica es, de rebote, una novela de la ciudad que modifica esa conciencia y esa percepción de la cosas. Una novela sobre una ciudad es también sobre el dinero que hace que una ciudad crezca y decrezca. Ultima resaca es una historia sobre los bajos fondos londinenses. George Harvey Bone se mueve por los pubs y restaurantes del West End de la ciudad inglesa con algunas pocas libras en el bolsillo que malgasta en alcohol y en invitaciones no correspondidas a cenar con Netta. El dinero es el sino que persigue al pobre de Bone, un tipo que no va a poder cambiar de esfera social por su “mal aspecto” y su falta de “recursos”. La ciudad, la opresión bélica flotando por el aire, la falta de dinero, las expectativas de ascenso social, mortifican a George, sobre todo cuando la ve a Netta codeada de unos magnates del teatro.
A medio camino entre los amplios y largos retratos sociales de Thomas Hardy, y los soliloquios angustiantes de Dostoievsky, Bone piensa y recala en cómo matar a Netta. Se arrepiente, vuelve a pensarlo, vuelve a arrepentirse hasta que la situación llega a su punto límite. Cada vez que planea matarla, y está a punto de llevar adelante su acción, algo le hace clic en la cabeza y la situación se da vuelta; de golpe, el lector está ante otro modo de ver, desde un lugar completamente nuevo, sin cambiar obviamente el punto de vista. En esa confusión y desorientación del protagonista, se vislumbra una ilusión tonta, ingenua. Una idea de que se puede construir un futuro como un proyecto de redención comunal, donde los dos pueden limpiarse las heridas de desclasados sociales, una especie de obsesión moral por confiar en el futuro del amor; Bone invita a Netta a un día en la playa, imagen paradigmática de la limpieza y de la unión familiar (con hipotético bebé proyectado corriendo por la arena). Antes practica golf, como si fuera un verdadero padre de familia con acciones. Y hasta recapitula en volver a jugar. Pero Netta es Netta; acepta la invitación y llega con Peter, su amante.
Peter es el personaje más complejo y a la vez más representativo de la época. Un borracho sin fronteras que va a donde lo lleva el ardor de la resaca. Vive de las noches, de lo que surja, carece de todo futuro, y sólo le importa vivir el presente nocturno. Peter es un defensor confeso de Hitler, participó de la juventud fascista y cree que el nacionalismo extremo va a darles a las clases medias bajas el status perdido por la Primera Guerra Mundial, algo con lo que Netta coincide. Sorprende también ver cómo y hasta qué punto el fascismo estaba (y de alguna manera sigue) instalado en las clases medias bajas inglesas; cómo la guerra ya se hacía sentir en las conversaciones cotidianas, en la opresión que generaba una guerra anterior no resuelta del todo. Se sabe: la guerra destruye cultura a la vez que crea cultura. No por nada la violencia contenida en Bone, desatada en Peter, en su historial como homicida, resume todo el fervor bélico que la guerra había generado en aquellos que no la habían vivido ni padecido; en aquellos soldados sin armas que habían sido arrojados a la tambaleante rutina capitalista post crisis del ’30 sin mucho éxito, por lo que muchos terminaron cegados por el alcohol. El narrador señala: “La idea era obscena, pero ¿qué pasaba si en realidad esperaba que hubiera una guerra? Eso le pondría punto final a todo. Podían echarle mano, podían llamarlo a filas, y así alejarlo del alcohol, del cigarrillo y de Netta. Por momentos sentía, en el fondo de su corazón, que tenía ganas de que hubiera una guerra, por muy sangriento que fuera”.
Muriel Spark, Alfred Hayes, Julian MacLaren-Ross, entre otros: Patrick Hamilton viene a agregarse como un eslabón perdido que encaja perfectamente, y de manera angular, en esa generación de escritores ingleses que ejercían su oficio como una suerte de esteticismo proletario, y que son la antesala perfecta para los escritores del ’50, conocidos como los “Young Angry Man”, aquella generación de los iracundos encabezada por John Osborne, Harold Pinter y Phillip Larkin, emergentes de una clase media baja ilustrada que escaló posiciones en las casas de altos estudios sin perder de vista lo que pasaba del lado de afuera del aula, y que, a caballo entre el marxismo y el existencialismo, llevaron el inglés de la reina a la calle. Algo que ya habían hecho casi veinte años antes escritores como Patrick Hamilton.
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