Mitos. Estereotipos. Lugares comunes. Frases hechas. Desde el crisol de razas y que los argentinos descendemos de los barcos, hasta que los pobres levantaban el parquet para hacer el asado, el discurso sobre la Argentina está lleno de verdades que se dan por ciertas y se cristalizaron sin discusión. Faltaba quizás una mirada que con seriedad y humor a la vez se propusiera desarmarlas. El antropólogo Alejandro Grimson empezó anotando en un cuaderno todas las expresiones de esa mitología para luego desmenuzarlas una por una, y como resultado escribió Mitomanías argentinas, compendio de un relato sobre un país tan irreal y autodenigrado como la Argentina.
› Por Angel Berlanga
En este país, el único gil que paga los impuestos soy yo. En la Argentina no hay racismo. Perón fue un tirano. Somos un crisol de razas. Los pobres que recibían casas del peronismo terminaban haciendo asado con el parquet.
La Argentina estaba predestinada a la grandeza, debería haber sido Canadá o Australia. Lo privado funciona, lo público está descuidado. El campo produce la mayor parte de la riqueza nacional. Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires. ¿Quién no ha leído o escuchado, en conversaciones o en los medios, decenas de veces, estas definiciones-frasecitas? Durante unas vacaciones, Alejandro Grimson se puso a anotar en una libretita algunos de estos lugares comunes con la idea de observar, indagar y criticar en torno a estas “falsas creencias” acerca de la población, la economía, la política y la cultura. Y luego, desordenadamente, cuenta, fue acumulando y acumulando mitos, en especial prestando atención, sin decirle a nadie, “al modo en el que hablamos”, dice. En simultáneo iba leyendo estudios sociales, culturales y/o históricos sobre la Argentina, tratando de entender qué mitos se ponían en cuestión. Mitomanías argentinas. Cómo hablamos de nosotros mismos, el libro que este antropólogo acaba de publicar, reúne 74 de estos sobreentendidos y los organiza por capítulos: decadentistas, patrioteros, de la sociedad inocente, racistas, sobre “la unidad cultural”, sobre “los sindicatos y las luchas sociales”.
“Para mí, una de las cosas más sorprendentes de conocer otras sociedades fue que no encontré ninguna en la cual las personas hablaran tan mal de su propio país como en la Argentina”, anota de arranque. Eso, intercalado por rachas de soberbio regocijo por la creencia de ser los mejores del mundo.
“Ni la conquista de Tenochtitlán, ni las desigualdades de género, ni la indigencia pueden explicarse sin comprender algo acerca de la capacidad de ciertas minorías o sectores para naturalizar ideas en una sociedad determinada –escribe Grimson–. Desarmar esos mitos es condición necesaria para potenciar cambios sociales y culturales.”
“El trabajo empezó por tener una sensación muy fuerte de estar encerrados como sociedad en un laberinto cultural muy anclado en el lenguaje que usamos para hablar de nosotros como nación dice–. Detrás de eso, sospechaba, hay otros problemas: de poder, de igualdad, de heterogeneidades soterradas. Pensé que, si apostábamos a desarmar esto, podíamos tratar de tener una visión diferente, quizás más compleja y matizada, sobre quiénes somos los argentinos, qué es esta sociedad tan atravesada por dilemas y conflictos, con cierta inestabilidad en las definiciones identitarias”. Para desarticular estas falsas creencias, Grimson se basa unas veces en estudios, otras en sencillos razonamientos y lógicas obstruidas por estas frases potentes –de clase, en general–, y también en propias posiciones ideológicas.
El lugar común sostiene que no hay racismo en la Argentina: ¿es éste un país sin indios ni negros, donde la mitad es “cabecita negra”? Estudios que se citan: el 4 por ciento de la población argentina tiene ascendencia afro, el 56 por ciento tiene algún antepasado indígena. Algunos mitos ven la mano y agarran el cuerpo: “Los argentinos descienden de los barcos ejemplifica Grimson–. Es falso y es verdad. Falso porque la mitad del país no desciende de los barcos, pero verdad porque quienes sí lo hicieron excluyeron durante mucho tiempo a los otros considerándolos no argentinos. O sea, lo hicieron realidad”.
Grimson combate aquí, también, el mito que asegura que es complicado leer a un antropólogo: se avanza por Mitomanías con mucha fluidez. “Creo que es el primer libro que escribo destinado a un público absolutamente general y no académico”, dice, y explica que otros de sus trabajos, como Los límites de la cultura, tuvieron sus lectores, sobre todo, en “los mundos específicos” del arte, o el psicoanálisis. “Acá, en cambio, busqué que pueda ser leído por cualquiera –sigue–. Y eso fue un desafío, si querés, político: que el conocimiento sociológico, antropológico, pueda ser accesible. Es un desafío que tenemos los investigadores. No hablo moralmente, ni planteo que todo el tiempo uno tenga que hacer eso. Pero para desarmar lugares comunes entre los científicos también me pareció un gesto político contar con un lenguaje simple y, en varios pasajes del libro, incluso divertido. Creo que nunca me divertí tanto escribiendo un libro”.
Hay que igualar hacia arriba: ésa le hizo gracia, cuando la descubrió. “Porque es obvio que sólo podés igualar hacia el medio”, dice. Entre los más absurdos, sostiene, están aquellos en los que la sociedad se des-implica, se declara inocente: el otro es el culpable y responsable de mi destino. “Son estereotipos: los policías son todos corruptos, pero nadie los corrompe –ejemplifica–. La evasión impositiva, que es un delito, siempre se autojustifica. La sociedad se autoexculpa de todo lo que pasa en el país.” Dice Grimson, que es investigador del Conicet y decano del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad de San Martín, que trabajó con los mitos que considera como obstáculos para pensar. “Pero también hay otros mitos positivos, como Evita o San Martín, que yo no trato aquí, porque no me parece que sean un problema a abordar”, explica. ¿Y qué otro mito positivo destacaría? Grimson piensa un toque: “Hemos ido construyendo el de la democracia –concluye–. No es ésa una palabra vacía para nosotros. Costó mucho. Más allá de que con la democracia no se come, necesariamente, fue haciéndose una condición necesaria, indispensable. No se la puede discutir. Creo que es un mito a partir de una creencia social. Digo, hay un relato acerca de por qué es un punto de partida acerca de cualquier cosa. La crisis del 2001 y el 2002 puso todo en cuestión, menos la democracia”.
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